Foto Enrique Dans
Si el país lo necesita, vería con buenos ojos una gran coalición
de gobierno: un Ejecutivo del PP apoyado por el PSOE, o al revés.
Lo decía hace unos días Felipe González. «Felipe», antes que González. ÉL, que hasta que no caiga definitivamente el tinglado transicional pasará por ser el gran estadista español. ÉL, hijo poco aplicado de un empresario sevillano, conocido en las milicias universitarias por ser el único que llegaba en coche cada verano. ÉL, cuyo único mérito en el antifranquismo fue el de haber sido detenido apenas unas horas. ÉL, que, con sus clánicos compañeros de la «tortilla», supo hacerse con las siglas de un partido hecho jirones, despilfarrando lo que todavía quedaba de herencia. ÉL, que, al fin y al cabo, codirigió el cambio sin traumas de la transición del tardofranquismo a la postransición, ambos anclados en la misma clase media timorata y modernizante. ÉL, que en un solo año cambió la pana de oposición por la seda de gobierno; y que en ese mismo año nos llevó del «OTAN de entrada No» al sencillo e impúdico «Sí». ÉL, que mientras apretaba el botón de la reconversión, de los GAL, del encarcelamiento de los insumisos, daba pábulo y prebenda a la jet bancaria y su escaparate marbellí.
Que quien tan serenamente trajera semejante montaña de mierda tenga todavía predicamento en los media, muestra la naturaleza invariante del régimen, su natural continuidad. Pero que el capo del partido que se ha sostenido en el gobierno durante 25 años básicamente por medio de su distancia con «la derecha», hable de Große Koalition, apunta a las claras que algo crucial ha cambiado. Poco importa que luego se desdiga. Lo decía también Ramón Jáuregui cuando convocaba a constituyentes para 2015 y al tiempo invitaba a CiU y al PP a aceptar la reforma constitucional. Y es que los resultados del próximo domingo mostrarán sin ambages la crisis de régimen: un nuevo récord de abstención en la historia del país (puede que el 60 %), una caída de entre 12 y 18 puntos del bipartidismo y entre dos y cuatro formaciones nuevas con representación.
Quien todavía no se crea lo del «proceso constituyente» y que esta es la formulación estratégica del cambio político en el país, que sepa que tras estas elecciones entraremos de lleno en uno. Solo que desde arriba. Un nuevo arreglo que permita a las élites recobrar lo perdido tras el 15M. Lo decía también Jáuregui, con ese cinismo templado que le crece a uno tras haber vivido del gobierno durante los años duros en el País Vasco: «Se equivocan quienes piensan que el soufflé puede ir descendiendo con la recuperación».
Sin sorpresas, los partidos del régimen (PSOE, CiU, PP) están obrando en consecuencia. Nos preparan la Transición Segunda Parte y, como todas las segundas partes, esta no se promete buena. Desgastado el rey: monarquía con principito. Para las élites catalanas: la única autonomía que en Europa no se debería descentralizar, al menos si se quiere reparto de la riqueza –esto es, democracia–: la autonomía fiscal. Para el bi-sindicalismo, unos nuevos Pactos de la Moncloa hechos de más precariedad, pero con su representación garantizada y su buen chorreo de pasta en formación y monopolios varios. Para todo lo demás: cal y canto.
La cuestión radica en saber cuánto margen tienen las oligarquías para componer este nuevo apaño. ¿Todo/ninguno? En los corrillos de izquierda, como de costumbre, las interpretaciones basculan entre la realidad y la fábula. Así, se estima sinceramente la potencia de los movimientos, su capacidad destituyente como la fuerza mayor del cambio. Pero enfrentados a la tarea de organizar (política, teórica, organizativamente) la alternativa «constituyente», la mayoría caen rápido en posiciones reactivas, o bien en atajos improbables (oportunistas, populistas, etc). Igualmente se apunta a la «crisis catalana» como elemento crucial de la desestabilización interna. Pero cuando se trata de analizar y componer el autogobierno real y efectivo de la sociedad catalana (que, por cierto, será supracatalana o no será) se le devuelve rápido la capacidad de iniciativa a unas élites apenas desbordadas.
