«Porque cada noche —todas y cada una de las noches — Lolita se echaba a llorar no bien me fingía dormido». Humbert Humbert, el auténtico diseccionado, al fin y al cabo, no se engañaba. Más adelante, en su memoria-confesión recuerda: «Lolita. Tú me mirabas con un gris signo de interrogación en tus ojos. “Oh, no, otra vez no!”… “Déjame en paz, por favor”, exclamabas. “Por el amor de Dios, déjame en paz”».
Ni siquiera la excepcional destreza narrativa y el juego de perspectivas que utiliza la exquisita sensibilidad de Nabokov son suficientes para poner patas arriba ese cruel enjambre de prejuicios sociales que sanciona los abusos. Cierta mirada instalada en una oportuna definición de la violencia sexual y de su víctima. Ya sabemos que si hablamos de literatura sería un verdadero crimen defender la existencia de una interpretación correcta, pero la zanjada definición que la RAE hace de «lolita», aquella niña de doce años llena de vida cuyo rastro persigue Nabokov hasta verla convertirse en una sombra de mujer, triste y prematuramente vieja, es demoledora: «Mujer adolescente, atractiva y seductora». Salvo que el atrevimiento del académico de la RAE se deba a que en realidad no ha leído el libro, debería ser difícil comprender este ejemplo de inmunidad al abuso perpetrado contra otro ser humano, en este caso contra una niña que juega, luego vive. En todo caso, no es mi intención plantear un debate literario, sino poner un ejemplo del modo en que la unilateralidad de la mirada del poder consigue imponerse hasta hacer omisible lo más obvio.
El seguimiento por parte de la mayoría de los medios de comunicación de lo ocurrido en la feria de Málaga el 18 de agosto reúne no pocos de los elementos de la perniciosa insensibilidad a la que me refiero, y ni un solo elemento informativo relevante para acercarse a lo ocurrido, dejando a un lado la exposición acrítica de todos los ingredientes clásicos del manido relato sexual machista (véase —o mejor vomítese sobre— la entrevista con los jóvenes en Antena 3) y su focalización en el reparto de culpas, la presunción de inocencia, etc.
Los medios digitales Público y El Diario.es tampoco han sido más cabales. Parapetados en un simulacro de distanciada objetividad, han anunciado sin atisbo de extrañeza el dramático final de la historia, la condena a diez meses de prisión por falsa denuncia impuesta a la joven mujer que, encontrada en la calle llorando, refirió haber sufrido una agresión sexual por parte de cinco jóvenes. El único debate al que se ha dado cabida ha sido el que se refiere a la idea acuñada de «sexo consentido»; y, según se cita, la mujer en el juzgado «reconoció» que fueron relaciones sexuales consentidas. Fin de la noticia.
Así pues, apenas superada la idea del «sexo provocado» que solía traerse a colación de las agresiones sexuales, se aplica ahora a las mismas en el ámbito judicial y periodístico este otro calificativo tenebroso: consentido. La RAE es, en este caso, igualmente esclarecedora. En cualquiera de sus acepciones, la definición no tiene desperdicio desde una perspectiva politizada, feminista, si se habla de sexualidad femenina: «Permitir algo o condescender en que se haga; otorgar, obligarse; dicho de una cosa: soportar, tolerar algo, resistirlo; dicho de una cosa: resentirse, desencajarse, principiar a romperse».
El sexo —periodistas y juristas deberían saberlo— no es algo que se consienta, que se tolere en el propio cuerpo, desligado de disposiciones subjetivas, que se padezca coactiva o voluntariamente (salvo en el marco de relaciones pactadas con otra finalidad distinta al sexo, como la económica). Cuando se tratan cuestiones relativas a agresiones sexuales, ni se provoca, ni se consiente. El sexo se desea y se practica de manera deseante («apetito sexual», de nuevo la RAE). Sean cuales sean las prácticas preferidas.
El tratamiento periodístico y judicial que ha recibido el caso se basa, reproduce, incide sin fisuras en la ausencia absoluta de reconocimiento de la sexualidad de esta mujer y la reafirmación obscena de una lacerante forma de sexualidad que ya conocemos (impulsiva, irrefrenable, violenta) en los jóvenes de marras. Y la cuestión determinante, vienen a decir en resumen, es si ella se dejó o no se dejó.
