SALUD MENTAL // EL AUTOR DENUNCIA LA PRÁCTICA CLÍNICA CONSERVADORA EN QUE SE PRESCRIBEN ESTOS MEDICAMENTOS
Psicofármacos frente al agobio vital

El mercado de los
psicofármacos le serviría
al Estado para legitimar
y posibilitar los actuales
ritmos de la vida
cotidiana. Píldoras para
todos y para todo.

04/06/09 · 12:13
Edición impresa

La depresión es el fracaso en
la lucha por una autoevaluación
positiva, por una pérdida
del proyecto vital y de esperanza
en el futuro, que genera tedio
y desesperanza”. Así hablaba
Carlos Castilla del Pino, referente de
la psiquiatría de izquierda durante el
Franquismo, con tesis cercanas al
freudomarxismo, fallecido el pasado
15 de mayo. Mientras los psiquiatras
de la democracia canonizan su vida
y obra, la práctica clínica de este gremio
se acerca mucho más a la de
Juan José López Ibor, psiquiatra del
régimen franquista. En la práctica,
el supuesto implícito que guía la
prescripción universal de antidepresivos-
ansiolíticos está en concordancia
con la hipótesis central de López
Ibor sobre las neurosis como enfermedades
del ánimo. Se trata de normalizar
mediante antidepresivos
esos síntomas de pseudoangustia
para que vuelva la eutimia (fases de
normalidad o periodos sin síntomas).
Lo decía el psiquiatra del Franquismo
y lo practican los psiquiatras
progresistas que se creen continuadores
de Castilla.
Los nuevos antidepresivos o antipsicóticos
tampoco son muy diferentes
de los antiguos: no son más
efectivos, tan sólo producen menos
efectos secundarios que los predecesores.
En una nota editorial que
los honra, la Revista de la Sociedad
Española de Psiquiatría Biológica
resalta que los nuevos antidepresivos
no han presentado ninguna
prueba real de ser más eficaces que
los antidepresivos de los años ‘60 en
las depresiones mayores. El auge
del mercado de la psicofarmacología,
sin embargo, es reciente. Hace
apenas 15 años la inversión de los
grandes laboratorios en márketing
psicofarmacológico era mínimo:
mal se podían vender remedios para
trastornos tan desconocidos a nivel
biológico como la esquizofrenia
o la depresión. Además, los fuertes
efectos secundarios que producían
los neurolépticos o antipsicóticos
(descubiertos por un médico militar
en la Indochina francesa sedando
heridos de guerra), así como los antidepresivos,
limitaban su uso. La
población con psicopatologías menores
(la inmensa mayoría de la actual
clientela psiquiátrica), aun sintiéndose
mal, no toleraba sentirse
aún peor consumiendo unos fármacos
que producían desde síndromes
muy parecidos al párkinson a
efectos secundarios que impedían
hablar por la sequedad de la boca,
estarse sentado por la acatisia [incapacidad
para mantenerse quieto]
o mantener relaciones sexuales.
El simple hecho de limitar esos
efectos secundarios significó una
drástica modificación en el valor de
cambio de los psicofármacos, al descubrir
una población casi ilimitada
de consumidores. Si los estados de
angustia y depresión son algo tan
normal en la población que rara es
la persona, que a lo largo de su vida,
no los padezca, toda la población
aparece entonces como potenciales
usuarios de estas drogas.
Píldoras para ‘normales’
Al poderosísimo ‘mercado de sustancias
psi’, se añaden razones de
Microorden Público Estatal y su necesidad
de legitimar y posibilitar los
ritmos de vida cotidiana. Una vida
cotidiana que consiente unas condiciones
de trabajo, habitabilidad y sumisión
difíciles de admitir sin unos
fármacos que permitan dormir, comer
o no irritarse a pesar de esa vida
en colmenas con ruidos de vecinos
por doquier, trabajo a turnos,
relaciones afectivas congeladas y la
malaria del orden y la ‘peligrosidad’
(guardias públicos y privados...) urbana
en general.
Los ‘usos cosméticos del Prozac’,
las píldoras para ‘normales’ que continúan
la antigua receta de las psicoterapias
para todos, son algunos de
los adelantos con los que la posmodernidad
nos amenaza. Pero más
allá de ese tratamiento del dolor, la
depresión o el insomnio, los nuevos
mercaderes nos ofertan cómo estar
en forma para trabajar más, cómo
follar mejor con la Viagra o cómo ser
más positivo en nuestra recepción
del entorno, en una apuesta por dimitir
de cualquier deseo de cambiar
el mundo externo. Todo a cambio de
que deje de resonar, en un mundo
interno lleno de endorfinas que nos
hagan ser felices, a pesar de la dureza
de nuestros amos.
La psicofarmacología ofrecería al
Estado algo así como un remedio
general para el agobio inespecífico:
serviría para recoger todos aquellos
malestares que no fuesen acogidos
por otras agencias estatales reparadoras.
Si un niño no acepta la disciplina
escolar, con nemactil seguro
que se adapta mejor; si la familia es
incapaz de contener el malestar del
trabajo de puertas para adentro, un
ansiolítico podrá hacerlo más llevadero;
si la ancianidad en estos tiempos
es una cruz, unas píldoras la harán
menos escandalosa.
Tampoco hay ningún medio
diagnóstico que discrimine de verdad
si alguien padece o no ansiedad-
depresión, que se sigue diagnosticando
por la conversación y
las intuiciones del psiquiatra, como
en el siglo XIX, incentivado, ahora
sí, por un mecenazgo que no existía
hace dos siglos, el de la industria
de los ‘psi’, que se prodiga en
hoteles de lujo en Bali.

