Las feministas tenemos conocimientos teóricos y apoyo social para identificar agresiones machistas. Esto debería facilitar enfrentarlas. Y probablemente lo facilite. Pero no es tan fácil. Cuando nos ocurren cosas, no siempre logramos responder.
Y claro que nos ocurren cosas. Muchas feministas hemos tenido (voy a hablar todo el rato en primera persona del plural, independientemente de si a mí me han pasado o no) compañeros sentimentales que nos han maltratado psicológicamente, que nos han presionado para tener sexo de forma habitual o que incluso nos han intimidado y agredido físicamente; excompañeros o examantes que no han atendido nuestro deseo de romper todo contacto con ellos y han seguido acosándonos; a casi todas (si no a todas) las feministas nos ha pasado que un desconocido nos diga una obscenidad, nos toque el culo, nos saque la polla o nos siga de noche por la calle y no hayamos podido responder; a muchas el jefe u otros hombres con poder de nuestro entorno profesional nos han tratado con lascivia y nos han hecho insinuaciones sexuales... Y esas son sólo algunas de las caras de la violencia machista que enfrentamos las mujeres, también las feministas.
Cuando una está sensibilizada, tiene la información y la red de apoyo, y aún así no sabe responder, se siente especialmente culpable. Es más, se siente avergonzada. ¿Cómo me ha podido pasar esto a mí?¿Cómo he podido permitirlo? ¿Cómo es que no he sabido pararlo? Si no denuncia, una se siente cobarde, muy cobarde. Un fracaso de feminista. Es rarísimo cuando te das cuenta de que, pese a ser experta en detectar expresiones de machismo y de dominación masculina en otras personas, te sientes incapaz de discernir si lo que a ti te ha pasado se puede calificar de agresión, de acoso, de abuso, de intimidación, de violación. Hablas con tus amigas feministas y lo ven claro. Hablas con tus amistades no feministas, que a veces te han reprochado que lo atribuyes todo al patriarcado, y también lo ven claro. Pides asesoramiento profesional y el análisis también es claro. Todo el mundo tiene meridianamente claro que eso que te ha pasado es una agresión, un abuso, acoso, intimidación, violación, menos tú.
En la cabeza se aturullan dilemas y discusiones internas (entre tu yo 'mujer socializada como tal en una sociedad machista' y tu yo feminista). Como por ejemplo:
- Insisto, no saber medir. Cada cinco minutos pasas de verlo tan claro como todo el mundo, a cuestionarte a ti misma: ¿En serio esto es tan grave como para llamarle agresión? ¿No es una palabra así como muy gorda?
- Sentir la tentación de no hacer nada, como si no hubiera ocurrido. A ratos prefieres confiar en que no va a volver a pasar. Te parece que si denuncias o respondes es echar más leña al fuego y no podrás cerrar lo vivido. Pero al mismo tiempo sabes que precisamente hasta que no sientas que hay reparación no vas a olvidar lo vivido.
- El dilema sobre si hacerlo público o no, si señalarle o no. Tu yo feminista piensa que es bueno desenmascarar a agresores. Tu yo “mujer socializada en el miedo” siente que no puede. No sabes exactamente poner palabras al miedo que te está paralizando. “¿Qué me va a pasar si le desenmascaro?” Y hay muchas respuestas: Que va a aumentar la intensidad de la agresión. Que no tengo pruebas o mi “caso” no es lo suficientemente “sólido” como para enfrentar un proceso penal o de otro tipo. Que me voy a sentir expuesta, juzgada, cuestionada. Que me siento pequeñita, y si el proceso me desgasta, me voy a sentir más pequeñita aún.
- Te preguntas si te estás victimizando. Al fin y al cabo, lo tuyo no ha sido una violencia cruda. ¿O sí? ¿La estás sobredimensionando? Una vez más, no sabes. ¿Te estás recreando demasiado? Escuchas una vocecita que dice: "Supéralo de una vez" (a veces esa vocecita es la de tu agresor cuando se ha sentido señalado). Pero, como leí recientemente en un reportaje sobre violencia sexual en Colombia, hasta que no hay reconocimiento y reparación, una sigue enquistada en la identidad de víctima.
- Confundes tu necesidad de reparación, de sentir que la agresión no ha quedado impune, con la sed de venganza. O piensas que una respuesta como la denuncia es desproporcionada. Que te estás pasando. Que no ha sido para tanto. Que si das un paso estás declarando la guerra. Que si declaras la guerra, no sabes con qué armas aparecerá el agresor.
Algo que me tiene muy inquieta (y no soy la única), es que son pocas las violencias denunciables por la vía penal, en una sociedad que sigue basando su respuesta a la violencia machista en el consabido "Mujer, no te calles, denuncia". ¿Dónde encuentras apoyo, reconocimiento y justicia si se trata de un delito no denunciable, porque no es una agresión física o una violación brutal sino una serie de actitudes que te han hecho polvo? Y la vía penal en sí misma es un martirio. Como decía antes, lo vivido te ha hecho sentirte pequeñita, pero el proceso te va a dejar diminuta. El pasado lunes ETB2 emitió un debate sobre violencia machista en la que una fiscal dijo algo que me pareció muy acertado: el gran error del sistema judicial español es que el proceso se inicia con la denuncia y ahí empieza todo; cuando la denuncia tendría que ser el último paso. Lo primero, sostenía, tiene que ser el empoderamiento. ¿Cómo vas a pedir a una mujer que acaba de sufrir violencia que salga entera (no te digo ya triunfante) de un proceso judicial extenuante, en el que le van a recriminar que su relato es confuso, que no recuerda algunas partes (porque fueron traumáticas y has intentado olvidarlas), o le van a acusar de denunciar en falso o a la ligera?
