Foto de Fito Senabre
Raúl Sánchez Cedillo
@SanchezCedillo
Sí, se nota la cercanía de las elecciones que, como se dice, serán decisivas. Y se nota en particular en la elección del passepartout por antonomasia que en la jerga política representa la palabra «cambio». Este ya tuvo sus fastos en la coyuntura de 1982 –sobre todo en relación al PSOE de González y Guerra, claro.
Aunque todo ha cambiado para peor desde 2008, y hemos tenido algo tan inasimilable como el 15M, se continúa eligiendo esta palabra, tal vez para dar cabida a todas las opciones en liza, desde las más tibias, obligadas a ofrecer algún cambio para sobrevivir, a aquellas que llevan a considerar que el marco del «cambio» se queda corto respecto a lo que, con mayor urgencia, se ha enunciado como «revolución democrática» y/o «proceso constituyente».
No solo hay que atender los sondeos, que vienen cargados de agua fría. Sino que son los hechos los que dictan los términos de la situación. Los atentados del 13 de noviembre en París suponen un nuevo mazazo para cualquier idea de cambio político entendido como aplicación de un programa político respaldado en las urnas. La crisis de los refugiados ya estaba diciéndonos que, en el contexto de la Europa actual y de sus gobiernos nacionales, con el trato indigno dado a las personas refugiadas se estaba enterrando una salida, democrática y ciudadana, de años de austeridad y disminución de derechos y libertades.
Tal es el cuadro que tenemos delante. Tanto si entendemos que el cambio político es posible como proceso ejecutivo del mandato de la soberanía popular, como si entendemos que existe un objeto que se llama poder político, que ha de ser conquistado en una disputa con otros pretendientes, nos encontramos con el mismo resultado: parlamentos y gobiernos actuales son capaces de ejercer un poder mínimo, cuando no un simulacro de poder. Dicho de otra manera: mal que pese a soberanistas de izquierdas o derechas, independentistas o rojipardos, soberanía y democracia han dejado, en la realidad, de caminar juntas. Hasta tal punto que, en el campo real de las relaciones de poderes, tanto financieras como mediáticas, militares y policiales, ejercer un gobierno «de cambio» es ejercer, en el mejor de los casos, una tentativa de contrapoder, muchas veces simbólico. Las soberanías efectivas, esto es, la financiera y la militar, ambas no democráticas, se han cargado la posibilidad de toda transición democrática en España, concebida con arreglo al esquema del Estado de derecho fundamentado en la soberanía nacional-popular.
Miremos al resto de la Unión Europa. Salvo el caso, tan comparable como distante, de la sociedad griega, no hay una sociedad política que haya vivido, como lo ha hecho este país desde el 15M, una intensidad de movilización y organización ciudadana tan sostenida en el tiempo. Bueno, a decir verdad, antes que de «cambio» se ha hablado (o soñado, más bien) de «democracia real», de «no nos representan» y de «no somos mercancía en manos de políticos y banqueros».
Una moneda gastada por la «autonomía de lo político»
Cuatro años después, la moneda del mandato democrático para construir instituciones de democracia real ha pasado por muchas manos. Tantas que está viviendo la misma suerte del lenguaje y las ideas según Mallarmé en Crise de vers: se ha desgastado, ha perdido su cuño y su autoridad, su sentido y sus garantías. Su sujeto, en definitiva. Si hay un problema fundamental para definir los contenidos y los sujetos políticos y sociales del cambio en España, este consiste en que, en este tiempo electoral, lo político se confunde con los partidos y, a la vez, a estos les une el interés de despolitizar lo social.
A esto llamamos la operación de la autonomía de lo político frente a los contrapoderes e instituciones políticas de la sociedad, que fue, sin duda, el principal éxito de la transición postfranquista. Hoy, en esta autonomía de lo político comulgan juntos Errejón y Rivera, tanto como Rajoy, Sánchez o Mas. Unos deniegan y/o reprimen el acontecimiento; otros tratan de reducirlo a «demandas» que un líder carismático ha de intentar hacer equivalentes en la misma medida en que solo ese líder puede encarnarlas como significante y rostro (no hay significante eficaz sin rostro), apoderándose simbólica y libidinalmente de ellas.
