A propósito de ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista, de Carolina del Olmo García (Clave Intelectual, 2013)
Cuando compramos una aspiradora leemos el manual de instrucciones. Cuando tenemos un bebé leemos Duérmete niño, de Eduard Estivill, o Bésame mucho, de Carlos González. Estos dos libros reflejan las dos tendencias en pugna por dominar la crianza infantil: la adultocéntrica y la niñocéntrica, respectivamente. La primera es la dura: ve al niño como un ser salvaje que debe ser disciplinado. La segunda es la blanda o “natural”, ligada a la “crianza con apego”: cultiva una imagen rousseauniana del niño como un ser bondadoso capaz de expresar sus necesidades y guiarnos a la hora de satisfacerlas. Ambas tendencias se hallan respaldadas por expertos –médicos y psicólogos– cuyos consejos pretenden basarse en evidencias científicas.
La espléndida novedad de la obra que ha publicado Carolina del Olmo García radica en que no es un manual de consejos más, sino una reflexión profunda y extraordinariamente bien escrita acerca de la crianza en la sociedad occidental contemporánea. Es un ensayo divulgativo, lo cual no sólo no le resta potencia, sino que hace pensar en la poca que poseen tantos ladrillos académicos insulsos y pedantes. Sin ocultar sus simpatías por la perspectiva niñocéntrica, que a ella y a mí nos parece preferible por razones éticas antes que científicas, Del Olmo cuestiona el discurso de los expertos subrayando que en materia de cuidado infantil las técnicas son inseparables de valores. Por eso abre el foco de la crianza y la relaciona con las condiciones reales del cuidado y la vulnerabilidad –no sólo infantil– en el mundo actual, caracterizado por la precarización del trabajo y el dominio del neoliberalismo. De modo que, aparte de interesar a padres y madres recientes, el libro interpela a cualquiera que se sienta afectado por la cuestión del cuidado. Es decir, a cualquiera, pues todos hemos sido, somos o seremos dependientes.
Carolina del Olmo denuncia que los manuales al uso individualizan la crianza restringiéndola a la familia nuclear e incluso a la pura relación madre-hijo. Esto oculta las circunstancias socioeconómicas y culturales que la rodean, las cuales son cualquier cosa menos favorables al cuidado esmerado de los niños. Paradójicamente, cuanto más se promueve ese esmero por parte de los expertos, más difícil es disponer de tiempo y energías para esmerarse. Aparte de los interminables horarios de trabajo y la precariedad laboral, sufrimos la cultura de la productividad y el individualismo competitivo. En esta situación, las tareas del cuidado constituyen por definición un estorbo, a pesar de ser imprescindibles para que todo el tinglado socioeconómico funcione. Criar un niño es en sí mismo improductivo y socava nuestra empleabilidad. En el fondo, la única justificación que le queda al sujeto neoliberal arquetípico que desee reproducirse es la relativa a la búsqueda de una nueva experiencia en la cual proyectar su yo. Claro que esa experiencia, a diferencia de las que se consiguen en el mercado a través del consumo, es irreversible. Es decir, compromete. Y es desde esta concepción del compromiso desde donde la autora del libro sugiere que la experiencia de la crianza nos sitúa en un observatorio privilegiado para identificar las miserias de la sociedad capitalista de nuestros días. Una sugerencia, por cierto, que choca con gran parte de la tradición feminista, proclive a contemplar la maternidad (al menos la heteronormativa) como un obstáculo para la liberación de las mujeres.
Contrariamente a lo que ocurre en las novelas de detectives, pues, descubrir quién es el culpable no exige llegar a las últimas páginas. El culpable es el capitalismo, ligado a la ideología neoliberal. Se trata de una realidad socioeconómica que ha destruido los lazos comunitarios que antaño permitían aligerar las labores de la crianza infantil compartiéndolas con miembros de la familia extensa o el vecindario. Hoy, en cambio, la manera de aligerar esas labores consiste, cada vez más, en externalizarlas y pagar por ellas recurriendo a guarderías o cuidadoras. Lo que dependía de compromisos ahora se basa en contratos.