En otro caso, si todos estos profesionales no hubieran asumido ese orden de cosas, sino que se estuvieran refiriendo al inverosímil supuesto de que una mujer de 20 años, después de haber trabajado toda la noche en la feria, sintiera un deseo irrefrenable de mantener relaciones sexuales con un grupo de desconocidos hasta que le desgarrasen sus genitales, rodeada por un corrillo de testigos mientras se grababa con un móvil, y hubiera tenido la suerte de encontrarse justo con los individuos dispuestos a hacer realidad ese deseo, ¿no cabría preguntarse, al menos, qué hacía llorando sentada en la acera después de haberlo logrado, sin haber sido acompañada a un centro médico —ya que había sufrido un desgarro genital—, y qué la llevó a describir lo ocurrido como una agresión sexual, acusando a sus complacientes compañeros de juego?
Desde el punto de vista jurídico, las lagunas son flagrantes. En primer lugar, los elementos recogidos en las resoluciones judiciales para determinar el archivo de la denuncia inicial y la condena final de la denunciante guardan más relación con la rancia jurisprudencia del sexo provocado que con cualquier enfoque legal posterior en la materia (de ámbito estatal o internacional). La existencia de contradicciones en la declaración de la joven como elemento que pueda ser más determinante que la rocambolesca historia voceada por los jóvenes, ignorando un posible contexto de reprobación social hacia ella (con el patriarca de la asociación vecinal encabezando los vítores y aplausos a los jóvenes implicados a su salida de los juzgados ante las oportunas cámaras de TV), u otras diferencias de poder (el género, el número de posibles agresores, la edad de la denunciante o el contexto cultural); y, sin embargo, valorar como indicios más consistentes de la prestación de su consentimiento el hecho de que la joven hubiera hablado o intercambiado bromas con los denunciados durante su trabajo previo en un puesto en la feria, o se hubiera ido voluntariamente con ellos al terminar su jornada, o se hubiera hecho una foto sonriente con dos de ellos, o incluso que exista una secuencia de vídeo en que aparece manteniendo relaciones sexuales. Nada impide que puedan haber concurrido todas estas circunstancias y además haber finalizado en un episodio de violencia sexual.
En segundo lugar, todo lo relativo al derecho a la asistencia jurídica de esta mujer es igualmente desconcertante. Una cosa es que una persona denuncie unos hechos delictivos y que por cualquier circunstancia no existan elementos suficientes para condenar a nadie con unas garantías mínimas, y otra, muy distinta, es que no solo no se consideren probados los hechos, sino que además se proceda a la condena por denuncia falsa. Esta distancia tan grande entre una y otra situación (comprensible, pues la presunción de inocencia es fundamento de nuestro sistema jurídico) solo se explica jurídicamente por el hecho de que la joven, en un acto de inmolación judicial, declare que su intención era esa: denunciar a sabiendas de su falsedad a personas que sabe inocentes. Al parecer, sus manifestaciones en calidad de denunciante (donde no se prescribe la presencia de abogado ni la información sobre sus derechos) conllevaron que por parte de la misma juez, la fiscalía y el abogado de los acusados, se adoptaran medidas para iniciar un procedimiento inverso que finalizó con su condena, con la conformidad de todas las partes, incluida la joven. ¿Gozó esta de todos los mecanismos de defensa a su alcance? Incluso aceptando el resultado de las actuaciones judiciales y que ella cometiera el delito del que se le acusa, ¿era plenamente conocedora del derecho que asiste a todas las personas de no declarar en su contra o a no declararse culpable, dado que su condena solo es posible por su propia declaración?
Además, es condenada a pesar de que no acudió a la comisaría por iniciativa propia, sino que fue hallada por dos policías que aplicaron el protocolo de agresiones sexuales (algo que matizaría su intencionalidad a la hora de cometer un delito de denuncia falsa) y a pesar de declarar que denunció por miedo a la difusión del vídeo que los jóvenes grabaron (lo que también matizaría notablemente su culpabilidad, pues habría sido movida por el temor a ser víctima de otro delito). Todo ello teniendo en cuenta que, en virtud del artículo 191 del Código Penal, en la investigación de delitos de violación, el perdón de la víctima no extingue la acción penal ni la responsabilidad. ¿Una actuación jurídica responsable, de la jueza o del fiscal, máxime ante la repercusión mediática que habían alcanzado los hechos, no hubiera detectado elementos suficientes para dilatar las diligencias de instrucción y agotar las vías de investigación, en lugar de deducir testimonio y condenar a la joven denunciante? ¿Una defensa mínimamente razonable de la joven no hubiera encontrado otras vías jurídicas antes que la conformidad con su condena? ¿Por qué esta inmolación pública y judicial?
