03
Feb
2015
12:22
Municipalismo y valor de uso
Por Fundación de los Comunes

 

Algunas veces se ha asimilado el significado de desencanto al de institucionalización. Debido a que las instituciones pueden funcionar de muchas formas distintas, podemos afirmar que desencanto fue más bien sinónimo de “neoliberalización”. La posibilidad de alinear las demandas de las asociaciones de vecinos con las demandas del capital financiero-inmobiliario sirvió para llevar a cabo la construcción de unas ciudades cuyo urbanismo era altamente deficiente a principios de los 80. Las políticas de suelo de los ayuntamientos (permutas de terrenos, planes parciales, fomento de la compra, entre otras) y su papel en la concertación público-privada sirvieron como instrumentos fundamentales para la reestructuración del capitalismo hispano que tuvo lugar en esos años. Sin lugar a dudas, esa posibilidad no puede hoy volver a repetirse: cualquier gobierno municipal que se precie deberá apostar por la vivienda como valor de uso y desarrollar en ese plano políticas públicas antagonistas que desafíen a los mercados inmobiliarios.
 

La institucionalización neoliberal, los años 80

En España la heroína, la pandemia del sida y un neoliberalismo basado en políticas de ladrillo, llegaron de la mano. Una vez terminada la Transición, comenzó la narrativa del desencanto que tuvo en Vázquez Montalbán a uno de sus máximos exponentes. Seguramente, el elemento más significativo de este relato está en la cancelación del anticapitalismo presente en la cultura, el feminismo, el movimiento obrero y vecinal de los setenta, no sin una integración institucional de todos ellos con la que se llevaron a cabo muchas de sus demandas “realistas”, es decir, aquellas que podían ser funcionales a la nueva situación política y económica de la recién estrenada monarquía parlamentaria.

Dicho todo esto, la caída de la movilización en los 80 está en sintonía con un contexto internacional marcado por los llamados “años de plomo”. En este sentido, la coyuntura española no resulta tan distinta a la de otros lugares donde la derecha parlamentaria o la socialdemocracia no se opusieron a los postulados de Reagan, Thatcher y los Chicago Boys. Una dictadura financiera que permeó las instituciones en todos los niveles, ya sea a través de golpes de Estado como el de Chile o de políticas de austeridad llevadas a cabo por los discípulos del new management y las escuelas de negocios. Quizá, la singularidad española en este sentido fuese la militancia antifranquista de figuras que acabarían ocupando puestos clave en la administración y que sirvieron como imagen de la renovación. En este sentido, alguien como Narcís Serra tiene una trayectoria que, vista en perspectiva, encarna el nuevo cuadro dirigente “liberal-antifranquista”, útil en su momento para dar cuenta del recambio de élites y que sirve hoy para evidenciar la corrupción y el sistema de puertas giratorias entre lo público y lo privado: primer alcalde de Barcelona en el 79, principal responsable 30 años después de la quiebra de Catalunya Caixa -valorada en 12.000 millones de euros en el rescate y vendida al BBVA, una vez saneada, por un precio escaso.

A nivel urbano, el desencanto se tradujo en el vaciamiento progresivo de la potencia organizativa del movimiento vecinal o, dicho en otras palabras, en su profesionalización. Si bien las demandas de casa, salud, educación, cultura y carreteras se materializaron a partir de los primeros ayuntamientos democráticos, estos absorbieron de paso a muchos cuadros y técnicos que pasaron de trabajar para la autonomía a trabajar para la institución en favor de la urbanización. Tomando como ejemplo Barcelona podríamos distinguir el periodo que va de 1979 a 1986 -como el de unos años de desarrollo del Plan General Metropolitano (1978), que había sido impugnado por más de 30.000 instancias de contra plan y que tardó más de dos años en aprobarse-, del que comienza en 1986 -cuando la ciudad es proclamada sede olímpica, el movimiento vecinal está desarticulado y los Planes Parciales y las permutas de terrenos son la pauta de una tecnocracia local o despotismo ilustrado comandado en gran parte por Oriol Bohigas-. Además de todos estos cambios en bienestar y modernización, no está de más afirmar que el capitalismo burbujista fue visto con buenos ojos por mucha gente, a causa de la creación de empleo masivo que solucionó en primera instancia la desocupación del momento, fruto de la desindustrialización.
 

El municipalismo hoy

A día de hoy, en un contexto de ciudades sobreconstruidas y después de la explosión de dos burbujas inmobiliarias, no es posible alinear las demandas de la mayor parte de la población con las del capital financiero en términos de vivienda y suelo. Un ayuntamiento que quiera contribuir a solucionar el problema de emergencia habitacional y modificar sustancialmente el modelo de acceso deberá por fuerza desobedecer las políticas de la SAREB. Por lo tanto, si las políticas municipales quieren hacer efectivo hoy el derecho a la ciudad, deberán poner en práctica una política pública acorde con los enunciados de 40 años de luchas por el derecho a la vivienda (que van desde las ocupaciones hasta los recientes proyectos de cooperativa de cesión de uso, pasando por oficinas contra el mobbing, V de vivienda o la PAH). A diferencia del pasado, hacer efectivo hoy el derecho a la ciudad pasa por expropiaciones, demoliciones, paralizaciones de obras faraónicas innecesarias, freno de procesos de gentrificación, municipalización del suelo, multas a los bancos con stock de vivienda vacía, alquiler social y el fomento de nuevos modelos no especulativos.

La institucionalización en su momento se tradujo en la conversión del suelo y la vivienda en valor de cambio. A día de hoy, las políticas municipales tienen la ocasión de ser un contrapoder que actúe en la transformación de tal valor de cambio en simple valor de uso. Tienen el reto de frenar el urbanismo del capital y poner en marcha una concertación público-común todavía por inventar.
 

Joan M. Gual (@joanomada)
FdlC/Cooperativista en La Borda

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