El autor abre con su análisis el debate sobre la relación entre sociedad, sufrimiento psicológico y fármacos.
Desde finales de los 60, cuando eclosionó la antipsiquiatría, son recurrentes los discursos que denuncian la medicalización de la salud mental y los intereses industriales subyacentes al empleo de psicofármacos. A principios de los 80 la psicología crítica se sumó a ellos cuestionando la psicología dominante y buscando alternativas. Estos discursos han influido en las políticas oficiales y han dado soporte a prácticas de emancipación de personas psiquiatrizadas o estigmatizadas. Sin embargo, reconociendo que la antipsiquiatría y la psicología crítica constituyen una tradición irrenunciable, me gustaría realizar algunas consideraciones que pretenden abrir el debate sobre la relación entre sociedad, sufrimiento psicológico y fármacos.
Una de las ideas presentes en la antipsiquiatría y la psicología crítica es que las llamadas enfermedades mentales son de carácter social y, por tanto, la verdadera solución para ellas es la transformación de las relaciones sociales. Como decía Thomas Szasz, los padecimientos psicológicos no son enfermedades sino “problemas de la vida”. Aliviarlos implica cambiar nuestras formas de vivir. Es absurdo recurrir a remedios químicos para algo que no puede considerarse estrictamente una enfermedad. Utilizar pastillas para calmar el dolor psicológico es una especie de autoengaño que, además, oculta las auténticas causas de ese dolor, que remiten a relaciones personales y situaciones sociales mediadas por la explotación o la injusticia. Y encima los psicofármacos desactivan nuestra rebeldía. Su uso contribuye a despolitizar la vida. A más psicologización, menos politización.
Los padecimientos psicológicos no son enfermedades sino “problemas de la vida”
Pues bien, sin negar la pertinencia de plantear lo anterior ni mucho menos su impacto contra el poder psiquiátrico tradicional, creo que deberíamos problematizar la idea misma de los conflictos psicológicos como conflictos sociales y el rechazo de la psicofarmacología asociado a ella. Da la impresión de que detrás de algunos discursos críticos late una especie de dualismo según el cual los padecimientos psicológicos son cosa del alma y, por consiguiente, cualquier intervención terapéutica sobre el cuerpo es ilegítima. A ello se añade en ocasiones una especie de utopismo que, como suele ocurrir con los utopismos, recurre a la figuración de una edad de oro interrumpida por algún factor perverso contra el que es preciso luchar para lograr un futuro mejor. Se supone, por ejemplo, que antes no existían sufrimientos psicológicos (o existían en menor grado) debido a que los lazos comunitarios eran más fuertes o la gente estaba menos estresada. La utopía, entonces, consistiría en superar el sistema socioeconómico actual y alcanzar una sociedad nuevamente armónica. Entonces los psicofármacos sobrarían porque ya no sería necesario enmascarar médicamente los problemas personales. Otra veces, desde puntos de vista más conservadores, se arguye que la superación de los psicofármacos –y la psicopatologización en general– debería venir dada por una nueva moralización de la vida, es decir, por la asunción de la responsabilidad de cada cual sobre sí mismo dentro de un proyecto biográfico coherente y regido por valores.
Herramientas para regular nuestras experiencias
Adoptando una perspectiva más modesta, que evite recurrir a metarrelatos acerca de lo psicológico y proponer soluciones globales, podríamos conformarnos con constatar que los problemas personales existen y seguir ensayando prácticas concretas para vivir mejor dentro de una precariedad que de una u otra manera va a seguir acompañándonos. Excepto como juego de la imaginación, a algunos nos resulta difícilmente pensable -o quizás difícilmente deseable- una sociedad donde no surjan desajustes, conflictos y preocupaciones. La gestión de esas preocupaciones puede adoptar muchas formas, no necesariamente psicológicas. Una de ellas es la que pasa por el uso de sustancias psicoactivas, que no son más que herramientas para regular nuestra experiencia.
Se trata de no ser ni víctimas ni pacientes
Recurriendo a la distinción de Bruno Latour entre intermediarios (que permiten cursos de acción sin modificarlos) y mediadores (que modifican cursos de acción), no hay por qué considerar el sistema nervioso como un simple intermediario en nuestras acciones. También puede considerarse un mediador, de modo que actuar sobre él equivale a actuar sobre nosotros mismos y modificar nuestra experiencia. No es otra cosa lo que buscamos cuando bebemos alcohol, fumamos marihuana o tomamos diazepam. Obviamente, los contextos de uso de las sustancias psicoactivas son innumerables, desde las ceremonias rituales hasta las psiquiátricas, pasando por lo que normalmente se denomina uso recreativo. Es necesario criticar la utilización de esas sustancias en situaciones de dominación médica tradicional, vinculada a monopolios farmacéuticos, pero eso no las invalida en otras situaciones, por ejemplo en contextos terapéuticos democratizados. Con esto no estoy reivindicando ningún saber popular al margen del conocimiento médico, sino sugiriendo que el saber de los expertos se articule con el de los no expertos. Se trata de no ser ni víctimas ni pacientes.
Por la democratización de los psicofármacos
Así pues, la cuestión no debería ser si hay que defender o atacar el empleo de psicofármacos, sino qué tipo de psicofármacos queremos y, sobre todo, quién decide cuáles se diseñan, quién controla su producción y distribución y cómo se realiza su consumo. En la medida en que consideremos que la salud y los fármacos forman parte del bien común, los psicofármacos dejan de aparecer como sustancias alienantes que enmascaran los verdaderos problemas de la gente y se convierten en una herramienta más para vivir; una herramienta que en sí misma no es despolitizadora ni impide la lucha por cambios sociales.
“No está usted deprimida, es que su banco la engaña” es una frase afortunada y movilizadora, sin duda, pero una puede estar deprimida porque su banco la engaña y combinar la gestión de su estado de ánimo con el activismo. Justamente por eso el activismo funciona a veces como una terapia, esto es, como un medio de cuidarse a sí mismo. De hecho, la propia democratización de los psicofármacos –la apertura de la experimentación controlada con ellos, la difusión de las experiencias, la creación de colaboraciones y conocimiento compartido al respecto– cuestiona la dicotomía entre lo social y lo individual.
Por otro lado, un planteamiento así va más allá del ámbito médico o terapéutico, porque borra la frontera entre psicofármacos y otras sustancias psicoactivas (o drogas, si se quiere). Pero precisamente de eso se trata: de llevar la discusión sobre los problemas psicológicos y los psicofármacos a un contexto diferente, que es el de la democratización de las decisiones sobre el cuerpo y las herramientas mediante las cuales lo gestionamos. Entre estas herramientas se encuentran las sustancias psicoactivas, y la pregunta no debería ser si éstas son buenas o malas, ni siquiera si son terapéuticamente más o menos eficaces que la psicoterapia (pues no se trata de contraponer cuerpo y mente ni de restringir su uso a la prescripción de un experto ante un problema puntual), sino qué agentes sociales participan en su producción, distribución y consumo.
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