Enganchándome a esa concepción del capitalismo, certera y clásica (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), voy a expresar a continuación algunas inquietudes que me han surgido leyendo el libro. Son inquietudes que atañen a la arquitectura conceptual que soporta su argumento. Por lo tanto, puede ser que haya sobreinterpretado algunas cuestiones. Me arriesgo a la reprimenda.
Así pues, la cuestión del capitalismo. El filósofo Richard Rorty ironizaba en alguna ocasión sobre los izquierdistas que consideraban el capitalismo La Gran Cosa Mala, causante de todas las calamidades. Se diría que necesitamos buscar un agente demoniaco al que atribuir nuestros sufrimientos, en este caso los que afectan a la crianza y los cuidados. No es infrecuente escuchar discursos en los cuales, implícita o explícitamente, se afirma que el capitalismo va en contra de la naturaleza humana, por razones que tienen que ver con la ruptura de los lazos sociales, la mercantilización de la vida o la presión ecológica sobre el planeta. Carolina del Olmo escribe que “las relaciones económicas dominantes en nuestra sociedad parecen incompatibles con pautas de crianza que se han mantenido más o menos inmutables durante miles de años. O, dicho al revés, los distintos modelos de organización social y familiar compatibles con el capitalismo –incluidos algunos componentes igualitarios y liberadores– parecen contradecir algunas realidades duraderas de la naturaleza humana” (págs. 67-68).
Mi inquietud aquí remite a dos problemas. En primer lugar, la concepción abstracta del capitalismo que subyace a la cita anterior. En vez del recurso a una categoría que, a lo sumo, tenía sentido como contrafigura del comunismo, me interesaría más bien la constatación de prácticas económicas y políticas concretas que condicionan unas u otras formas de vida. En segundo lugar, me sorprende la suposición de que existe una cosa tal como la naturaleza humana. En el libro parece asumirse que criticar las políticas socioeconómicas neoliberales exige oponerles una norma antropológica violada por ellas, una suerte de universal biológico o psicológico contra el que atentaría el capitalismo. Sin embargo, algunos consideramos imprescindible tener en cuenta las aportaciones del pensamiento posmoderno y desconfiar por sistema de cualquier búsqueda de fundamentos últimos, incluyendo los fundamentos últimos de una política de izquierdas. Decía Hannah Arendt que, si existiera la naturaleza humana, sólo Dios la conocería.
No en casual que en el capítulo 4 del libro encontremos reservas contra lo que suele llamarse construccionismo social, uno de los productos intelectuales de la posmodernidad. Aunque se haya reprobado la autosuficiencia del discurso de los expertos, no se cuestiona que la ciencia sea capaz de mostrar la existencia de alguna base biológica para el instinto maternal. Es verdad que Del Olmo introduce en esto numerosos matices, y además lo hace con una lucidez que ya quisieran para sí muchos textos de divulgación científica e incluso académicos. No obstante, afirma cosas como la siguiente: “Dudo mucho que estos argumentos [los del construccionismo social feminista] cuestionen realmente la existencia de una base biológica de algo que podemos llamar amor maternal o instinto materno. […] Aunque no somos capaces de describir esa naturaleza maternal con precisión, la existencia de una respuesta cuidadora innata ante una cría constituye una de las hipótesis de adaptación evolutiva más verosímiles que se han formulado jamás” (pág. 193). En esta parte del libro se recurre a la idea del continuum: hay un polo biológico y otro sociocultural implicados en los comportamientos que dirigimos a nuestros hijos, sin que tenga sentido olvidar ninguno de los dos polos. Ahora bien, este tipo de planteamientos, por muy sensatos que sean contra el habitual reduccionismo biológico, olvidan dos cosas. Primero, que las ciencias no descubren una realidad exterior a nosotros, sino que consisten en prácticas mediante las cuales se produce el mundo humano y material. Segundo, que la concepción de lo biológico en términos de una base sobre la cual se van yuxtaponiendo condicionantes socioculturales no es la única disponible. También cabe pensar los objetos construidos por la ciencia –como los genes o las neuronas– en términos de componentes que se relacionan horizontalmente con otros dando lugar a articulaciones entre ellos y con nuestras propias acciones. Los genes o las neuronas no son más que componentes de esas relaciones, y por tanto no son ni pueden ser causas de nada. No dictan comportamientos. Nuestros comportamientos no dependen de causas, sino de límites y condiciones de posibilidad. Entre tales límites figuran los factores biológicos al lado de otros muchos que los modulan en virtud de las relaciones que establecen con ellos. Así, las supuestas respuestas cuidadoras innatas ante las crías pueden darse o no en función de innumerables circunstancias que actúan de mediadoras y son imposibles de eliminar. La denominada psicología evolucionista, que parece darse por buena en la cita, no es la única opción teórica existente para pensar la relación entre biología y comportamiento.
