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Fragmentos de (otro) discurso amoroso

Lo que más aprendí al hacer de madrina es algo de lo que no tenía conciencia antes: la necesidad para los niños de que si tú estás, estés presente.

, (remezcla Marta Malo)
09/11/16 · 7:58
Vanesa y sus hijos. / Elvira Megías

Huérfanas. De imaginarios a los que poder agarrarnos. La crianza aprisionada: en la intimidad, en la privacidad, en la disfuncionalidad. El pudor ante una madre y una hija que discuten. Ese bebé que llora desconsolado: ¡por Dios, que alguien llame a su madre!

Los niños propiedad de sus padres. Vasallos el resto: la abuela, la nanny, la maestra, el tato, la tía, la madrina. La madrina. Los niños en peligro de familias fallidas, “tutelados” por el Estado, futuros jóvenes peligrosos. Cadenas de descuido. Des-Cuidos: las y los niños salvajes; las y los adultos solos; las y los viejos abandonados; hogares asfixiados. Nuestros cuerpos siempre calculados, medidos, puestos por afuera de nuestras propias experiencias.

Lo que más aprendí, al hacer de madrina, es algo de lo que no tenía conciencia antes: la necesidad para los niños de que, si tú estás, estés presente. Ahí. Con los adultos es diferente, vas y vienes. Te distancias y te reconectas. Haces “tu” vida y te vas cruzando con los demás.

Con los niños no es igual: cuando te implicas y luego desapareces, algo pasa. A veces no es grave, pero queda. Una ausencia, una marca. Ésa es la primera vez que he tenido que poner límites o repensar mi libertad en otros términos. Hay una imagen de que el compromiso que sella el lazo de sangre, de útero, es el único que impide que salgas corriendo cuando la cosa va mal (¡ay de ti si lo haces! Malas madres a la horca).

El compromiso que llega del propio convivir, que se va dando, que persiste incluso cuando no todo es tan bonito, tiene algo de... raro... De político. Como un acto de resistencia: mantener vínculos contra todo pronóstico. Sostenerlos. Cultivar un ecosistema favorable a vincularse... Que la generosidad se viva de otra forma: un cuidado más genérico de la especie, del entorno, de todo lo que tocamos y nos toca.

Con los niños no es igual: cuando te implicas y luego desapareces, algo pasa

Promiscuidades: maternas.

Cuidados: extensos...

Y ahí me agarré a la vida. Fue mi punto de inflexión: mi madre estaba viva y mi peque estaba a punto de ser un feto viable. Necesitaba que pudiera ser sin mí: mientras su destino era el mío me resultó insoportable, pero cuando pensé “si me pasa algo, ella podrá seguir viviendo”, empecé a respirar tranquila.

Y ahí inauguré en mi cabeza una idea del cuidado como una cadena enorme con eslabones que se nos pierden pero que permitirían cierta justicia del afecto. Mi madre no podía cuidarme, mi pareja tampoco. Lo importante era que a mí podía cuidarme otra persona que tampoco estaba en esos círculos garantistas.

Y así empece a procurar generar esos cuidados. Dejarme cuidar, dejar que la pescadera me escogiera el mejor pescado y me dijera cómo cocinarlo. Charlar con la mujer con quien compartía espera en la consulta del médico y que me contara que había dejado a sus hijas en Colombia o que me guardaran, de regreso a mi ciudad natal, la mejor calabaza asada en el horno de al lado, con una panadera que me recordaba diez años después.

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