Ω Camino Viejo
[Gallegos de Solmirón]
40º 31' 26'' Norte, 5º 27' 04''
Oeste, 1069 metros
Era gneis. Una roca muy parecida al granito de la que estaba llena el Camino Viejo. Las había de todas las formas posibles y de muy variada dificultad. Íbamos hasta allí en bicicleta soportando el sol de agosto y las dejábamos tiradas al borde del camino. Entonces alguien escogía el recorrido. Marcaba los pasos y los agarres. El resto de la pandilla tenía que copiar cada uno de sus movimientos e incluso intentar mejorarlos. Sin ninguna técnica. Sin ningún material. Sin ninguna cumbre que contar. Con la sencillez que tiene el no saber de algo. No haber leído nada antes y empezar desde cero a descubrir.
Ahora el magnesio llena las manos de los escaladores. Los pies de gato de goma cocida y un par de números menos se agarran a las pequeñas viras. Hay ciclos de entrenamiento, calentamiento de músculos antagonistas, compensación entre resistencia y fuerza, y tracciones sobre isométricos. Se colocan colchonetas en el suelo para suavizar las caídas y se grita fuerte en cada movimiento, no vaya a ser que nadie se entere de que has superado el complicado paso. Y volvemos a casa con los antebrazos doloridos y analizando logros y proyectos. Después de un buen día de boulder.
Bajo un sol seco y rodeados de encinas y lavandas trepábamos placas de gneis, nos empotrábamos en chimeneas sombrías llenas de musgo y saltábamos de bloque en bloque intentando seguir al que iba de primero. Y cuando empezaba a caer el sol recogíamos las bicicletas y volvíamos a toda prisa con las rodillas llenas de sangre, los codos arañados y las uñas llenas de mierda… “¡Qué andaréis haciendo toda la tarde por ahí, no me lo explico!”, decía mi madre al verme entrar. Y se lo explicaba con la misma sencillez que lo hacíamos. Subiéndonos en piedras, mamá. Nada más. //
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