De acuerdo con mi lectura, es la distancia que Carolina del Olmo toma con respecto a las versiones más construccionistas del feminismo –según las cuales la maternidad es una pura construcción social que dificulta la emancipación de las mujeres– lo que hace que otorgue credibilidad a la suposición de que existe una norma antropológica o una base natural que justifica los afectos movilizados por las relaciones de maternidad. Según esto, si cabe sugerir que la crianza constituye un bastión contra las agresiones del sistema socioeconómico que padecemos, entonces ese bastión se refuerza cuando lo apuntalamos con una concepción no relativista del ser humano. A esta concepción, además, la acompaña la idea de la socialidad como algo opuesto al individualismo. El subtítulo del libro ya lo deja claro: “maternidad y crianza en una sociedad individualista”. En las antípodas del individualismo, la crianza sería una actividad que pone en juego relaciones sociales densas, basadas en el don –el intercambio desinteresado de ayudas mutuas– y no en contratos como los de las escuelas infantiles o el servicio doméstico.
Uno de los ejes teóricos del libro, pues, es el que gira en torno al par individuo/sociedad, donde lo individual recibe la carga negativa y lo social recibe la carga positiva. Sin duda, nuestra sociedad es individualista. No hay más que ver el predicamento que ha adquirido la figura del emprendedor, una especie de llanero solitario que busca la fuerza interior de su yo más auténtico para triunfar. Y, sin duda, el individualismo actual, basado en el cálculo racional y la mercantilización de las emociones, posee un vínculo muy estrecho con políticas que socavan derechos sociales y desmontan estructuras que permitían cierto grado de justicia social e igualdad. Ahora bien, el fenómeno del individualismo moderno es mucho más amplio y complejo. De entrada, las formas de individuación y socialización son diversas y no siempre suponen que lo positivo (altruismo y solidaridad) cae del lado de lo social mientras lo negativo (egoísmo e insolidaridad) cae del lado de lo individual. Las prácticas de socialización tradicionales, precapitalistas, albergaban multitud de relaciones de dominación, humillación, chantaje emocional, marginación, exclusión, etc. En realidad, individuo y sociedad no se oponen entre sí. Constituyen una dualidad que es inespecífica respecto a las formas concretas que histórica y culturalmente adquieren las relaciones entre las personas. El propio neoliberalismo, aunque se suele tomar como ejemplo de individualismo extremo, incluye sus propios modos de socialidad, nos gusten o no. El sujeto neoliberal no tiene menos relaciones sociales que cualquier otro sujeto. Simplemente las tiene de otra manera: son apoyos para el crecimiento de su yo, experiencias que le enriquecen, colaboraciones necesarias para llevar adelante determinados proyectos laborales en grupo que le permiten desarrollar su carrera profesional, etc.
