Los anacoretas sufrimos enormes privaciones: ya se trate de emparedados, que pasan sus días encerrados en un ínfimo cubículo, de subdivales que viven a la intemperie y duermen allá donde les sorprende la noche, como las liebres, de dendritas que habitan en las copas de los árboles, o de estilitas que ocupamos la angosta superficie de un alto capitel, nuestra vida es un pequeño infierno, aunque elegido. Diré mejor: un simulacro o anticipación del inferus que a modo de mitridatismo nos previene y vacuna de los males mayores del infierno pleno y no elegido. Aun cuando muchos pensamos, con Orígenes, que el luminoso día de la apocatástasis todos los humanos, pecadores y no pecadores, seremos igualmente redimidos.
En Doktor Faustus, Thomas Mann propone una descripción moderna del infierno. Moderna porque no se refiere al espacio físico, como en La divina comedia, ni a los tormentos, como en tantas imágenes medievales de los condenados, sumidos en calderas hirvientes o colgados de los pies o de los genitales, sino que proporciona más bien un retrato moral y político del infierno. En él, el ultraje y la ignominia son parte integrante del tormento, el infinito sufrimiento se desprecia infinitamente, con “gestos burlones y risas estentóreas”. Los males del infierno son “totalmente insoportables y eternamente soportados”, amén de escarnecidos. Y los condenados, no por padecer las mismas calamidades llegan a formar una comunidad. Aun más: se odian y desprecian unos a otros, y las palabras más sucias salen de los labios de “aquellos que en el mundo solían emplear el más fino lenguaje”.
¿No se reconoce la vida misma a la que hoy se condena a la mayoría de los vivos? ¿Las palabras sucias del infinito desprecio –“¡que se jodan”!– no salen de los labios educados en el fino lenguaje de los colegios más caros? El desdén de unos por otros –de los ocupados por los parados, de los autónomos por los funcionarios, de los autóctonos por los extranjeros–, ¿no es el resultado de una estrategia diabólica?
Y sin embargo, se dice que la puerta del infierno sólo se cierra por dentro…
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Gonzalo Abril es el seudónimo literario de Paulino el Estilita, un anacoreta que se mandó mudar a lo alto de una columna después de ver cierta película de Buñuel, de estudiar el Libro de Job y de caer en la cuenta de que llevaba ya mucho tiempo habitando en medio de un desierto, el desierto de lo real. No vive aislado ni atrapado en red social alguna. Se mantiene en contacto con otros hermanos estilitas, como Wenceslas el Severo, su único lector conocido, que frecuentemente discrepa de sus opiniones. Se mantiene también, en el sentido alimenticio, de pura lechuga. Sobra decir que aborrece el mundo del que, por ello mismo, se considera contemporáneo.
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