De otro lado, desde el punto de vista periodístico*, las lagunas legales anteriores bastan para justificar la exigencia de un mayor esfuerzo informativo sobre los hechos ocurridos. Público se contentó con una aséptica noticia sobre el cierre del caso ante el reconocimiento por la joven de que había practicado sexo consentido. El Diario.es publicó un artículo concienzudo sobre el políticamente correcto tema de la presunción de inocencia de los jóvenes y la existencia de juicios paralelos en los medios de comunicación, y en el que el cierre del caso con una condena a la joven por denuncia falsa confirmaría la basura del periodismo imperante al haber condenado inicialmente a los jóvenes. Eso sí, ambos medios habían dado sonada publicidad, dentro de los cánones de lo políticamente correcto, a las declaraciones del alcalde de Málaga el día posterior a los hechos, quitando hierro a que se hubiera cometido una violación en la feria. En todo caso, la sentencia final sirvió para zanjar todas las preguntas que ambos medios pudieran hacerse. Cabe preguntarse por qué no relacionaron el caso, por ejemplo, con la publicación, hace precisamente unas semanas, del informe Hidden in Plain Sight: A statistical analysis of violence against children del Fondo Internacional para la Infancia de UNICEF que concluye, entre otras cosas, que tanto los menores como las mujeres víctimas de agresiones callan la voz porque no esperan ser escuchados y puede más su temor a los mecanismos sociales de castigo cuando lo hacen. O la reciente aprobación en California, precisamente diez días después de los hechos, de una Ley en materia de violencia sexual que profundiza en aspectos relativos al consentimiento y por fin sanciona que solo sí es sí.
Sin embargo, no es solo un problema de tratamiento judicial o periodístico, que también (solo hay que pensar en la situación de la protagonista de esta historia, muda, invisible y, además, condenada). El caso de Málaga pone asimismo sobre la mesa un problema complejo cuya expansión es inversamente proporcional al desabastecimiento progresivo de los servicios sociales y de todo el tejido social sensible y activo de nuestras ciudades. Las políticas de juventud, o el funcionamiento de los servicios sociales, que no es que fueran lo más deseable entre otras cosas por la volatilidad que han revelado, dieron amparo institucional a un terreno difuso entre la administración y la participación social que permitió la actuación de diversos agentes conocedores, comprometidos e insertos en los territorios. Un ámbito que llevaba en sí un impulso transformador que desde los tiempos de la dictadura había actuado tanto desde dentro como desde fuera de los dispositivos institucionales de intervención social, logrando que empezaran a calar esos otros discursos, referencias y experiencias capaces de cuestionar, entre otros, los roles sexistas establecidos; y de abordar o al menos identificar la suma de circunstancias que ayudan a entender casos como este, en su mucha o poca complejidad.
El caso de Málaga es también una consecuencia de este abandono. Y el abandono, como la cobertura mediática de esta noticia, es una llamada directa a la movilización de todas aquellas personas que pensamos la política como un lugar privilegiado para desplazar el eje del poder desde el que se desarrollan, o abandonan, políticas públicas que condicionan nuestras vidas. Unas vidas que no queremos consentir, sino protagonizar. ¿Asunto cerrado?
*El hecho de nombrar a publico o eldiario.es para señalar un tratamiento "incompleto" y "parcial" de una información no pretende ser una desacreditación del papel de estos medios, sino todo lo contrario. Interpelarlos supone también decir que su emergencia en el panorama periodístico de este país han sido un necesario soplo de aire nuevo. La crítica - en este caso desde el desacuerdo - parte de su reconocimiento como referente informativo.
Ane Varela
Grupo de Estudio Buen Vivir/Fundación de los Comunes
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