Culturas
Comentarios de un estilita
03
Dic
2013
19:44
La agonía de la universidad
Por Gonzalo Abril

No se trata sólo de tasas y becas. No sólo de la restauración de un escandaloso modelo clasista de acceso a los llamados estudios superiores, por importante que ello sea. Por fin la universidad va a ser confiscada, desnaturalizada y vendida en el desguace, como el resto de los bienes y servicios públicos.
Cierto que mucho antes del actual gobierno de los exterminadores, al menos desde las reformas felipistas, se le vino inoculando una competitividad feroz, la lucha molecular de todos contra todos, se desactivó el sentido del interés colectivo y del servicio público. En la universidad ha triunfado el modelo neoliberal no como sistema de gestión de las cosas, sino como metodología de domesticación de las personas, lo que es mucho más importante. Y la gran mayoría de su profesorado, y gran parte de su alumnado, son ya especie doméstica.
Una de las primeras piezas que abatirá la actual contrarreforma educativa es la posibilidad misma del metadiscurso, es decir, de esos discursos críticos que, aunque siempre han proliferado precariamente y amenazados por la institución, se han mantenido en la universidad pública durante el último siglo. Para asegurar la operación se restringe al límite la enseñanza de la filosofía en la secundaria. Es muy fácil de entender: ni la empresa privada ni los organismos de la administración, ni el mercado ni el estado, tienen interés alguno en sostener discursos críticos. Lo que la contrarreforma neoliberal ha logrado es justamente lo contrario: importar los discursos y las prácticas instrumentales de las corporaciones privadas y de la administración. El gerencialismo, la razón administrativa, vienen a regular eso que eufemísticamente se denomina “la relación de la universidad con la sociedad”, y por lo que refiere a la regulación interna (la evaluación de planes y programas, de la aptitud del profesorado, de la investigación) se impone el discurso de la calidad, tomado del quality management empresarial, que significa justamente lo contrario de la calidad: es el discurso que legitima la total subordinación de la calidad a la cantidad. Que una práctica docente sea innovadora, creativa y democrática es un gran peligro. Lo que importa es satisfacer las variables formales de los formularios: número de horas, de cursillos, de páginas, de herramientas informáticas. Mientras la pedagogía crítica y constructivista del siglo XX aconsejaba recurrir a procedimientos como la narración y a desarrollar un contexto “comunitario” en la práctica docente (la llamada “comunidad pedagógica”), la contrarreforma del turbocapitalismo dictamina lo contrario: por un lado la primacía de las cuentas sobre los cuentos, de los números y reglas formales contra los saberes discursivos (que son, por cierto, también los saberes populares, cotidianos, comunes), de la abstracta productividad sobre la creación concreta. Y por otro, la disolución de la comunidad pedagógica, o de lo que de ella hubiere, en “equipos de formación” (no de “educación”), con amplios espacios de trabajo individualista y generalmente trivial. El actual sistema de trabajo no es más que una preparación masificada para la “sociedad de proyectos” del nuevo capitalismo, de la que hablan Boltanski y Chiapello.
A la hora de programar, a lxs docentes se les obliga a rellenar formularios sobre “competencias”, “destrezas” y otras memeces burocráticas en los que se puede llegar a afirmar, por ejemplo, que un/a estudiante de doctorado en Farmacia debe tener conocimientos farmacológicos. Como si hubiera que indicarle a un amigo que nos ha visitado: “gracias por no llevarte las toallas del baño”. Es la banalidad y la estupidez ocupando el lugar de la razón pedagógica.
Por lo que se refiere a la producción científica, y según analizan los especialistas, hasta mediados del XX prevaleció un “contrato social” respecto a la ciencia que fue progresivamente erosionado hasta degenerar, con el neoliberalismo de los ochenta, en una colonización de la investigación universitaria por parte de los intereses privados y de nuevos contextos de producción tecnocientífica. Los estudios sobre el genoma humano son quizá el ejemplo más evidente de esa involución mercantil. En nuestro días se habla ya de una “ciencia post-académica”, externalizada de la universidad, que se rige por el rendimiento comercial y por las políticas de relaciones públicas (así lo explica Miguel Alcíbar).
¿Qué decir de los modos en que se evalúa la investigación universitaria en nuestros días? Como es bastante conocido, por encima del posible valor intrínseco de lo publicado, para las “agencias de evaluación de la calidad” prevalece la supuesta importancia del lugar donde se publica (revistas “indexadas”, cuyo ranking es también objeto de disputas comerciales) o los llamados “índices de impacto”. Es lo que copiaron de la universidad los diseñadores del algoritmo de búsqueda de Google: una página es tanto más relevante cuanto más se la cita. Con estos criterios de valoración, la mayoría de lxs grandes maestrxs del pensamiento y de la ciencia de los siglos pasados habrían sido expulsados sin contemplaciones de los actuales rankings de investigación.
José Martí, el exquisito escritor y heroico luchador por la independencia de Cuba, escribió a finales del XIX sobre la escuela en Nueva York, donde vivía y trabajaba como periodista. El sistema escolar norteamericano, decía Martí, alimenta una “idea mezquina de la vida” que funciona como una “carcoma nacional”.
Nuestra contrarreforma universitaria actual está inspirada en el modelo norteamericano, debo precisar, en lo peor del sistema norteamericano, y por eso también tienen alguna vigencia las palabras de Martí: “Los hombres no se detienen a consolarse y ayudarse. Nadie ayuda a nadie. Nadie espera en nadie (...) Todos marchan, empujándose, maldiciéndose, abriéndose espacio a codazos y a mordidas, arrollándolo todo, por llegar primero. Sólo en unos cuantos espíritus finos subsiste como una paloma en una ruina, el entusiasmo (…) Colosales hileras de dientes son estas masas de hombres. Aquí se muere el alma por falta de empleo”.
 
 

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Gonzalo Abril

Gonzalo Abril es el seudónimo literario de Paulino el Estilita, un anacoreta que se mandó mudar a lo alto de una columna después de ver cierta película de Buñuel, de estudiar el Libro de Job y de caer en la cuenta de que llevaba ya mucho tiempo habitando en medio de un desierto, el desierto de lo real. No vive aislado ni atrapado en red social alguna. Se mantiene en contacto con otros hermanos estilitas, como Wenceslas el Severo, su único lector conocido, que frecuentemente discrepa de sus opiniones. Se mantiene también, en el sentido alimenticio, de pura lechuga. Sobra decir que aborrece el mundo del que, por ello mismo, se considera contemporáneo.

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