
“Ubicados en antiguos cuarteles, en islas o en viejas cárceles, los Centros de Internamiento de Extranjeros son un foco constante de problemas. La custodia de los mismos, realizada principalmente por la policía, consume enormes recursos económicos y humanos y nunca parece suficiente”.
Tras hacer un repaso de las fugas que han tenido lugar durante el último año y hacerse eco de las quejas de un sindicato policial sobre la falta de infraestructuras para convertir estos centros en verdaderas cárceles, los periodistas de sucesos de El País, Patricia Pérez Dolz y Francisco Javier Barroso, resumían en este párrafo su particular visión de problemática de los CIE.
Un problema de gasto, parece. De obras sin terminar y de falta de personal. De “puertas de apertura manual” y “ausencia de esclusas”. Logística con el factor humano de que la policía no da abasto.
En una cosa tienen razón los periodistas y está claro que les ha salido sin querer. Los CIE son "un foco constante de problemas". Para la democracia y los derechos humanos. Para los que han estado y están encerrados allí.
Estos centros son instalaciones en las que el estado encierra a personas por carecer de permiso de residencia. No tenerlo supone lo mismo que recibir una multa, una falta administrativa, aunque las consecuencias son bien distintas. Las personas que incurren en esta falta, evidentemente en contra de su voluntad, pueden ser privadas de su libertad.
Aunque existen desde hace más de 30 años, su funcionamiento no fue regulado hasta 2014, con lo que las organizaciones que vigilan sus prácticas definieron como “Reglamento de la Vergüenza”. Su uso se intensificó durante el último gobierno del PSOE y lo hizo asociado a una práctica cuya existencia siempre se ha negado desde el ministerio del Interior: los controles policiales basados en criterios raciales. Dichos controles han sido ampliamente documentados por colectivos como las Brigadas de Observación de Derechos Humanos o Amnistía Internacional.
Cualquiera los habrá visto por Madrid. A primera hora de la mañana, en una estación de metro camino del intercambiador desde el que salen los autobuses a Majadahonda o La Moraleja. La policía parando a la gente con aspecto de ser de fuera, probablemente de camino a sus trabajos. Hacer esto en lugar de ir a casa de los empleadores a preguntar por un contrato que regularizaría su situación es una decisión política por la que nadie ha pagado aún. Infundir miedo a salir de casa porque no sabes si podrás volver ha salido muy barato.
En uno de esos controles le pedían los papeles a Patricia a finales de noviembre de 2010. Vino de Nigeria y para entonces ya llevaba ocho años en Madrid. La pararon en Gran Vía y de ahí al CIE. Su hijo, de 10 años, se encontró con que no estaba al volver del colegio. La policía le dijo que no podía hacer nada y hasta que no consiguió contactar con la ONG Pueblos Unidos nadie se hizo cargo de él. Estuvo quince días sin saber cómo estaba y al salir y ver que a su hijo le extrañaba que llegase con la policía le dijo a su hijo que había estado “trabajando con ellos”.
Imina llegó de Ghana siendo menor y al cumplir los 18 años no pudo renovar su documentación. Residía en Cantabria, donde colaboraba con Cáritas dando talleres de manualidades a niños. Un día yendo a comprar material fue detenido y se le comunicó su orden de expulsión. Debía presentarse periódicamente en comisaría y a la tercera vez que lo hizo lo llevaron al CIE. "En el CIE nos tratan como animales. Hay policías majísimos y otros que ni te miran a la cara. No te dejan en paz. Te meten miedos. Y la gente ahí dentro no entiende nada".
Ibra, de Senegal, pasó tres años en la cárcel nada más llegar a España. Llevaba dos años trabajando sin contrato en un pueblo de Castilla y León cuando fue detenido e internado en un CIE. Resume su experiencia así: “"Yo llevaba bien estar en el CIE gracias a mis amigos del pueblo y las ONG. Pero quien no los tiene está muerto. Yo me pasé dos noches enfermo, dando golpes en la puerta, y no me hicieron caso. Si ahora me cogen para mandarme al CIE, prefiero la cárcel”.
Samba Martine pidió atención médica en el CIE de Aluche al menos en diez ocasiones. Había sido trasladada desde el CETI de Melilla por cuestiones de espacio. A pesar de sus requerimientos no se le realizó prueba diagnóstica alguna. 38 días después de llegar al CIE fallecía en el hospital 12 de Octubre por una infección asociada al VIH.
Según el doctor Santiago Moreno Guillén, jefe del servicio de Inmunodeficiencia del hospital Ramón y Cajal “La administración de tratamiento antirretroviral adecuado habría podido cambiar la evolución clínica al poder impedirse la aparición de infecciones oportunistas asociadas a la infección por VIH como es el caso de la criptocosis”
Son solamente cuatro casos pero hay muchos más testimonios parecidos. En los últimos tres años, unas 23.000 personas han sido encerradas en uno de los CIE, según los informes anuales de la Defensora del Pueblo. Al intento de medio centenar de las que conformaran la cifra de 2016 lo han llamado “motín”.
El director general de la policía, Ignacio Cosidó, ha declarado esta mañana que "no ha ha habido motín en la medida en que no ha habido violencia, no ha habido heridos". A pesar de que la palabra remita a eso, la RAE la define como “Movimiento desordenado de una muchedumbre, por lo común contra la autoridad constituida”. La autoridad constituida se merece movimiento. Ojalá la muchedumbre.
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