Culturas
Comentarios de un estilita
03
Mar
2013
19:47
¿Hansel y Gretel?
Por Gonzalo Abril

Durante mucho tiempo fue preciso dar valor a la ficción, a la “verdad de la ficción” cinematográfica, literaria o de cualquier otra clase, para compensar el apabullante prestigio de los “discursos de lo real”: la historia, la información, el documental. La ficción aportaba tradicionalmente un complemento valioso, pero epistémicamente inferior, a los discursos que dicen representar la realidad y el acontecer “tal cual se dan”. Sin embargo la teoría de Aristóteles, en la Poética, avalaba la autoridad de lo ficticio, pues por ofrecer un relato verosímil de lo necesario o de lo posible (es decir, lo que no puede ser de otro modo o de lo que de algún modo puede ser) promete mayores provechos normativos, políticos y morales que el relato de aquello que simple y contingentemente acaece. Este último, el propio de la historia, el de la información moderna, por su singularidad y eventualidad difícilmente puede trascender ni convertirse en fuente de valores o de criterios universales: “de ahí que la poesía sea más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía narra más bien lo general, mientras que la historia, lo particular”, escribió el filósofo.
Hoy, contrariamente a la época de supremacía del positivismo, conocemos una inflación y revalorización de lo ficcional que incluso amenaza con desestabilizar las fuentes tradicionales de la construcción del sentido de la realidad, del sentido de la memoria y de la historia. Dicho en otros términos: ya no se trata de que lo ficcional haya recobrado autoridad, sino de que ha venido a suplantar a la realidad bajo las formas del simulacro, de la usurpación o de una anticipación perversa. En los noventa Marc Augé escribió que “el mundo está penetrado por una ficción sin autor” y denunció la tendencia a la implantación de una “ficción-imagen” que debe su existencia a la simultánea liquidación de lo imaginario colectivo y de la ficción, de la historia y del autor. La televisión habría sido el aparato logístico fundamental en ese desplazamiento, conforme al cual la ficción ya no imita a lo real, sino que lo real reproduce la ficción.
Y este punto de vista se ha convertido casi en lugar común a la hora de analizar, por ejemplo, el marco imaginario de los atentados del 11 de septiembre de 2001, anticipado por muchas películas de los años anteriores. Con el derribo de las Torres Gemelas la información audiovisual pasaba a convertirse, en cierto modo, en el dejà vu de las rentables pesadillas y paranoias de la ficción hollywoodense. Aunque ya desde la Guerra del Golfo de 1991 se había hecho patente que ese nuevo imaginario ficcional iba a determinar la información televisiva de los años siguientes. Si las ficciones catastrofistas habían suministrado el marco del efectismo visual y del sentido apocalíptico de las imágenes del 11S, éstas a su vez servirían de matriz para posteriores relatos ficcionales y para reactivar en el dominio de la ficción los valores patrióticos, los miedos, los consecuentes imperativos de la seguridad movilizados a partir de los atentados de Nueva York y Washington. En ese bucle, la ficción viene a activar la clase de información que a su vez puede realimentar el rol simbólico y político de la ficción.
Pero quizá, más que de una novedad, se puede hablar de una tendencia de fondo, tan antigua como la cultura de masas, a la apropiación por parte de las industrias del entretenimiento, de la visualidad y del espectáculo, de los resortes de la construcción de lo público, del principio de realidad y del “sentido común”. Y de la asimilación, por parte de la industria de la información, indiferenciada de aquellas en el régimen monopolístico multimedia de nuestros días, de los recursos imaginarios de la ficción, del espectáculo y del principio del placer. Ya Edgar Morin, en su genial El espíritu del tiempo, uno de los grandes ensayos sobre la cultura de masas de los años sesenta, habló de la relación entre ficción e información, entre imaginación y realidad, como “vasos comunicantes”: la cultura de masa está animada por este doble movimiento de lo imaginario remedando a lo real, y de lo real tomando la apariencia de lo imaginario.
Žižek  afirma que en nuestros días la verdad “tiene la estructura de una ficción” y hay que reconocer en la realidad “real” el ingrediente de ficción que comporta. Las fotografías de los prisioneros de Abu Graib podían evocar muchos sustratos ficcionales: “las propias posiciones y las vestimentas de los prisioneros recordaban cierta escenificación teatral, una suerte de tableau vivant que por fuerza nos trae a la memoria el arte de la performance norteamericana en toda su amplitud y el “teatro de la crueldad”, las fotografías de Mapplethorpe, las extrañas escenas que aparecen en las películas de David Lynch”.
Hoy se trata de algo más que una mera infiltración del discurso de la ficción y el entretenimiento en los discursos de la información. Lo que está en juego es toda una nueva estructuración de la cotidianeidad y de las formas de percepción y valoración más comunes, atravesadas también crecientemente por los discursos mediáticos. Los hábitos y disposiciones que orientan nuestra experiencia cultural en el mundo doméstico e inmediato de cada día han sido intensivamente trabajados por la cultura de la ficción audiovisual, de tal forma que lo cotidiano ya no es exterior a la experiencia mediática.
En este marco, la posibilidad de discriminar el sentido de “lo más próximo” y local, propios del discurso informativo, y lo "maravilloso" y “no comprensible de suyo”, propios de la narración (según la contraposición que propuso Walter Benjamin en El narrador) se hace cada vez más difícil. El mundo inmediato está massmediatizado. Y así vivimos realizados en la ficción del mismo modo que vivimos integrados en el apocalipsis.
Discúlpeme la suave lectora/lector lo que seguramente no es más que un desahogo, o una pasajera ofuscación derivada de la enardecida escritura de los párrafos anteriores, o finalmente otro dejà vu: ante el cartel de la nueva película sobre Hansel y Gretel, niños inocentes que devienen implacables cazadores de brujas, me he sobrecogido como Marion en la ducha del motel Bates: por un instante he reconocido los rostros de Rosa Díez y Toni Cantó.

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Gonzalo Abril

Gonzalo Abril es el seudónimo literario de Paulino el Estilita, un anacoreta que se mandó mudar a lo alto de una columna después de ver cierta película de Buñuel, de estudiar el Libro de Job y de caer en la cuenta de que llevaba ya mucho tiempo habitando en medio de un desierto, el desierto de lo real. No vive aislado ni atrapado en red social alguna. Se mantiene en contacto con otros hermanos estilitas, como Wenceslas el Severo, su único lector conocido, que frecuentemente discrepa de sus opiniones. Se mantiene también, en el sentido alimenticio, de pura lechuga. Sobra decir que aborrece el mundo del que, por ello mismo, se considera contemporáneo.

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