La situación presente en Catalunya constituye un ejemplo ilustre de esa autonomía de lo político. El independentismo progresista ha insistido siempre en que el fundamento del procés es un mandato popular expresado en innumerables actos de participación masiva de una parte hegemónica de la sociedad catalana. Y no faltan fechas y eventos que así lo corroboran. Sin embargo, el argumento flojea cuando vemos que esa fuerza instituyente de la llamada «sociedad civil catalana» ha llegado a un punto de subordinación completa, no sabemos si definitiva, al dominio de los partidos de siempre. De otra parte, la pretensión de las CUP de jugar a la «gran política» (léase «autonomía de lo político») a partir de maniobras parlamentarias y negociaciones a puerta cerrada puede costarles tan caro, como su propia existencia como contrapoder político social y no asimilado a las cosas del Estado.
Mientras tanto, todo aquello que produjo el 15M en Catalunya, pero que tenía difícil encaje en un procés dominado por las fuerzas neoliberales y las clases medias específicamente catalanas, ha quedado apartado y subalternizado, mal que le pese a las CUP. La PAH es una excepción, pero basta atender a la presencia que tienen en las instituciones y agencias principales del procés las luchas autónomas contra los desmanes neoliberales de Mas para confirmar esta regla de exclusión, denegación y subalternidad.
Los supuestos límites políticos de los movimientos red
Hay sustanciosas justificaciones de la autonomía de lo político así entendida, no solo en las tradiciones, jacobinas, liberales, estalinistas o fascistas à la Carl Schmitt. Tanto Monedero como Rivera nos dirán que el 15M fue incapaz de hacer política. Incluso algunos investigadores de los movimientos red, como Ismael Peña-López, han sostenido recientemente que el 15M fue un movimiento destituyente, pero que no pudo llevar a cabo un proceso (de poder) constituyente, en la medida en que este implica un orden y una organización jerárquica similar a la del Estado1.
Desde esta perspectiva, los movimientos red no pueden producir poder sin romperse, porque protestan, deniegan, destruyen, pero son incapaces de representarse o de decidir sobre un conjunto de opciones finitas. Los movimientos red harían una desviación o derivación del trayecto (fork), antes que organizarse con arreglo a un arriba y un abajo, como gobernantes y gobernados.
Recordemos que con motivo de las elecciones europeas, el Partido X quiso ser la expresión de esa autoorganización de la ciudadanía. Conociendo el asunto de cerca, el escaso éxito electoral de la iniciativa ha de achacarse sobre todo a que desde el inicio hubo una flagrante contradicción entre el hacer y el decir de los dirigentes o promotores de aquel proyecto, y a que la falta de democracia es nociva bajo cualquier circunstancia, aunque se justifique apelando a modelos meritocráticos y de eficacia técnica, como fue el caso de aquel experimento, de cuyo fracaso pagamos ahora las consecuencias.
Es un error, anclado en la tradición, considerar que la insistencia en el acontecimiento originario responde a nostalgia, adanismo o conciencia infeliz. Enter Podemos y su rancio «realismo». No es así: el acontecimiento, también el político y, con mayor motivo, una conmoción sistémica como el 15M, modifica los estados de cosas, y esto incluye a cuerpos y almas. Pero no solo. Modifica también la tecnología política, el hacer, el mecanismo y los procesos que llamamos políticos. El 15M ha convertido en personajes de El sexto sentido a los partidos políticos o, para ser más exactos, la forma partido, ya sea parlamentario-electoral o «revolucionaria».
El 15M ha demostrado que la forma y la función del mercado político-parlamentario corresponden estrechamente a la forma y función del mercado financiero, mediático y corporativo. Y, lo que es más importante, ha demostrado que ambos mercados han dejado de ser democráticos, es decir, que son incapaces de verticalizarse sin destruir el poder instituyente y constituyente que se crea en las redes de cooperación, afecto y lucha de las y los ciudadanos.
Si quisiéramos explicar lo que ha supuesto el 15M más allá de metáforas, habría que decir que se ha producido una mutación duradera, profunda, de la «base maquínica» de la democracia. La democracia del 15M ha consistido en la participación corporal y afectiva de las personas en los asuntos comunes, en plazas y redes en Internet. El caos aparente de las diferencias y los individuos ha estado sometido a la ordenación de los algoritmos, y ha producido síntesis, ideas y, lo que es más importante, formas de toma de decisión no representativas, es decir, no calcadas de la justificación conservadora, burkeana, de la necesidad de una élite de representantes. Ha consistido en una democracia implantada como proceso de autoorganización y evolución de un sistema red abierto y de geometría variable, capaz de describir, discutir y resolver problemas y tomar decisiones a distintos niveles de complejidad social e institucional. Breve, pero intensísimo, con más lecciones de las que podemos procesar en tiempo real. Esta democracia resulta adecuada a la sociedad red en que vivimos, pero no a los clanes, los aparatos, los mercados trucados y las jerarquías improductivas que viven de esa sociedad e impiden el cambio. Se trata de un problema político, no técnico o cultural. Dicho de otra manera, estamos ante un obstáculo hostil, no ante un límite insuperable del poder constituyente de las y los ciudadanos.
