Alguien explicó una vez la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. El primero mide la capacidad de algo para satisfacer necesidades básicas y el segundo la cantidad de dinero en que se tasa ese algo. El agua, como sustancia primigenia y esencial para la vida, tiene un valor de uso incuantificable. Constituye el sistema sanguíneo de las cadenas tróficas y de los ecosistemas y eso debería ser suficiente para que su valor de cambio fuera cero porque, al igual que en el caso del aire, ¿cómo evaluar los elementos previos a cualquier forma de transacción económica? Todo ser humano y toda sociedad deben tener acceso al agua sin contraprestaciones.
Río Aragón desembocando en el pantano de Yesa y variante para los coches que se está contruyendo a cuenta del recrecimiento (Foto Santxikorrota).
La singularidad de este recurso natural radica en su carácter móvil. Es el flujo del ciclo hidrológico lo que convierte a la molécula de los dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno en la metáfora perfecta del bien común y justifica su necesaria gestión democrática y comunitaria. Se trata de un circuito que atraviesa subsuelo, superficie terrestre y atmósfera, que sigue esquemas estacionales –aunque su trayecto está plagado de fenómenos imprevisibles– y que es anterior a cualquier demarcación fronteriza.
En el plano europeo, el reciente Plan de Acción para la Salvaguarda de los Recursos Hídricos de Europa, último hito de los documentos marco sobre el agua, profundiza –retóricas al margen– en la dinámica del saqueo: valuing water o valor monetario del agua, contabilidad hídrica, consumidores, stakeholders o partes interesadas... Se trata de una directiva que consagra el agua “como servicio” en vez del agua “como derecho” y cuya violencia de clase es extrema. No en vano, en medio de la típicamente abstrusa semántica tecnocrática, llena de eufemismos y deliberadamente ambigua, se establece que Estados, propietarios y empresas son los interlocutores únicos. El futuro, tal y como denuncia la Iniciativa Ciudadana Europea –que demanda otra política del agua–, es mayor calidad y accesibilidad a menor precio para el 1% y menor calidad y accesibilidad a mayor precio para el 99%.
En el Estado español nos encontramos con una variante singular de la devastación continental: una suerte de regeneracionismo del siglo XXI en lo ideológico, la exacerbación de las macrocefalias mediterránea y centralista en lo económico, el desequilibrio de un modelo productivo basado en el binomio ladrillo/turismo, y una obra civil hipertrofiada vinculada a la logística y al servicio del cuore europeo en lo geoestratégico. Por último, la complicidad de las entidades gestoras de las cuencas hidrográficas con la declinación peninsular del mando capitalista es total. Lejos de actuar como contrapesos, estos organismos –sumideros de redes clientelares y prácticas corruptas– colaboran en la metódica y progresiva transferencia de propiedades, usufructos y derechos de abajo a arriba.
Así, nada escapa a la destrucción intensa y acelerada de nuestro patrimonio común hidrológico: las reservas de las aguas subterráneas son alteradas, contaminadas o directamente desaparecen a causa de las vías de alta capacidad ferroviaria o motorizada y del fracking; los cauces y dinámicas sistémicas de las aguas superficiales son modificadas por las regulaciones hidráulicas; los servicios urbanos de abastecimiento que proveen de agua de boca a la población han sido privatizados en un 52%; y amplias zonas de la frágil línea de costa son ya irreconocibles debido a las presiones especulativas.
Hasta aquí, nada nuevo. O mejor dicho, sí: nunca antes las consecuencias de la depredación capitalista adquirieron tales contornos geológicos en el tiempo y en el espacio. Con la excepción de los residuos nucleares y los transgénicos –las dos tecnologías moloch sin doble uso posible–, no hay antecedentes en las dimensiones de los pasivos ambientales que se están contrayendo... ni amortización posible a escala humana.
Pero volviendo al tamaño realmente existente, lo preocupante es la ausencia de una respuesta vigorosa y urgente frente a esta catástrofe en marcha. La propiedad y gestión de acuíferos, cauces fluviales y costas es ya un terreno de batalla de primer orden a escala global, con un desarrollo específico y agudo en el contexto euromediterráneo. La agenda crítica haría bien en abordar el debate de los bienes comunes desde una perspectiva ofensiva. En el caso que nos ocupa, hay que reclamar que ni un solo metro cúbico de H2O vaya a manos privadas, esté donde esté y sea cual sea su uso.
El derecho al agua en todas sus facetas –incluida la lúdica–, nos iguala y es imprescindible para cualquier escenario emancipatorio.
Santxikorrota.
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