Foto de gaelx: Cúpula del panóptico derruido de la cárcel de Carabanchel.
Xermán Varela Castejón
José Luis Ramírez Ortiz
[Ambos miembros de la Junta directiva del grupo de estudios de política criminal]
1. Otra reforma
El pasado 31 de marzo se aprobó la Ley Orgánica 1/2015 que ha modificado en profundidad el Código Penal, afectando a más de 250 de los 639 artículos que lo integraban hasta ahora. Con ello se convierte en la reforma del Código número 25 desde que se aprobó en el año 1995, y en una de las más extensas, cuando no han llegado a pasar 5 años desde la Ley Orgánica 5/2010, que introdujo 169 modificaciones legales. Esta actividad legislativa frenética, carente de toda fundamentación criminológica, alimentada por una necesidad compulsiva paradójica de mantenerse en permanente movimiento para garantizar la estabilidad, no se ha detenido aquí, pues después se aprobó la Ley Orgánica 2/2015, que modifica la regulación de los delitos de terrorismo, y está pendiente de aprobación la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que introduce un nuevo delito en el Código Penal.
2. Su crítica
La reforma penal ha sido objeto de críticas desde diversas perspectivas, lo que ha sido facilitado por su baja calidad técnica que ha dado lugar a que se hayan producido consecuencias manifiestamente contrarias a la voluntad del legislador que la promovió. Desde la izquierda, las críticas se han centrado fundamentalmente en la figura de la prisión permanente revisable y en la represión de la disidencia política. También, aunque sólo desde algunos sectores y con mucha timidez, en el continuo e imparable aumento de la escalada represiva de las capas de la población menos favorecidas y de la llamada delincuencia patrimonial. Desde luego que esas críticas son importantes y apuntan a líneas de flotación de un texto que esperemos sea revisado tan pronto como un cambio de mayorías lo permita.
3. Avanzando en la crítica
Sin embargo, creemos, que ya es hora de afrontar con otra mirada la crítica a la deriva de la política criminal de los últimos años, asumiendo que un nuevo discurso se ha impuesto en este campo como en tantos otros sin que apenas fuera percibido ni siquiera por quienes se proclaman más críticos con la última propuesta legislativa. El peligro de ese nuevo discurso es, precisamente como sucede con el discurso neoliberal, que no sea apreciado como tal, pues ha logrado ocupar el espacio de lo decible hasta tal punto de que parece que queda fuera de la discusión, por presumirse compartido por pura lógica o sentido común.
Dibujado de forma caricaturesca, el problema de la delincuencia, aderezado además con tonos de sensacionalismo alrededor de tragedias concretas, hemos asumido como normales propuestas criminológicas de mayor sanción amparadas en discursos del miedo carentes de apoyo en estudios serios y, en su mayor parte, contrarios a la realidad de la delincuencia en estos momentos. Se ha asumido como normal el discurso del enemigo y de la seguridad pública supuestamente amenazada y hasta sectores con supuesta capacidad crítica han entrado en desenfrenadas apuestas por demostrar cuan en contra se está del enemigo, llámese terrorista, maltratador o agresor sexual. Así, al final, aún creyendo que se está en el lado crítico, pensamos como ellos, pues usamos de su mismo lenguaje y aceptamos el limitado (y desenfocado) campo de juego que se ha definido previamente.
4. De donde veníamos
Sin entrar en análisis más detallados que superan el espacio que queremos ocupar con estas líneas, sí podemos afirmar que a lo largo de años de reflexión sobre el fundamento del Derecho Penal y, en general, de la seguridad pública, se llegó a compartir por espectros distantes ideológicamente un espacio común en el que se reconocía que el fundamento de la reacción penal estatal no podía encontrarse en una moral totalizadora. En otras palabras, que no cabía fundar la respuesta en la idea del pecado o del mal cometido. Ese tipo de fundamentos no reconocen a la persona infractora como ciudadana, sino que observan en el hecho del delito la manifestación de una maldad intrínseca que habría que depurar. Por supuesto, la base de esa visión era una confianza ciega en la posibilidad misma de determinar los hechos realmente sucedidos y en el examen que pudiera realizar el Estado de la valoración de los mismos.