Una lectora de Pikara que me escribió a cuenta del reportaje 'Yo quería sexo pero no así', contándome que su ex la violó y que fue absuelto, me dijo: “Prefiero sufrir otra agresión que volver a tener un juicio”. Lucía Martínez Odriozola fue a su ciudad a entrevistarla. Pronto lo publicaremos en Pikara. Buf.
Hace unas semanas conocí a una chica que también sufrió una agresión sexual por parte de su ex, además durante unos encuentros de un movimiento social. La chica lo contó. Tuvo que escuchar cuestionamientos como: “No se te ve muy traumatizada” o “¿Y para qué te pusiste a dormir en bragas al lado de él?”. Es decir, los miedos que arriba comentaba no son irracionales. Sí, hablar va a iniciar un proceso que nos va a desgastar. Sí, nos vamos a sentir juzgadas, cuestionadas. Sí, esto ocurre a toda mujer que sufre violencia. Sí, también a las feministas. Pero la buena noticia es que sí que conocemos recursos, sí que podemos rebatir nuestros propios miedos y nuestras dudas, y sí que tenemos un entorno que nos va a apoyar, proteger y reafirmar.
Una compa feminista me contó el machaque psicológico que sufrió por parte de su excompañero sentimental. Comentamos que parece que todos hacen el mismo máster, porque se repiten mucho las estrategias de minar nuestra autoestima. Por ejemplo, acusarnos de no saber cuidar. Utilizar un gesto concreto (haberte dejado los cacharros sin limpiar, por ejemplo) para montar una escena en la que eres caricaturizada como un ser incapaz de cuidar. Si el macho tradicional decía que la cena está fría o que cocinas peor que tu madre, el nuevo macho te dice de formas más sentimentaloides que no se siente cuidado. El machaque es el mismo. Por muy feminista que seas, te sientes una mala esposa, un fracaso como mujer.
Pero además esos machaques disfrazados no son denunciables. Porque el agresor ha sido hábil y ha hecho las cosas de forma que desde fuera nadie vería nada extraño, pero tú has sentido claramente que las acciones estaban pensadas para hacerte daño, para minar tu autoestima, para meterte miedo, para hacerte dudar de ti misma. Hay formas de maltrato que no se pueden explicar en un juicio ni se pueden describir en un comunicado. Quien ha tenido una relación sentimental sabe cómo hacer daño sin dejar marcas. A veces hasta deseas que hubiera una bofetada, un insulto o una amenaza explícita para poder agarrarte a ella, para que nadie dudase que eso que has vivido es maltrato. Aunque lo perverso sería que esa bofetada, insulto o amenaza aislada contaría más que la acumulación de daños cotidianos irreparables.
Unos agresores especialmente hábiles y legitimados por su entorno son los que participan en movimientos sociales. No cabe en la cabeza que ese militante ejemplar, que se declara profeminista y que habla en femenino plural, pueda ser un maltratador, acosador o violador. No cuadra por ningún lado. Así que o se etiqueta como un conflicto privado que no hay por qué abordar como colectivo o se cuestiona a la víctima. Hasta ahora percibía que se hablaba poco de esto. Que las feministas comentábamos lo que nos pasaba entre pasillos. Que cuando se daba una agresión “grave” y la activista agredida denunciaba, el proceso transcurría de forma interna. Que no hay un debate serio sobre este tema. En el último año han pasado algunas cosas, que considero buenas noticias para ir desgastando la impunidad de los machos de izquierda:
- Compañeras como Alicia Murillo o Brigitte Vasallo han publicado posts sobre los llamados machirulos infiltrados. Es curioso que el vídeo de Alicia ha enfadado a algunos que, al verse retratados, han clamado que se trataba de una venganza personal. Ojalá tuviéramos a uno solo en la cabeza y no los contásemos por decenas.
- Mujeres que han vivido agresiones en contextos asociativos, lo han contado, como el caso en el Veganqueer.
- Una compañera vasca ha iniciado una tesis doctoral sobre cómo se gestionan las situaciones de violencia machista dentro de los movimientos sociales. Aún es pronto para contar más (si alguna mujer de Bizkaia que haya vivido o asistido a un caso de violencia machista dentro de un movimiento social quiere compartirlo con ella, que se ponga en contacto conmigo), pero ella me ha recomendado otra tesis doctoral relacionada, la de Bárbara Biglia.
Este año el lema de la manifestación del 25 de noviembre en Bilbao ha sido: "No quiero sentirme valiente, quiero sentirme libre". Me ha gustado porque no es manido y hace pensar. Hay que darle un par de vueltas, pero lo entiendes, te atraviesa el cuerpo. Las mujeres seguimos cargando el peso de saber enfrentar las agresiones machistas. Se nos pide que no callemos, que denunciemos, que digamos 'no' alto y claro, que perdonemos, que pasemos página... Por muy hostil que sea el contexto, por muy vulnerables que nos sintamos, tengamos o no recursos y apoyo. Así que no, no quiero ser valiente, quiero ser libre. Vivir libre de agresiones machistas para no culparme por no saberlas enfrentar siempre.
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A partir de ahora escribiré aquí, porque Diagonal es una casita virtual en la que creo que me voy a sentir muy a gusto. Si quieres saber de dónde he salido, puedes pasarte por mi anterior blog, en Gente Digital.
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Periodista. Transfeminista. Si no puedo perrear, no es mi revolución.
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