Propaganda y publicidad como magias del siglo XX en las obras de Alan Moore.
No debe confundirnos, aunque sí pueda hipnotizarnos, la desmesura de la obra de Alan Moore. Como mínimo, para evitar simplificaciones, conviene someter a hibernación la etiqueta de “posmoderno” que suele adjudicársele con gesto automático. Su precisión discursiva, sus pautas fractales, sus lecturas sincrónicas y sus cosmogonías del símbolo son recursos que hacen de sus incursiones en el cómic una sucesión de teoremas, o al menos de mitos conscientes de su propia aritmética.
Moore tiene más que ver con una superación de la modernidad y con la proyección ilimitada de ese lugar de metamorfosis, que con la detención imaginaria del sentido que trae la posmodernidad; así, la cuestión que le relaciona con la magia alcanza mucho más allá de la extrañeza y la risa nerviosa que pueda suscitar como anécdota. Porque a Moore, incluido en su propio omniabarcante universo creador, no hay que entenderle desde lo que suponemos real, sino desde lo simbólico. Únicamente allí podemos alcanzar la clave de su cosmovisión, del lenguaje sagrado que emplea con nosotros y nos transforma: un lenguaje que supera el ámbito de la comunicación, que aspira con ingenuidad lúcida al mito del “significante trascendental”; fuera de allí, como señalaba Wittgenstein refiriéndose al lenguaje en su generalidad, el propósito mágico de Moore sólo puede pensarse como absurdo.
Es revelador que esta definición de magia como lenguaje ritual capaz de definir voluntades se ajuste naturalmente al concepto de publicidad. Y lo es porque, a diferencia de la que sería una fórmula posmoderna al uso, Moore no se contenta con una lectura ecléctica del pasado, sino que entabla sus sintagmas desde una noción rigurosa de origen. Esto le lleva a interpretar la publicidad como la magia del siglo XX: aquella clausura operativa en el símbolo que, con el capital como nueva y abstracta deidad, ha regido los destinos sociales desde su posición de escaparate de un modelo consumista crecientemente ávido, orientado a un biologismo autorreferido pero incapaz de pensarse en su gratuidad y, por tanto, alejado de todo sentido.
No son casuales las constantes referencias a la publicidad, o a su hermana politizada, la propaganda, en la obra del mago de Northampton. Las campañas que en ella concurren, ya sean símbolo de la autocompasión y el estancamiento en la forma de un ‘Gorila Llorica’ en la Nueva York alternativa de Promethea –contrario al símbolo de compasión, imaginación y esperanza de la heroína que da título a la serie–, inquietantes síntomas expresados en gráfica y eslogan por el creativo publicitario Tim Hole, protagonista al borde de la disgregación psíquica en A Small Killing (Un pequeño asesinato), o delirantes incursiones en caleidoscopios sin moral como la oficiada por el Joker de The Killing Joke (La broma asesina), obstinado en convertir al comisario Gordon a su particular ideología del caos, son escuetas monstruosidades, o conjuros, o maldiciones, que disuelven al sujeto en parodia y a la realidad en chiste trágico.
Como el espejo de la madrastra, la publicidad según Moore es un reflejo inducido, un deseo del otro que se viste de deseo propio, un parásito imaginario que se apodera de la voluntad con una sonrisa. Quizá por eso allí lo publicitario se relaciona con sonrisas autómatas y lo propagandístico con sonrisas irónicas; el semblante promocional y estandarizado de Ozymandias en Watchmen frente a la mueca subversiva de la máscara del revolucionario en V de Vendetta son ejemplos evidentes, pero acaso el más conciso sea la forma en que una gota de sangre convierte en Watchmen la sonrisa simétrica del smiley en una mueca que ríe con feroz ironía los terrores y mitologías políticas del siglo XX. Lo que escapa al lector es que él también forma parte de la estrategia, que en el silencio de la recepción y en su abandono al relato responde a cada sonrisa, autómata o irónica, con su reverso, irónico o autómata. Más sutil que la crítica a la propaganda es la capacidad de borrar los rastros que identifican aquella misma crítica como propaganda; a la luz de lo cual, parece justo asegurar que Moore tiene tanto de mago como de publicista.
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