Reseña de La mentira de Vermeer del autor estadounidense Michael Taylor.
Cuando aparece el nombre de Vermeer, en seguida se nos viene a la cabeza la idea de un mundo en paz, silencioso, recogido, sosegado, seguro…, un mundo idílico que el pintor retrata con indiscutible maestría habida cuenta de la dificultad que conlleva toda idealización para parecer verosímil y en concreto ésta que, focalizada en la cotidianidad más próxima, y por tanto bordeando el precipicio de los referentes cercanos, podía fácilmente caer en cierta blandura pastelosa. El mundo que retrata Vermeer es un ejemplo –y reclamo– de mesura y contención. El deseo porque ese mundo sea real, esto es, que exista –o haya existido– no sólo como representación pictórica es tan fuerte que evitamos tomar conciencia del artificio –presente, por otro lado, en toda obra de arte– que lo hace posible. Tal es la necesidad de suspensión de realidad que nos produce su contemplación.
Señalar el artificio, sobreponiéndose al deseo de ver lo que se quiere ver y no lo que es, es la tarea que se propone Michael Taylor, especialista en pintura holandesa del s.XVII, a través de las páginas del libro La mentira de Vermeer, como si señalando el artificio fuese posible acercarse con palabras al entendimiento al que ha llegado en un relámpago, el ojo; explicar que aquello nos parece real precisamente porque las piezas no terminan de encajar. ¿Por qué se esforzaba Vermeer tanto en enfocar un hilo, o las abolladuras del marco del cuadro y, sin embargo le restaba importancia a los semblantes de las jóvenes que, según parece protagonizan sus composiciones?,o ¿cómo puede el cuenco, que evidentemente se encuentra detrás de ellos, descansar directamente sobre la superficie de la mesa?, o ¿dónde está el tronco del que brotan las ramas que dan vida a estos ladrillos inermes? Preguntas todas ellas presentadas en la bandeja del texto que no pretenden ser resueltas pues su mera enunciación basta para hacernos caer en la cuenta de que es el estupor del ojo ante lo que contempla, un estupor silencioso que emerge tras de la complacencia de creer ver pintado el mundo deseado, el responsable de que regresemos una y otra vez a las pinturas de Vermeer.
Mientras describe la serie de pinturas que fueron motivo de venta en el hospicio de ancianos de la ciudad de Amsterdam en 1696, Taylor va entretejiendo los escasos datos conocidos sobre el pintor: sus humildes orígenes, su ascenso en la escala social gracias al matrimonio con Catharina Thins, su numerosa familia o su estrecha relación con los coleccionistas de arte Van Ruijven, con el modo en que pudo haber vivido y el contexto histórico que acompañó, como música de fondo, su existir, en un intento de señalar el decalaje entre ese contexto y el mundo recreado en los lienzos o, para ser concisos, el mundo que a primera vista nos parecen estar reflejando esos lienzos.
El artificio es lo que Taylor llama, en un golpe de efecto, mentira, sin aclarar que el pintor no es quien miente, –en todo caso lo que propone es jugar a un juego lleno de trampas o de enigmas–, sino que es quien mira, aquel que se deja embaucar por el misterio resultante de dicho juego, quien puede –y tal vez debiera decir debe– llevarse a engaño. Esto es, jugar al juego del arte.
La mentira que se anuncia en La mentira de Vermeer no deja de ser, en una esfera de más difícil acceso, verdad. Una verdad que, porque no puede ser enunciada en un lenguaje que no sea poético, no es posible cercar, señalar, ni tampoco demostrar. De ahí que Taylor decida apoyarse en su contrario como estrategia para despertar al ojo que piensa y decida emprender la búsqueda de sentido –sentido que jamás podrá ser unívoco– para alcanzar (acercar, traer, abrigar) lo único que cuenta: la experiencia. Sin embargo, uno tiene la sensación de que por momentos ese modo de proceder impide a Taylor formular lo verdaderamente importante. Lo importante no es, en este caso, señalar el artificio, sino señalar cómo es posible que el artificio funcione.
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