Son muchos los caminos que fueron llevando a cuestionar esa concepción del Derecho Penal. Desde perspectivas meramente humanitarias que entendían que la pena cruel y desproporcionada negaba la propia dignidad de la persona, hasta el propio cuestionamiento de la forma de definir lo que entendemos por delito, pasando por constatar que la mayor eficacia en evitar determinadas conductas no se hallaba en las penas, sino en la eficiencia en los medios de persecución y, sobre todo, en la atención a las estructuras sociales en las que se ponía de manifiesto el delito. En todo caso, en ese camino, diverso en sus orígenes, nos fuimos encontrando y asumimos colectivamente varios principios. Así, que la función de la pena (aquello que la justifica) debería encontrarse en su utilidad social, es decir, en la procura de un bien común, ya buscando evitar la comisión de nuevos delitos actuando sobre la persona concreta, ya actuando sobre el conjunto social reconociendo un espacio simbólico o comunicativo a la propia previsión de pena. Y aún con ello asumimos colectivamente que la reacción penal debía sostenerse sobre una legitimidad, no negada, pero sí asumida como peligrosa y como fácilmente instrumentalizable para sancionar sin necesidad ni mesura, es decir, para la tiranía. No se trata de negarle legitimidad al sistema penal sin más, pero sí de reconocer que ese sistema penal debe tener siempre una legitimidad crítica(da), una legitimidad en suspenso sometible a permanente escrutinio y a los límites que representan los derechos fundamentales.
5. Dónde estamos
Sin embargo, estos mismos principios, que en su día permitieron civilizar la Ley Penal , se encuentran en la base misma de los problemas que hoy padece esta. Los principios no se aplican en el vacío, sino en contextos sociopolíticos y culturales determinados, de ahí que un mismo principio, aplicado en contextos distintos pueda provocar resultados diversos y hasta contradictorios. Así, hoy en día, hablar de prevenir la comisión de delitos futuros, se convierte, no en una actuación resocializadora de la persona o en una razonable amenaza penal, sino en la mera identificación del delincuente como enemigo y su inocuización mediante largas penas de prisión o sometimientos a medidas de control estatal de larga duración y escasa definición en sus límites. Abandonada ha quedado la relación de esos delitos con las situaciones sociales en que se produce y la actuación sobre esas situaciones. En ese campo el delito aparece desgajado de cualquier problema o estructura social, como un hecho aislado ejecutado por quien, al hacerlo, muestra su supuesta personalidad inherente, que le convierte en enemigo de la Sociedad. En ese campo, sólo el mayor castigo satisface la aparente protección de la víctima del hecho, como si el permanente anuncio de mayores sanciones no hubiera demostrado ya con obstinación su incapacidad para evitar hechos futuros. Al mismo tiempo es extremadamente fácil, también para las corrientes críticas, abrazar el Derecho penal, desprovisto de cualquier idea garantista o humanitaria, para convertirlo en un instrumento más en las legítimas luchas por determinados intereses colectivos reclamando más delitos o más sanciones en aspectos como el medio ambiente o el control de los discursos de los que discrepamos.
Nuestras sociedades actuales se caracterizan por aunar una base líquida (capitales en movimiento, empresas fluidas, trabajos flexibles, vidas vulnerables en permanente estado de cambio), en la que la imposición de las reglas más duras de la economía neoliberal ha acabado con un modelo que pretendía garantizar un mínimo de cohesión y un cierto grado de igualdad, con una creencia fetichista en una determinada concepción del progreso, para la que la técnica nos permitirá resolver todos y cada uno de los problemas que nos afectan. Al encontrarse lo primero fuera del marco de lo decidible, de lo debatible (no hay otras alternativas, véase la ilustrativa experiencia griega), al desecharse la necesaria vinculación entre la desigualdad social y el delito, el derecho penal se convierte en una técnica de control social destinada a resolver todo tipo de problemas políticos, atribuyéndosele una especial fuerza configuradora de la realidad: modela y construye las relaciones de convivencia.
Frente a un modelo sustentado en las premisas de que las políticas de seguridad pública han de ser integrales, de que el delito es un hecho constatable en el mundo exterior, de que la pena es siempre un mal que impone el Estado, por lo que siempre subyace el cuestionamiento de su legitimidad, de que la pena es un instrumento muy limitado para evitar la comisión de delitos, y de que la dignidad de la persona, que no puede ser instrumentalizada para conseguir objetivos colectivos, es un límite infranqueable a la intervención penal, se alza un nuevo modelo. Un modelo transversal, aceptado tanto por la derecha como por la izquierda parlamentaria. Un modelo en el que las políticas de seguridad pública se fundan en la idea de la tolerancia cero, en especial para determinados tipos de delitos (terrorismo, sexuales, violencia de género), en el que el delito no es sólo un hecho sino una manifestación de una forma de ser desviada, en el que la pena no es un mal sino un instrumento técnico que permite prevenir la comisión de nuevos delitos, de que se puede acabar con el delito a través de ese instrumento, y de que no deben existir límites para el mismo.