EN PRIMERA PERSONA

Fabricando felicidad
L.M.A.

Trabajé en los laboratorios
Normon desde 1996 a 2004 elaborando
un ansiolítico: Diazepam
2mg. Peso aproximado del
lote: 80 kilogramos, 2 millones
de comprimidos, 2 kilos de
principio activo (diazepam).
Se tamiza a mano el principio
activo, mezclándolo con almidón
de maíz, para que se deshaga
mejor y no deje restos de
producto en el tamiz o cedazo
y para que al mezclar todos los
componentes queden homogeneizados.
El objetivo es que los
comprimidos finales tengan los
parámetros de cantidad y peso
que indica el procedimiento.
Vestimenta: mono de nylon,
gorro de entre telas, mascarilla
de fibras de varias capas,
modelo ffp3 (3m), gafas de
seguridad, guantes de látex.
Este producto se quedaba pegado
a toda la vestimenta, por lo
que, cuando acababa algún proceso
de elaboración, tenía que
salir de la sala, y meterme en
otra para quitarme todo el polvo
que tenía impregnado en la
ropa. Me desprendía de los
guantes, gorro y mascarilla,
luego me quitaba el mono y me
ponía el traje. Este proceso lo
hacía muy a menudo, porque no
podía estar mucho tiempo en la
sala. En otro lugar de descanso
teníamos leche, batidos y
zumos, para eliminar los restos
de producto que entraban por
las vías respiratorias, a causa de
la mascarilla por la que siempre
entraba algo de polvo.
Aunque en los últimos tiempos
mejoraron las condiciones de
seguridad laboral, durante años
las mascarillas no evitaban que
se inhalaran polvo y vapores de
la mezcla húmeda que realizábamos
para la fabricación de los
medicamentos. Al manipular
esta cantidad de principio activo
llegaba un momento en que
notaba sensación de relajación,
que me pesaban las pestañas,
flotaba... es decir, que tenía un
colocón bastante gordo. Pero
cuando estaba en la cola del
comedor, muchas veces me quedaba
en blanco delante del cocinero
y me tenía que preguntar
varias veces qué quería comer,
porque no reaccionaba, y ya sentado
en la mesa mis compañeros
tenían que actuar del mismo
modo. Muchas veces ni la ducha
que me daba después de la jornada
me reanimaba. En el
metro, al ir para mi casa, me
quedaba dormido, y alguna vez
me pasaba de estación.

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