'La Grande Bellezza', de Paolo Sorrentino, es el retrato de la decadencia de una clase social con predilección por la nostalgia del tiempo pasado.
“Roma es el único lugar donde ha existido el marxismo”, sentencia una mujer con aire de suficiencia. Tiene unos cuantos criados en casa, pero se vanagloria de haber publicado una decena de novelas en una editorial afín al Partido Comunista italiano. “Stefa. Madre y mujer. Tienes 53 años y una vida devastada. Como todos nosotros”, le responden. “Estamos todos bajo el umbral de la desesperación. No tenemos más remedio que mirarnos a la cara, hacernos compañía, tomarnos el pelo”. Habla Jep Gambardella –brutal Toni Servillo–, protagonista de La Grande Bellezza, película recién galardonada en los Oscar y dirigida por Paolo Sorrentino.
Jep celebra su cumpleaños. La cámara gira y capta su rostro artificial en medio de la fiesta, fumando y bailando con chulería. Está radiante. Jep es un escritor culto, inteligente y reputado que busca algo magnánimo. Lo hace a la manera del flâneur francés, en la noche, en las altas esferas. Decía Nelson Algren que “para ser espiritual, primero has de ser mundano”. Jep visita clubs de striptease, espacios donde reina el mercantilismo de gente alérgica y plastificada. Es el Rey de los Mundanos. Se rodea de empresarios, marchantes de arte y negociantes depravados. Fugitivos con pasta que fingen sacar el país adelante. Y aunque Jep prefiere el olor de las casas de los viejos al sabor de un coño, como buen escritor –que es a la vez periodista– y permite el poder de las evocaciones, estamos ante una película exuberante que gime de placer y que bebe del exceso. Toda la clase alta romana alienada baila una excelente música petarda en fiestas desenfrenadas. Hay subidones de house ibicenco y éxtasis electrónico. Bailes multitudinarios adornados con joyas, tatuajes y escotes volcánicos. Todo huele a plasticidad. Son “los demacrados y caprichosos destellos de la belleza”, dirá Jep.
Decía Camus: “Hay en la condición humana una absurdidad fundamental al mismo tiempo que una implacable belleza. Ambas coinciden, como es natural”. Sí, podría decirse que la película está basada en “una novela de Flaubert sobre la nada”, sobre lo absurdo, pero sería injusto negar que quien domina claramente es Proust y su búsqueda del tiempo perdido. Siempre bajo el recuerdo de un amor malogrado: Elisa. Será ella quien evoque la parte más diurna de Roma, la más bella. La del mar y la de las campanas. La que deja sonar la armoniosa The Beatitudes en la mañana final del vuelo de los pájaros sobre el Tiber. Luego están aquellos flamencos del amanecer, en esa preciosa escena, que van a migrar hacia el oeste, “pero que ahora... descansan”.
La Grande Bellezza es también una sinfonía coral y celestial. Se nutre de Fellini y recuerda el ocaso de Il Gattopardo, por su conciencia del poder y del paso del tiempo. ¿Serán éstas las raíces a las que se refiere sor María? –personaje que deslumbra por su frescura–. ¿Serán las raíces del poder, las de la Santa Madre Iglesia –la misma que le amargó la vida a Pasolini– que ofrece aquí su rostro más amable? Quién sabe. Jep pasea por la noche. Se encuentra con dulces amantes francesas del pasado. Entra en locales donde suena buen techno y dice: “Me siento viejo”. Es su manera de estar en el mundo: “Cuando os levantéis, yo me iré a dormir”. La Grande Bellezza es una película donde lo joven muere antes que lo viejo. Una comedia triste y bellísima sobre una clase crepuscular decepcionada con Roma. Es una película sobre el vacío y sobre la nada. Sobre trenes que nunca descarrilan y que no irán a ninguna parte.
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