Con la presentación de Guayem en Barcelona y Municipalia en Madrid entramos de lleno en el escenario abierto por las elecciones europeas. El cambio de guión provocado por la caída del bipartidismo, el bloqueo de sus vasos comunicantes (IU-UPyD), la irrupción de Podemos y el incremento de las demás pequeñas candidaturas, así como del voto en blanco y nulo en un contexto de elevada abstención, entre otros factores, ha inaugurado una fase en la que articular el desbordamiento democrático del 15M se ha convertido en una prioridad para la ciudadanía que se ha venido movilizando desde entonces con grandes esfuerzos, pero magros resultados. No puede ser esta articulación sino invención de una institucionalidad otra que ofrezca respuesta a las demandas democratizadoras de aquel mayo de 2011.
En efecto, a la crisis de legitimidad del régimen —mostrada por la ola de sucesivos ciclos de movilizaciones (15M, mareas, 22M, etc.)— y de funcionamiento institucional del régimen —puesta de manifiesto por la sentencia del Estatut, la corrupción generalizada, etc.—, se suma ahora una crisis más profunda si cabe: la crisis de institucionalidad, vale decir la crisis que afecta a la propia naturaleza de las instituciones. La reivindicación del derecho a decidir se ha generalizado en un discurso político marcado, no por casualidad, por la respuesta a décadas de sustracción de soberanía a la forma-Estado. Derecho, pues, a decidirlo todo, a recuperar la cives, la ciudad de la que ser ciudadanía; a reconquistar los contenidos perdidos de una condición política cada día más huera.
Y es que la crisis del proyecto neoliberal no solo ha provocado una repolitización opuesta a su correcto funcionamiento (basado en la no interferencia de la decisión sobre el mercado implícita en el axioma de la mano invisible), sino que aboca, para su propia resolución, a la producción de una institucionalidad empoderadora que permita recuperar el abandonado ejercicio de la política. Y aunque en ocasiones esta búsqueda de formas de hacer política más democratizadoras no responda a plan estratégico alguno ni a las condiciones normativas más exigentes, el hecho es que a lo largo de los últimos tiempos se han venido manifestando síntomas inequívocos de la emergencia de esa institucionalidad otra capaz de articular la demanda democratizadora.
A fin de ser instaurada, requiere esta institucionalidad alternativa a la del régimen de una mutación en la agencia política capaz de leer los cambios operados en la constitución material de la sociedad tras décadas de neoliberalismo, así como de la composición social sobre la que adquiere expresión el antagonismo actual. Se trata con ello de recomponer las relaciones entre las tres modalidades de agencia (notables, partidos, movimientos) que pugnan desde los orígenes de la modernidad por estructurar la agencia política de la democratización. Más allá, incluso, no es solo cuestión de combinar tres ingredientes en una receta cualquiera, sino de comprender que la democracia no es un estado de cosas, sino el progreso o retroceso de la democratización. Es en este horizonte, después de todo, donde adquiere sentido la doble subsunción que puede favorecer la configuración de la agencia hoy. Subsunción, primera e históricamente ya producida, de la política de notables en la de partidos, pero subsunción, segunda y por producir, de la política de partidos en la de los movimientos.
La apuesta municipalista es, en este sentido, un terreno de concreción abonado para poder invertir la tendencia de las últimas décadas y comenzar a ganar. Si de una convocatoria en el nivel europeo apenas se podía plantear otra cosa que el gesto de ruptura y la apertura subsiguiente de la estructura de oportunidades, en el nivel de gobierno local se ofrece, por el contrario, una próximidad máxima a la ciudadanía de la que se deriva la posibilidad de llevar a cabo las prácticas instituyentes que requiere una mayor democratización. En el nivel local los movimientos se hacen fuertes en su propia práctica democrática, mientras que los partidos, y no digamos los notables, se ven expuestos a tensiones difícilmente manejables. No es casual, por esto mismo, que el régimen de 1978 se hubiese diseñado con un gobierno local políticamente debilitado y financieramente frágil. Reflejo de una misma cultura de la transición aspiraba a bloquear la anomalía de los movimientos que habían desbordado el franquismo.
Así las cosas, los próximos meses se anuncian como los de una experimentación apasionante. Las fuerzas acumuladas en los procesos de subjetivación que han hecho posibles los distintos ciclos de movilizaciones pueden llegar a canalizarse y cristalizar en un juego doblemente ganador: tanto si lo es, en un nivel de mínimos, por la regeneración de un régimen democrático liberal de mayor calidad (la democracia actual refundada con cesiones importantes), como si lo es, en una aspiración de máximos, la instauración del régimen político del común. Llegados a este punto solo se puede ganar. Sería absurdo no dedicar todos los esfuerzos a intentarlo.
Raimundo Viejo Viñas
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