Según una concepción determinista de la tecnología, no muy distante del animismo, el progreso tecnológico está abocado a destruir el trabajo. Algunos partidarios de la Renta Básica encuentran tentador justificarla de esta manera. Pero es un error. A comienzos del XIX las luchas de los ludditas no eran solo contra los telares automatizados que dejaban a muchos sin empleo, sino contra algo más amplio. Las fábricas no solo disminuían el número de trabajadores necesarios para producir cierta cantidad de bienes. Acababan con una forma de vida y trabajo (la de las comunidades de tejedores, tan bien descritas por E.P. Thompson) para instaurar otras muy distintas; ya en su momento criticadas por los Enciclopedistas, de los que Smith tomará su famoso ejemplo de la fábrica de alfileres, que más tarde utiliza Marx para arremeter contra la alienación.
Por supuesto, también hay quien sostiene lo contrario, que la tecnología crea más trabajo del que destruye. Pero volvemos a estar en la misma. En verdad, no existe una relación intrínseca entre la tecnología y el número de empleos, por cuanto el trabajo como categoría no es algo estable. Lo que significa y comprende no ha dejado de mutar. La tecnología, de por sí, ni crea ni destruye trabajo. La decisión de contar como trabajo y regular como empleo las labores domésticas aumentaría en millones los puestos de trabajo de un país de tamaño medio, sin importar los avances en las tecnologías domésticas. En muchos más millones se incrementaría si se considerase y reconociese como trabajo la producción de contenidos y la distribución de los mismos que realizan los “usuarios” (prosumidores = consumidores + productores) en las redes sociales y otras empresas de internet, cuya actividad no deja de ser la fuente de riqueza de las empresas propietarias (a este respecto, véanse los textos de Benkler, Terranova, Jenkins, Lazzarato). Dicho reconocimiento tan solo en una empresa como Facebook, con un capital de mercado de 222 miles de millones de dólares y que emplea a poco más de 10.000 trabajadores, implicaría la creación de unos 1.000.000 millones de puestos de trabajo a lo largo del planeta.
Lo cierto es que no hemos dejado de crear empleos, trastocando con ello lo que el trabajo significa. Un día, hace no hace mucho tiempo, crear marcas y asociarlas a mundos simbólicos pasó a considerarse trabajo, haciendo florecer la industria del marketing, que tarde derivó en el acoso al cliente desde los call centers, y el espionaje y la apropiación más o menos indebida que llevan a cabo los cool hunters (véase el artículo de David Graeber sobre la fenomenología de los “bullshit jobs”). En los últimos años, la venta de clicks, “likes” y “retweets”, seguidores y amigos, dio lugar a nuevas empresas, en una mezcla de puesta en valor de la visibilidad y la autoestima de sus clientes. Como también lo hizo la externalización del amor en manos de redes sociales con servicios de coaching asociados, que mercadean legalmente con el erotismo, los sentimientos y el encuentro sexual, mientras la prostitución sigue sin ser reconocida formalmente como un trabajo.
Recientemente, Franco Berardi (Bifo) escribió: “El Foreign Office, en su informe del pasado año, decía que el 45% de los trabajos con los que hoy la gente se gana la vida podría desaparecer mañana porque ya no son necesarios. […] No nos hacen falta ya todos esos tristes personajes que quieren convencernos de que el empleo y el crecimiento se recuperarán pronto. Trabajemos menos con una renta de ciudadanía, preocupémonos de la salud, vayamos al cine, aprendamos matemáticas y hagamos ese millón de cosas útiles que no son trabajo y no tienen necesidad de intercambiarse con un salario. Porque ¿sabéis lo que os digo? El trabajo ya no es necesario”.
Y tal vez sea cierto. Todo depende de cómo sea conceptualizado. Pero, en cualquier caso, lo que está en juego es una economía vital del valor. ¿Qué se valoriza y en qué términos? La Renta Básica no debería ser una respuesta ante el hipotético desvanecimiento del trabajo fruto del avance tecnológico, sino un elemento dentro de una plataforma de políticas públicas que, ante el cambio tecnológico, se inserte en el terreno conflictivo de la valorización (salarial o no). La lucha se cierne sobre el valor, las formas de vida y sus distintas alternativas para su gobierno.
Antón Fernández de Rota
@AntonFdezdeRota
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