La cortesía consiste en mostrar la consideración hacia el otro en el mismo acto en que nos comunicamos con él. Como el comportamiento cortés contrarresta y previene la violencia, sus expresiones se han considerado parte del proceso civilizatorio. El tacto supone un grado más en la penetración del ánimo cortés dentro de las relaciones humanas, y trata de proteger lo que E. Goffman denominó la “cara” del otro, es decir, su pretensión de ofrecer una imagen positiva, evitándole por ende el sentimiento de vergüenza. Se explica en la película Los besos robados de F. Truffaut: “Un caballero empuja la puerta de un cuarto de baño y descubre a una dama enteramente desnuda. Retrocede inmediatamente y cierra diciendo: ‘Oh, perdón, señora’. Eso es cortesía. El mismo caballero empuja la puerta, descubre a la misma dama desnuda y dice: ‘Oh, perdón, señor’. Eso es tacto”. Al entenderlo como una expresión más de la “vida dañada” por el capitalismo, el tacto mereció las reprimendas de Th. W. Adorno: “El tacto emancipado y puramente individual se convierte en simple mentira”. Pero se admitirá enseguida que este andrajoso estilita lo reivindique con nostalgia desde la ultradañada vida de hoy.
La actitud antagónica del tacto es el recochineo, el “ensañamiento o refinamiento añadidos a una acción con que se molesta o perjudica a alguien”, según María Moliner. Si el tacto es un segundo grado de la cortesía, el recochineo lo es del agravio. Se recochinea Javier Fernández-Lasquetty, consejero madrileño de Sanidad, al mofarse de la mayor movilización del sector sanitario acaecida en este desdichado país. Y también el ministro Wert, con las bravatas más obtusas, contra la generalizada irritación que provoca su política deseducativa. Si la cortesía, y aún más el tacto, eran expresiones civilizatorias, el recochineo de los poderosos no es sino indicio de su creciente adhesión a la barbarie. Y de la cobardía de una táctica de provocación que, no invitando sino al ejercicio desesperado de la violencia, se ampara en la del estado policial que ellos mismos regentan. Eso sí, como demócratas.
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Gonzalo Abril es el seudónimo literario de Paulino el Estilita, un anacoreta que se mandó mudar a lo alto de una columna después de ver cierta película de Buñuel, de estudiar el Libro de Job y de caer en la cuenta de que llevaba ya mucho tiempo habitando en medio de un desierto, el desierto de lo real. No vive aislado ni atrapado en red social alguna. Se mantiene en contacto con otros hermanos estilitas, como Wenceslas el Severo, su único lector conocido, que frecuentemente discrepa de sus opiniones. Se mantiene también, en el sentido alimenticio, de pura lechuga. Sobra decir que aborrece el mundo del que, por ello mismo, se considera contemporáneo.
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