La autora analiza qué hay detrás de las
declaraciones en las que el ministro de Justicia
aludía a los derechos de “la verdadera mujer”.
- Foto: Olmo Calvo.
Aquí nadie da puntada
sin hilo. El ministro de
justicia afirmó en el
Senado, el pasado mes
de marzo, que “la reforma de la
ley de aborto va dirigida a aumentar
la protección del derecho
por excelencia de la mujer: la
maternidad”. Cabría pensar que
semejante afirmación es un desliz
o un exceso verbal. Pero no, el
tema tiene mucha enjundia, se
trata de toda una declaración de
guerra a las mujeres porque esa
propuesta explicita una transformación
social profundamente regresiva,
la reestructuración de
las relaciones sociales, el reforzamiento
de la lógica patriarcal
de división sexual del trabajo y
de fuertes identidades de género,
no por casualidad la intervención
de ese ministro aludía a “la verdadera
mujer”.
Se adivina así lo que podría ser
una “nueva política sexual”, que
esencializa a las mujeres y las devuelve
a un estado de naturaleza,
de tal forma que estaríamos inexorablemene
ligadas, por un lado
a los procesos biológicos de
procreación y al plano de los sentimientos
y, por otro a los engranajes
sociales que nos responsabilizan
de la reproducción social.
Todo ello supone retrotraernos
treinta y tantos años atrás y volver
al imperio de la Iglesia, para
quien la maternidad marca la realización
de las mujeres, la sexualidad
se define por la heteronormatividad
y el proyecto de maternidad,
y todo ello constituye la
piedra angular sobre la que se
ejerce el control del cuerpo de las
mujeres.
Una consecuencia directa
de esto es la negación y estigmatización
de cualquier práctica
sexual u opción de vida que se
aleje de estos mandatos de género.
Opciones que, alentadas por
el feminismo, hemos visto expresarse
públicamente y ganar presencia
social en los últimos años.
Además, si tenemos en cuenta
que esto sucede en un contexto
de crisis social global, no es de
extrañar que venga acompañado
por un proceso de re-familiarización,
en el que encuentra acomodo
lo hasta ahora señalado y en
el que las familias aparecen como
instrumento privilegiado para
legitimar las políticas que necesita
el capital. El proceso no es
nuevo, pero sí su intensidad: a
partir de reforzar los estereotipos
que consideran atributos
propios de las mujeres los que
llevan a responsabilizarlas personal
y naturalmente del trabajo
de cuidados, y de considerar los
sentimientos como algo contrapuesto
al ejercicio de derechos,
se legitima el desplazamiento de
los costes y responsabilidades
del Estado hacia el trabajo en los
hogares.
Así, el Estado del mal-estar en
que vivimos reprivatiza las necesidades,
quita prestaciones y arrebata
derechos básicos como la sanidad,
educación y servicios sociales
para la atención a la dependencia
(por citar algunos) y trata
que la familia encaje sus consecuencias
y resuelva algunos conflictos
sociales a partir del trabajo
gratuito de las mujeres.
El Estado lo quiere gratis
Este modelo de familia resulta
muy funcional al sistema y a la
salida de la crisis que tratan de
imponer en la medida que legitima
la inhibición del Estado a la
hora de garantizar servicios públicos
básicos, y exonera a los
hombres y al resto de la sociedad
de su obligada corresponsabilidad
en la reproducción social. Y
así, la deuda que el patriarcado
tiene contraída con las mujeres
no hace sino aumentar: las mujeres
duplican las horas de trabajo
doméstico y de cuidados y crece
la disparidad en los tiempos de
hombres y mujeres para atenderlos
y para disponer de espacios
propios.
Al mismo tiempo, se refuerzan
unas relaciones de poder
en su interior que, como es bien
conocido, derivan en muchas
ocasiones en violencia sexista.
Como dice una amiga, parafraseando
el lema del 15-M sobre el
sistema, “No estamos contra la
familia, la familia está contra nosotras”,
porque la familia tradicional
resulta una estructura
cómplice de relaciones y situaciones
profundamente injustas.
Estas transformaciones, que
tratan de imponerse como parte
de la salida a la crisis, suponen
un completo desafío a las propuestas
feministas porque plantean
justo lo contrario de lo que
puede representar el bien-estar
de las personas.
Pero la voracidad de la crisis,
con los procesos de exclusión a
que está dando lugar, introduce
mayor complejidad al convertir a
las familias en el salvavidas para
muchas personas. Cada vez abundan
más las llamadas “familias
extensas” donde hasta tres generaciones
intentan librar la batalla
por la vida en el mismo espacio
doméstico.
Desde luego se trata
de una re-familiarización no elegida
sino impuesta por la lógica
de la crisis, pero que puede ser
una extraordinaria ocasión para
hacer más sostenible la vida de
todas y todos sí, en lugar de servir
para afianzar los roles de género
y distribución del trabajo tradicionales,
se cuestionan las relaciones
desiguales que pueda haber
en su interior entre hombres
y mujeres, y no solo en las familias
heterosexuales. Se trata de
establecer relaciones de apoyo,
afecto y solidaridad que nos ayuden
a buscar alternativas a la organización
de la convivencia de
forma que en el cambio necesario
que queremos, la vida resulte sostenible
para todas las personas.
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