Marco Revelli plantea una crítica a la categoría misma de ‘poder’ a través del análisis y el mito.
Sintomático de la inexorable pérdida de algo es la creciente atención que dirigimos a ese mismo algo que convivía hasta entonces con nosotros sin despertarnos el más mínimo interés. Se trata de esa atención tensa e inquieta que se produce en toda situación de cambio. El adolescente adoleciendo para recuperar del baúl el peluche que abrazara en la cuna o el adulto asistiendo con frenesí a clases de gimnasia. Desconocemos –desconfiamos– de lo que está por venir, del mismo modo que tememos –añoramos– no volver a encontrarnos con lo sido.
Hasta que se consume el cambio, atravesamos una frontera permeable entre dos estadios. Gracias a esa permeabilidad, lo otro se manifiesta tímidamente, aún informe pero lo suficientemente distinto como para hacernos sentir –no es aún una conciencia definida– dónde hemos estado y lo que hemos sido entre tanto, o bien, de dónde venimos y lo que estamos dejando de ser. No somos ya unos niños a quienes consuelan tiernos osos con ojos de botón, ni unos jovenzuelos a quienes a penas deja secuela una noche en vela. Ciertamente, es difícil señalar nítidamente dónde se produce el cambio, puesto que el devenir es siempre continuo. Sin embargo, espoleados por la necesidad de organizar ese tiempo que se va inscribiendo en la memoria y que queremos poder contar, conseguimos distinguir con mejor o peor acierto, aquello que llamamos etapas.
Las etapas de la historia también nos sacuden. Nos confrontan, como cultura, con cómo entendemos nuestra relación con lo que nos circunda y en consecuencia con cómo construimos la realidad al organizarnos en relación a ese entendimiento. Mientras que en el individuo es relativamente fácil inferir cuáles son los factores que producen el cambio, no lo es tanto señalar aquellos que lo provocan en la historia. De lo que no cabe duda es que el constructo resultante –lo que llamamos cultura– puede adoptar distintas formas. En los momentos de crisis, en ese umbral entre dos estadios, alienta saber que lo nuevo por llegar aún es maleable y que en última instancia dependerá de nuestro entender.
Es, justamente, la relación entre entender y construir, la que adquiere relieve en La política perdida, un libro que impresiona por el modo en que su autor, Marco Revelli, es capaz de guiar al lector hacia un futuro político cargado de posibilidades.
Revelli profundiza en la presente situación de pérdida de la política imbricando dos líneas argumentativas. Por un lado acomete un exhaustivo análisis del paradigma político contemporáneo en contraste con aquel de los antiguos y el, no tan lejano –en dónde hunde sus raíces el actual–, paradigma moderno. Por otro, y de manera no menos reveladora, nos conduce por el terreno del mito, única herramienta capaz de organizar el caos, señalando en su inextricable misterio una verdad.
Pero Revelli no nos habla de un mito estanco sino que nos guía a través de su transformación a lo largo de la historia. Es gracias a esa transformación que se nos hace posible señalar las etapas de que hablaba arriba. De ver, por así decir, con claridad, quienes fuimos y en dónde estamos. Así, tomando como guía el saber que subyace en la historia de Job, esto es, el entender el hombre el Mal –y por ende su relación con lo Divino–, consigue participarnos el constructo de relaciones resultantes que viene siendo nuestra cultura y, en especial, nuestra cultura política. De modo que si en la antigüedad el hombre se negaba humildemente a juzgar las razones de Dios por hacerle sufrir arbitrariamente, después de Auschwitz, es la fragilidad de Dios quien obliga al hombre a asumir la responsabilidad directa de sus acciones.
Es en ese nuevo entender a Dios como una figura necesariamente despotencializada, unido al saber que subyace en la reciente experiencia de que el Mal, aún como medio, no hace sino imprimir sus formas al todo y también, en un orden práctico, a las cada vez más numerosas manifestaciones de grupos humanos que se desenvuelven en otra lógica que la del poder por el poder, que Revelli cree ver una posibilidad esperanzadora: en este caso, la posibilidad de entender que podemos organizarnos políticamente fuera del tradicional esquema de poder.
Sólo puedo decir que ojalá y así sea pues, a pesar del esfuerzo de Revelli por abrir una puerta, lo cierto es que los hechos vienen demostrando, al menos a corto plazo, todo lo contrario. Porque el Dios que durante un tiempo fue la proyección de la divinidad del hombre –a través de cuya idea éste último era capaz de conducirse hacia lo mejor de sí– hoy, transformado, todavía no nos ha arrastrado a mirar, siquiera con cautela, esa voluntad de potencia absoluta que se dibuja como motivo de nuestra perdición.
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