De hecho, hay una dimensión del individualismo moderno que actualmente consideramos irrenunciable: la autonomía. Aun reconociéndonos vulnerables e interdependientes, queremos ser autónomos. En el fondo, si las labores de crianza nos dan tantos quebraderos de cabeza no es sólo porque las condiciones socioeconómicas del capitalismo actual las dificulten, sino también porque pretendemos vidas libres y autónomas. A nuestras abuelas, al menos si eran de clase baja, la crianza les parecían simplemente una tarea más de entre las muchas que les venían dadas. No imaginaban una biografía protagonizada por ellas mismas. Tal vez en el libro se pasa por alto el complejo proceso de subjetivación que ha afectado sobre todo a las clases medias y medias-altas occidentales durante las últimas décadas, en virtud del cual los sentimientos sobre nuestros hijos se expresan de una manera que incluye conflictos entre el (supuesto) instinto maternal y la aspiración a la autonomía y a relaciones igualitarias y no jerárquicas. Hoy no todo está dado por la tradición –hay valores diversos en competencia– y aspiramos a una vida autogobernada. Lo cual, capitalismo aparte, es difícil de conciliar con los cuidados que exige una criatura. A ello se añade que ese mismo sujeto que aspira a una vida autogobernada aspira asimismo a que sus descendientes aspiren a ella. De ahí la preocupación por atesorar técnicas de crianza que se la garanticen. En rigor, ya no es posible un regreso a las prácticas de crianza tradicionales, basadas en unas relaciones familiares y sociales jerárquicas presididas por valores que ahora nos resultarían insoportables. Por lo demás, las técnicas tradicionales tampoco eran del todo espontáneas, naturales ni surgidas de la sabiduría popular. Estaban influenciadas por los consejos expertos de su tiempo.
La externalización de los cuidados, al margen de lo que pueda conllevar de explotación laboral, es posible que implique una cierta descarga de la densidad que encierran las relaciones personales basadas en el don, a veces opresiva. Cuando las relaciones se igualan contractualmente, su viscosidad emocional tiende a diluirse. Y es que los vínculos afectivos, a la vez que se suponen desinteresados, llevan en su seno posibilidades de coacción. Comparativamente, el contrato quizá permite –al menos en ciertas circunstancias– una ruptura de compromisos que no siempre son moralmente constructivos. A este respecto me viene a la mente la figura del asistente personal, reivindicada por un movimiento tan interesante como el Foro de Vida Independiente. El asistente personal es una especie de empleado cuyo jefe es, gracias a él, más autónomo. De paso, he aquí un excelente ejemplo de cómo la interdependencia y la vulnerabilidad no se oponen a la autonomía, la interdependencia o la libertad.
En general, no veo claro de qué modo se justifica en el libro la bondad del compromiso. Por supuesto, si lo contraponemos al egoísmo y pensamos que éste consiste en hacer la puñeta al prójimo, tenemos garantizado que alberga connotaciones positivas. Sin embargo, hay muchas clases de compromiso, no todas tan dignas de encomio. A la postre, el que hoy nos suele parecer aceptable es precisamente el que se acerca más a un contrato que a un don, es decir, aquel que se adquiere libremente. Lo ideal es que además contenga una cláusula de rescisión, como el matrimonio. Y por eso es problemático el compromiso que acarrea la crianza, ya que los bebés no se pueden devolver al remitente. En todo caso, elevar el compromiso a imperativo moral ensombrece la pluralidad de sus formas y los conflictos que genera. Desde al menos el siglo XIX existen incluso tipos de subjetividad basadas en la elusión sistemática del compromiso, como la de los dandis, los hedonistas, los militantes del movimiento childfree o los solitarios clientes de los neko cafés japoneses. ¿Tiene sentido condenar esas formas de ser sujeto por ser poco comprometidas?
