Cuando un proyecto crece, aparecen las dificultades y las contradicciones se disparan.
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Lo más excitante de cualquier proyecto en el que me haya visto embarcado, sea personal o social, es el comienzo. En el comienzo todo es posible, todo está por decidir, no hay puertas cerradas. En esos primeros momentos el idealismo es total, la pureza se mantiene, la idea inicial romántica no ha sido tentada por ninguna perversidad. Me gusta imaginar que así fueron los comienzos en todos los clubs de fútbol: estando a un metro de los jugadores, hablándoles directamente, cruzándotelos por la calle o compartiendo cervezas en los bares.
Cuando un proyecto crece, aparecen las dificultades y las contradicciones se disparan. ¿Son los mismos estos colores y este escudo que los que llevaba mi abuelo? A simple vista, sí. Sin embargo, si uno rasca un poco en ellos, aparecen las dudas. Imagino lo difícil que será ser de un equipo de los llamados grandes hoy en día. Por regla general, uno nace de un equipo y a él se mantiene fiel hasta su muerte. ¿Pero ese club, que ahora quizá ni siquiera sea un club, sigue siendo el mío?
La mayoría tiene sus dudas, muchos protestan firmemente, pero continúan porque el fútbol, como cualquier otro sentimiento, es muy difícil de racionalizar. Hay otros a los que las contradicciones les superan y toman una decisión radical: como si de una especie de éxodo rural se tratase, emprenden la huida del fútbol de élite para refugiarse en el romanticismo del amateurismo o el profesionalismo más humilde. Se trata de una búsqueda de lo que un día tuve y ya no siento, una “vuelta al campo”, nunca mejor dicho. Cercanía, identidad, implicación, y la sensación de disfrutar sin que la injusticia y el sufrimiento sean la base invisible del deporte. El fútbol, como la sociedad, vive una gran crisis, y ésta será positiva o negativa según la salida que tomemos.
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