El gobierno imposible2
Esto nos lleva a la cuestión de qué es gobernar hoy, entendiendo el gobierno como ejercicio de un poder ejecutivo constitucionalmente reconocido. Si atendemos a las primeras experiencias municipalistas, a la experiencia griega y a lo que pueda deparar en los próximos días el nuevo gobierno de coalición portugués, pareciera que gobernar es gestionar el descontento, moderar la frustración, aprovechar lo poquito de posible que queda, evitar lo peor.
Como decíamos más arriba, la intensificación de la violencia soberana del capital financiero y de los sistemas de Estados nación supone la derrota ex ante de toda hipótesis de llegar al gobierno por las vías nebulosas de la autonomía de lo político. Dicho de otra manera, supone el bloqueo preventivo de todas las opciones de cambio que se presentan a las próximas elecciones del 20 de diciembre.
Llegamos así a la cuestión determinante. Se ha entendido la hegemonía como una incidencia en los sondeos de opinión y no como una actividad presente en el campo social, es decir, como un conjunto de contrapoderes que no disocian palabras y acciones, sino que las reúnen en dispositivos prácticos que disputan el poder en distintos territorios del campo social. Llamemos a estos actores redes y/o movimientos. Ahí reside la hegemonía, en las redes de contrapoderes que no entregan su poder a nadie, sino que son capaces de pactar, con élites que apuestan por el cambio, un asalto electoral a las instituciones establecidas sin autodestruirse en el proceso. Hoy no vemos esa hegemonía en España. Antes bien, vemos tentativas, a diestro y siniestro, de evitar a toda costa su construcción.
Las redes de contrapoder se han visto subalternizadas por la organización de una máquina o máquinas electorales y mediáticas, basadas en la repetición y la redundancia de un mensaje de cambio. Vistas así las cosas, no es de extrañar el posible resultado del 20D: un bloqueo entre régimen y cambio, un ínterin, una legislatura incapaz de elaborar síntesis de transición, pero igualmente incapaz de adaptar el presente régimen constitucional.
Hemos querido y queremos gobernar o, como dicen las CUP, autogobernarnos. Pero solo una concepción y, lo que es más difícil, una práctica distinta del gobierno puede permitirnos salir de este atolladero en el que está encallado el mandato constituyente del 15M.
Como ha señalado el filósofo del derecho Sandro Chignola en su artículo «¿Qué es un gobierno?»: «Se gobierna con los movimientos cuando se actúa con plena conciencia de que los movimientos expresan procesos de subjetivación y agendas completamente autónomas. Se gobierna con los movimientos cuando la relación entre gobernante y gobernado excede las cuadrículas de la identidad o de la identificación y se reproduce con arreglo al dualismo -o la elipsis- que la caracteriza. Se gobierna con los movimientos cuando el gobierno, la dimensión vertical, expresa la capacidad o la potencia de durar de los movimientos»3.
Sabemos que la vieja clase política, judicial y directiva española no va a ser capaz de otra cosa que aguantar lo que se pueda con el material humano e institucional existente, agravando cada día la convivencia civil. Y nadie puede pensar que Ciudadanos sea otra cosa que una actualización de una clase política populista y liberal, que está entrando en bancarrota en toda la Unión Europea, aunque aquí no nos hayamos enterado aún. Sin embargo, el momento de la ruptura, o del cambio, se aleja a medida que andamos, hasta el punto de que llegamos a pensar que pueda tratarse de algo parecido a una zanahoria plantada ante nuestros hocicos.
Creemos haber explicado aquí por qué estamos entrando en ese laberinto de la espera y la decepción, y haber apuntado por dónde puede pasar el reinicio de un proceso capaz de producir una ruptura constituyente real o, para ser más exactos, de sancionar en las urnas una ruptura que se haya producido ya con anterioridad en los cuerpos y las mentes de la ciudadanía.
Al fin y al cabo, el cambio depende, todavía, de nosotros, de cómo y con qué instituciones queremos ser (auto)gobernados.
Notas al pie
1. Véase http://ictlogy.net/sociedadred/20110525-de-que-puede-morir-el-15m-o-por-...
2. Título que hace referencia al libro de Emmanuel
Rodríguez El gobierno de lo imposible, Madrid, Traficantes de Sueños,
2003. http://www.traficantes.net/libros/el-gobierno-imposible
3. Véase http://www.euronomade.info/?p=4417
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