La autora cuestiona el “amor Disney” y la monogamia e invita a pensar los amores desde lo inclusivo.
En una época especialmente intensa en reivindicaciones, resistencias, disidencias y debates, también la monogamia se está poniendo sobre la mesa. Aunque parezca un mal menor cuando nos estamos enfrentando al mismísimo Mal en mayúsculas –al capitalismo salvaje, a la precarización última de las vidas, a la destrucción del planeta, al auge del fascismo–, el sistema monógamo es una extraordinaria herramienta de control social que secuestra nuestra sexualidad y nuestros afectos y determina la manera en que construimos esos nuevos mundos a los que aspiramos. Y los construimos infectados con el germen mismo de las estructuras que queremos combatir.
En la base del secuestro está un ideal romántico que tenemos totalmente naturalizado. Bombardeadas desde el nacimiento mismo a través de todos los cuentos infantiles, de todas las películas, de toda la música, de toda la literatura que no han sabido poner en duda el modelo, sino que se han dedicado simplemente a narrar sus consecuencias, toda nuestra producción cultural está impregnada de monogamia, de patriarcado y de heteronormatividad. El amor y el desamor, que son lo mismo, al fin. La trama ultrasabida de chicx encuentra a chicx, flechazo, aparición de un tercer elemento en discordia, siempre en discordia, y dramón al canto. Y vamos naturalizando que el dramón es la única salida, la única respuesta, la única manera de vivir el amor.
Los “amores Disney”
Pero ese amor es una construcción totalmente interesada. Permitidme que rechace el término “amor romántico” y lo sustituya por “amores Disney”. Introducir la palabra romántico nos lleva directamente a las imágenes de cenas con velitas y fines de semana revolcándonos frente a la estufa. Y en nuestros mundos nuevos todas queremos velitas y revolcones. Tranquilas: el veneno no está ahí, sino en el siguiente paso, en la transformación de eso en un “amor Disney”. El amor Disney es un amor eterno, único y exclusivo. Una historia de cuento que, sin embargo, no nos hace inmunes al amor. Lo que debería ser una buena noticia, porque un mundo de personas inmunes al amor sería un infierno peor que el que vivimos, es una mala noticia porque entra en contradicción con eso que hemos aprendido a llamar amor. En la vida real nos enamoramos, amamos y seguimos enamorándonos a nuestro pesar de otras personas, seguimos sintiendo el latigazo de la pasión, de los deseos, de la curiosidad, seguimos cruzándonos con seres que nos conmueven. Y es ahí donde somos secuestradas. Donde nos negamos, nos prohibimos sentir. O prohibimos a las demás que lo hagan.
Si un sistema semejante no ha explosionado por sí mismo es porque, como buena olla a presión, tiene válvulas de escape. Hay dos principales: la mentira (o las verdades a medias) y la desvinculación. El adulterio de toda la vida, sobrellevado de muy diversas maneras, nos ayuda a vivir, sin duda, pero no hace más que alimentar el sistema, impidiéndonos plantarle cara. Sobre la desvinculación hablamos menos, pero es altamente nociva, pues atiende a nuestras pulsiones y pasiones negándonos el vínculo, convirtiendo a los seres con los que nos relacionamos en meros objetos de satisfacción. El usar y tirar. Es el capitalismo salvaje de los afectos. El amor libre, que nació como resistencia a la institución del matrimonio, se ha ido despolitizando para convertirse en una siembra de cadáveres emocional que tiene más que ver con una libertad neoliberal que con el amor.
El sistema monógamo es una herramienta de control social
que secuestra nuestros afectos
¿Cómo imaginar el amar fuera de este sistema de secuestro? Tal vez deberíamos empezar por definir el amor mismo. Es la primera pregunta que hago en los talleres #OccupyLove, y las respuestas siempre son semejantes: el amor es felicidad, es plenitud, es generosidad, es complicidad, es buen sexo, es cariño, es comprensión, es cuidados. Si el amor es todo eso estamos a un paso de cargarnos el sistema monógamo. Porque nada de eso lleva necesariamente a la monogamia. Ninguna de esas cualidades incluyen la exclusividad, la rabia, el dolor, la sospecha, la inseguridad, el control o la posesión. El amor es plenitud... el dolor y todo lo demás llega ante el temor de perder esa plenitud. Ante la amenaza.
En el sistema de pensamiento monógamo, los amores se excluyen los unos a los otros. Además, se jerarquizan los afectos, de manera que el amor único y sus derivados “naturales” (la pareja, la familia) tienen un estatus superior a otros afectos, como es la amistad. Y en la cúspide de esa jerarquía sólo hay un único espacio. Si desmontamos la jerarquía y proponemos un esquema horizontal, donde los afectos no se jerarquicen y los amores no se sustituyan, la amenaza desaparece.
Redes frente a monopolios
Pensar el amor, los amores, desde un esquema de redes afectivas, unas redes que aspiren a ese rizoma deleuziano que proponía sustituir los árboles (¿genealógicos?) por los infinitos campos de patatas, cambia todo el planteamiento de nuestras vidas. Pensar los amores desde lo inclusivo nos lleva a pensar el mundo desde lo inclusivo. La diferencia desde lo inclusivo. Desde la convivencia. Desde la suma y no la resta. Desde la cooperación.
En un esquema así, no hay jerarquías: los núcleos afectivos cambian y varían de intensidad, de frecuencia, de potencia, pero todos están interconectados, todos se alimentan entre ellos. En las redes, los amores no son desechados ni sustituidos, sino que se transforman, cambian de lugar o de configuración como cambia la vida misma, pero siguen formando parte del conjunto, de lo que somos. Las personas, los amores de nuestras amadas, reales o potenciales, no son amenazas, ¿por qué habrían de serlo si no son llamadas a sustituirnos?
Pensar el amor desde un esquema de redes afectivas cambia todo el planteamiento
de nuestras vidas
El amor, pensado así, se construye a cada paso. El amor no es el rayo que te parte, no es la flecha de cupido. Eso es la atracción. Una atracción que se puede convertir en infinitas maneras de relación. Y que descarga de la obligatoriedad y de la necesidad de ser “la mejor”. No hay contienda, no hay competición. No hay guerra. Si somos capaces de crear esta propuesta desde nuestra parte más frágil, que son los afectos, trasladarla a todos los demás aspectos de nuestra vida no debería ser tan complicado.
El capitalismo emocional
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