Hay, sin embargo, un dato que no puede dejar de remar a favor del cambio. Llegado un cierto umbral de corrupción –y el sistema institucional español lo ha rebasado ampliamente– la reforma interna se vuelve imposible. El país tiene una larga experiencia en este tipo «de agonías de régimen», lentas, dolorosas, pero irreversibles. La más cercana, la de la Primera Restauración –estamos en la Segunda–. La Restauración de Cánovas llegó tras un periodo de experimentación política y movilización social: el llamado sexenio revolucionario (1868-1874). Empezó con las frustración de la Primera República, para instaurar rápidamente un régimen oligárquico. Su nombre, caciquismo, describe bien su naturaleza: bipartidismo concertado, concepción de lo público basada en el expolio a «turnos» y política invariablemente dirigida a hacer la vida bonita a los dueños de la finca (terratenientes, industriales y financieros).
Contra el «sistema» –ya se decía entonces– se levantaron distintas fuerzas: un republicanismo de clase media, a veces democráticamente sincero, a veces exagerado y demagógico (el lerrouxismo); un socialismo obrero tan honesto y parco en moral como en ideas y prácticas; y un anarquismo también proletario, aunque más plural y rico, pero cuyo mayor acierto –el sindicalismo revolucionario– tendió a desparramarse en el insurreccionalismo más estéril. Estas fuerzas llegaron lentamente a hegemonizar el país, dando curso a otra breve experiencia –la Segunda República– de resultados también desastrosos.
La crisis de la Restauración duró más de tres décadas, de 1898 a 1931. Seguramente demasiado para nosotros.
***
Nos esperan años intensos. El modelo de crecimiento español (el capitalismo inmobiliario-financiero) es irrepetible en sus éxitos de los años noventa y dosmil. La trayectoria económica esperable dentro del marco espacial que importa (Europa) es de largo estancamiento, lo que llevará a la erosión del edificio del bienestar hasta su inminente derrumbamiento. El sistema de partidos seguirá degenerando sin remisión, dando lugar alternativamente a amagos de reforma y opciones más o menos perversas.
En apenas tres años, hemos pasado de descubrir que el cambio político y social es posible a que puede llevar una vida llevarlo a cabo. No cabe el desánimo. Si la revolución (según vieja jerga) democrática es posible, lo será porque se haya articulado una alternativa política sólida y un movimiento-organización capaz de sostenerla. La tarea puede ser lenta pero quizá sus primeros resultados aparezcan a la vuelta de unos pocos años. Basta ponerse a ello.
Emmanuel Rodríguez @emmanuelrog
comentarios
4

La Fundación de los Comunes es un laboratorio de ideas que produce pensamiento crítico desde los movimientos sociales como herramienta de intervención política. Somos una red de grupos de investigación, edición, formación, espacios sociales y librerías al servicio de la revolución democrática. Desde el común para el común. (Las opiniones vertidas aquí son responsabilidad de los autores que firman los artículos.)
Puedes encontrarnos en:
Tw: @fundacomunes
Fb: FundacionDeLosComunes
Etiquetas
Otros blogs
Archivos
- Febrero 2017 (1)
- Enero 2017 (6)
- Diciembre 2016 (4)
- Noviembre 2016 (1)
- Octubre 2016 (2)
- Septiembre 2016 (3)
- Julio 2016 (7)
- Junio 2016 (5)
- Mayo 2016 (3)
- Abril 2016 (4)
- Marzo 2016 (5)
- Febrero 2016 (7)
- Enero 2016 (3)
- Diciembre 2015 (1)
- Noviembre 2015 (3)
- Octubre 2015 (4)
- Septiembre 2015 (3)
- Agosto 2015 (1)
- Julio 2015 (4)
- Junio 2015 (3)
- Mayo 2015 (3)
- Marzo 2015 (2)
- Febrero 2015 (4)
- Enero 2015 (3)
- Diciembre 2014 (4)
- Noviembre 2014 (4)
- Octubre 2014 (5)
- Septiembre 2014 (1)
- Julio 2014 (3)
- Junio 2014 (4)