Cualquier nacionalismo nos advierte el pensado Fredy Perlman es la cara oculta del imperialismo, que se perpetúa a través de los siglos.
La reciente proyección en salas de una película sobre la vida de Hanna Arendt nos ha recordado la dificultad que entraña mantener un pensamiento divergente cuando la mayoría saca su mazo de certezas y prejuicios. Su original análisis de la personalidad del nazi Eichmann como un burócrata disciplinado y no como la encarnación del mal absoluto, le suscitó furibundas críticas de sus compatriotas judíos. La incomprensión se cebó con esta filósofa al no seguir la línea oficial pensante en un tema tan controvertido. No es fácil cuestionar verdades inmutables. Las presiones se suceden y el pensador debe blindarse de entereza intelectual para no mudar su rebeldía en docilidad. Arendt se acorazó tras el humo de sus reflexiones, ligeras pero a la vez invulnerables, como también lo ha hecho Fredy Perlman. Su pensamiento sigue la línea marcada por la filósofa judía, la de enfrentarse con coraje a la verdad oculta por mucho que duela a la masa biempensante. Se trata, por tanto, de otro pensador incómodo, de los que provoca urticaria al poder, desconocido en España aunque igual de necesario que Arendt, ya que, como ella, ha cruzado en sus ensayos algunas líneas prohibidas, movido por el afán de entender la salvaje deriva de la historia contemporánea.
Haber sufrido o conocido la traumática experiencia de un campo de concentración no capacita a nadie para que sea crítico con él
Procedente de una familia checa que sufrió las terribles consecuencias del holocausto, Fredy Perlman sabe bien de lo que escribe. Y lo que escribe este estadounidense en el libro El persistente atractivo del Nacionalismo, de reciente publicación por la editorial Pepitas de calabaza, resulta estimulante por poner en cuestión ciertos dogmas sociales, dicho así a la manera testaruda con que se expresan las religiones. Al contrario de lo que desprenden las páginas escritas por Primo Levi, maceradas siempre por un tono ponderado y reconciliador, Perlman sostiene que la vivencia del horror del exterminio no supone de facto el nacimiento de un nuevo ser concienciado. El gran escritor italiano, como el ruso Solzhenitsyn, fueron unos casos excepcionales de dignidad moral. Lograron lo que no logra la mayoría: metabolizar su caudal de dolor en un ejercicio introspectivo de alquimia para parir una gema de lucidez y comprensión. Pero estas perlas de integridad son más bien escasas y el común de los mortales, cuando vienen mal dadas, lo que solemos hacer es, a la manera cobarde de Eichmann, delegar responsabilidades en el primero que pasa por la esquina.
Haber sufrido o conocido la traumática experiencia de un campo de concentración no capacita a nadie para que sea crítico con él. Incluso puede utilizarlo como excusa de venganza, como sucede desgraciadamente en la actualidad con el sionismo en Palestina. Perlman aporta estas reflexiones con la frialdad científica de un médico imparcial, entregado a auscultar las dolencias de su paciente moribundo. Y entre ellas encuentra, como una de las más dañinas, la persistente inclinación al nacionalismo de las sociedades de nuestro tiempo. Este diagnóstico lo realiza no desde el rencor del hijo proscrito, sino desde un análisis riguroso, buscando las razones de su eterno retorno. Y aquí es donde late una de sus grandes aportaciones al debate político actual: la rima, peligrosamente consonante, de nacionalismo con imperialismo. El libro de Perlman se revela como una aguda e inteligente reflexión sobre el nacimiento de las naciones no como una liberación de los imperios sino como una forma de perpetuarlos. Se trataría, entonces, de dos líneas continuas dibujadas por una mano de hierro: los nacionalismos, a semejanza de los imperialismos de la antigüedad, utilizan también el racismo, y su prolongación natural, el genocidio, para lograr sus no tan limpios objetivos.
La añoranza de la lengua y las costumbres ancestrales vendrían a ser un medio y no un fin para imponer una visión racial, excluyente del otro, del calificado unas veces, como salvaje, otras veces, como tirano, pero siempre enemigo sin matices. Pero si llega a tales extremos la barbarie de sus actos, se pregunta el lector, ¿cuál es la causa de su atractivo incluso entre personas sensatas, muchas de ellas etiquetadas de izquierdas? Perlman apunta dos ingredientes: el primero, el valor aglutinante del nacionalismo en unos tiempos tan individualistas como los nuestros, sin referentes claros, sin más identidad que el culto ciego al dinero; y el segundo, su promesa de liberación del oprimido. Claro que este ideal, en cuanto paladea el anhelado poder, se convierte, por hechizo de algún malandrín, en un contraideal, pues el oprimido, reflejado en los espejos deformantes del callejón del gato, se transforma en un nuevo opresor, un alumno aventajado de la maquinaria de la tiranía, que en un santiamén alcanza las cotas de crueldad del sátrapa que le precedió. ¿Se dan cuenta de qué forma tan penetrante Perlman supura las heridas de tantos reinos de taifas, pasados y presentes?, ¿se percatan de cómo está inoculando en las venas de esta Europa cainita una vacuna contra la intolerancia racial que la carcome? Cualquier nacionalismo, nos advierte este magnífico pensador, el tuyo o el mío, el de acá o el de allá, es la cara oculta del imperialismo, que se perpetúa a través de los siglos buscando siempre maneras espurias de enriquecerse y que ha hallado en el proceder nacionalista una vía comprobada y eficaz de funcionamiento, de resurgir bajo otro rostro, un rostro peligroso de medusa cuyos resbaladizos tentáculos vuelven a crecer incesantemente aunque se corten con lecturas tan valiosas como la de Perlman.
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