Carolina del Olmo habla en ocasiones de la “vida buena” como marco normativo de la crianza. La hace consistir en una vida comunitaria fundada en el compromiso y en un determinado modelo de subjetividad que actúa de causa final: “Nuestra identidad se va estableciendo en el propio proceso de ir negociando entre nuestras elecciones a corto plazo y aquellas otras que tienen que ver con la clase de persona que nos gustaría ser. / En la medida en que somos seres dependientes –que dependemos de otros y de los que dependen otros– esta dinámica se extiende más allá de los individuos. Existe una comunidad de intereses que precede a cualquier conflicto individual. Una red de reciprocidad de la que todos dependemos y que exige nuestro compromiso” (págs. 116-117). Confieso que leyendo esto me asaltan algunos fantasmas: los de la idealización de la comunidad y el retorno del sujeto clásico, kantiano, con un proyecto de vida coherente subordinado a reglas morales compartidas e interiorizadas. Incluso estoy tentado de decir que, en cierto modo, el concepto de vida buena es propio de espíritus cultivados. A la mayoría de la gente nos basta con ir tirando.
Para terminar, quizá el libro se queda en cierto estado de indefinición respecto al tipo de tribu –esto es, de ámbito de crianza y socialización– que se considera deseable o alternativo al desamparo en que nos ha dejado el capitalismo. A mí sólo se me ocurren tres posibilidades, que obviamente tampoco son incompatibles entre sí. La primera y más evidente es el ámbito de socialización primaria tradicional: la familia. La segunda, mucho menos visible a lo largo de la historia, es la que se fundamenta en relaciones de amistad y lo que hoy se llama “crianza compartida”, una práctica minoritaria, testimonial. La tercera opción nos lleva mucho más allá de la socialización primaria: es el desacreditado Estado del bienestar. Cada una de estas tres opciones aparece en el libro y de cada una de ellas se resaltan los inconvenientes con la agudeza de la que siempre hace gala la autora. En cuanto a la familia, no es en absoluto ingenua respecto al lado oscuro de la sociedad tradicional, que permitía compartir la crianza porque sometía a las mujeres a relaciones de explotación. En cuanto a las redes de amistad, en el capítulo 2 se refiere el caso de una persona que habla con cierto desencanto de su experiencia de crianza compartida con amigos: a diferencia de instituciones tradicionales como la familia, la red de amigos no garantiza un compromiso de ayuda estable. Por último, en cuanto al Estado del bienestar, para Carolina del Olmo las políticas sectoriales de conciliación de la vida familiar y laboral y las ayudas a la natalidad parecen ser, en el mejor de los casos, un mal menor: en realidad constituyen un parche que esconde la aceptación de los valores neoliberales de la realización personal a través del trabajo y del individualismo competitivo. Así las cosas, permanece en el aire el tipo de horizonte comunitario por el que se apuesta. Salvo que ese horizonte sea el de una revolución que derroque el capitalismo, claro está. Si fuera así, pienso que la ingenuidad consistiría en creer que los efectos de una eventual revolución anticapitalista serían previsibles y además afectarían a la crianza y los cuidados en la dirección deseada.
* José Carlos Loredo Narciandi
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Somos un grupo heterogéneo de personas que habita tanto los dentros como los fueras de clase. Nuestra intención es acercarnos de modo crítico y transformador a los procesos de aprendizaje en un sentido amplio. No nos interesa desarrollar un conocimiento experto y sí facilitar la formación de una comunidad de aprendizajes no unidireccionales en la que las prácticas, las ideas y las metodologías sean situadas, abiertas, liberadoras y resistentes. El blog que ensayamos tiene vocación de ser un laboratorio común en el que se ponen en juego diferentes lenguajes y conexiones entre lo local y lo global, lo de dentro y lo de fuera, lo viejo y lo joven, lo de arriba y lo de abajo, el norte y el sur. Nos gusta soñar con una educación desplegada, crítica, inclusiva y anticapitalista.
Pilar Cucalón, José Carlos Loredo, María Fernanda (Mafe) Moscoso, Marta Morgade, Jara Rocha y Tomás Sánchez Criado.
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