Reseña de André y Dorine, una obra emotiva que deja al público sin palabras.
André y Dorine ha vuelto a casa y esta vez no será la visita del médico. No son los tres días fugaces que estuvieron en las Naves del Teatro Español justo antes de partir a China, Los Ángeles, Rusia o vaya usted a saber. Esta vez se quedan un mes entre los amigos y profesionales que les han visto nacer como compañía.
El público del miércoles 8 de enero, día del estreno oficial, estaba tenso y más que tenso: expectante. Puede que esperara un espectáculo fastuoso en términos técnicos o una historia de mucho pensar, de esas que te hacen sentir mejor persona sólo por entenderla. Quizá más de uno sabía que en cierto momento de la obra se activa un resorte que habita a la altura de la glotis y entonces ya no, imposible, no se puede dejar de llorar. Puede ser que la tensión fuera escepticismo y que más de uno se dijera para sus adentros “con todo lo que he visto yo esta semana y en los últimos veinticinco años entre portadas de diarios, seres humanos y escenarios. Estoy seco. No más lágrimas”.Son tres intérpretes contando una historia, oh desfachatez, en tiempos de plena crisis del relato
En esta obra no se asiste a un gran despliegue técnico, no se abre el escenario, no hay humo, ni cicloramas, no se proyecta nada, por no haber no hay ni palabras. No sale un actor que relate verbalmente retazos de su vida a modo de disculpa o desahogo en primera persona mientras los espectadores se cubren, para que no les caiga nada. Sólo tres intérpretes contando una historia, oh desfachatez, en tiempos de plena crisis del relato y dando vida a catorce máscaras, que se dice pronto, sólo por el amor de contarla.
En un momento se activa un resorte que habita a la altura de la glotis y entonces ya no se puede dejar de llorar
En lo que nadie confiaba era en divertirse y en no pensar, acostumbrados como estamos a acertijos que nos comprometen y que, una vez comprendidos, te dejan un agujerito negro de decepción que va dando lugar al aburrimiento. Pero, ¿a qué he venido yo, vamos a ver, si no es a soñar lo que me permita mi modesto día a día, si no es a excitar mi pobre imaginación?
Y André y Dorine va meciendo al espectador en una experiencia teatral de sonrisa en sofoco, como antes, como debió ser el teatro antes de que nos contaran novelas imperfectas o crónicas narcisistas, y los minutos van pasando y el sacudido espectador no deja de maravillarse por no haber mirado el móvil ni un instante, por no haber desenvuelto un caramelo a cámara lenta, por no haberle echado una ojeada al programa para ver a quién le pertenece ese torso, a quién esas piernas, a quién esas manos.
A veces el teatro se puede parecer a esos momentos de la vida en los que sólo sientes, no piensas. Vives y olvidas el destino obligado. De eso trata también André y Dorine, de una pareja de ancianos que transita una enfermedad degenerativa procurando no pensar lo impensable. Milagro, alquimia perfecta: fondo y forma se han unido. La vida se ha parecido una vez más al teatro y al revés. Por fin una buena historia. //
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