En esta línea, si la vulnerabilidad y la incertidumbre de los seres humanos constituye el fundamento de todo poder político, y el Estado ha dejado de intervenir con respecto a la vulnerabilidad e incertidumbre derivadas de la lógica del libre mercado, opta, ese Estado incapaz de controlar la economía y asegurar el bienestar público, por reencontrar su legitimidad en la represión de la delincuencia. Para ello, redefine algunos conflictos sociales en clave de delito, al tiempo que introduce compulsivamente medidas meramente simbólicas, que no pretenden realmente atajar el problema de la delincuencia, sino sólo de dar un mensaje de dureza extrema que se sabe ineficaz pero permite promocionarse como supuesto enemigo del delito.
Ahora bien, como tal pretensión no es satisfecha, en cada reforma se hace necesario volver a aumentar de forma desproporcionada la respuesta. Por eso las reformas son continuas y las medidas simbólicas: sólo se proclama una función contra el delito cuando su función es propagandística. Sin embargo, para cualquier persona que quede atrapada en esas redes, sus efectos, lejos de ser simbólicos, son devastadores. No evitará nuevos hechos, pero destrozará vidas concretas.
6. Apuntando a otra (auto)crítica
Ninguna sociedad carece de criminalidad. Su erradicación total es, como la historia demuestra, un objetivo ilusorio, que sólo ha servido para legitimar excesos autoritarios. El principal objetivo de toda política criminal es reducir la delincuencia dentro de los límites más estrechos posibles.
Además, un derecho penal democrático debe asumir tres retos: el primero es la asunción de que la definición de qué conductas deben calificarse como delito es una forma de definición de espacios de represión, reservados necesariamente a los hechos más graves y, realmente asumidos como tales por una amplísima mayoría social (más exigente en su cómputo incluso que una mayoría absoluta de representantes parlamentarios). En segundo lugar, que la pretensión real de acabar con esos comportamientos (o de reducirlos) se debe satisfacer, sobre todo, fuera del ámbito del derecho penal, desde luego sin tener a este por principal instrumento. En tercer lugar, que cuando se producen puntos de confluencia de ejercicio de derechos y sanciones penales, son las finalidades de estas las que deben someterse a una ponderación más restrictiva en la definición de su espacio. Si partimos de tales premisas, inevitablemente acabaremos aceptando que el derecho penal debe sujetarse a estrictos límites. Esos límites pretenden, desde luego, evitar un excesivo espacio de actuación estatal represiva, al tiempo que deben pretender una adhesión sólida de la inmensa mayoría de la sociedad. Pero también, y es muy importante no olvidarlo, son los únicos que pueden asegurar una cierta eficacia en la persecución y garantizar que la amenaza penal sea efectiva, pues esta no depende tanto de la entidad de la pena como de la certeza de su aplicación. No es un tema menor, olvidado con frecuencia por el legislador pero también por sus críticos, que en la definición de los delitos deben emplearse fórmulas precisas y verificables en la realidad, pues de emplearse términos vagos y valorativos (malo, injusto) la constatación de si se ha realizado o no la conducta acabaría dependiendo de los prejuicios ideológicos de quien aplique la ley en cada caso, policía, fiscal o juez.
En definitiva, el delito forma parte de la sociedad, su descripción y la graduación de la respuesta a los diversos delitos la definen, como la definen el grado de humanidad con el que trata a los infractores, sobre todo a los de hechos especialmente dolorosos. Los hechos que sancionamos como delitos nacen en estructuras sociales y situaciones económicas, o de otro tipo, e intentar acabar con ellos mediante el derecho penal exclusivamente, no sólo es ineficaz, sino que pone de manifiesto otras pretensiones. Son las políticas sociales y educativas, las de lucha contra la desigualdad económica y eliminación de valores no aceptables socialmente, y no las penales, las que tienen verdadera aptitud y potencialidad para configurar la realidad.
La 25 Reforma del Código Penal (y la 26, y la futura 27), son nuevos hitos de un proceso de sentido opuesto en el que el Estado sigue liberándose de sus ataduras para protegernos de los otros, esto es, de nosotros mismos. Una auténtica perversión democrática.
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