Culturas
Reflexiones sobre filosofía, historia, literatura y política
01
Oct
2015
17:10
Adiós, Sultán
Por Jactaos Vosotros


Una tarde del año 1443, mientras el ejército del Imperio otomano se enfrentaba a varios países europeos, uno de sus más importantes generales, siguiendo un plan concebido hacía tiempo, abandonó el campo de batalla con su guardia personal en el momento más inoportuno, contribuyendo con su deserción al descalabro de los turcos. ¿A dónde se dirigió esa misma noche el joven Skanderbeg? A su país de origen, Albania.

Skanderbeg, que era hijo de un príncipe albanés sometido por el sultán, había sido hecho rehén a los nueve años, y criado y acogido en la corte. Sin embargo, a pesar de la educación recibida, del éxito de su ascendente carrera y de gozar de la predilección del sultán, a pesar de su aparente integración, la huella del pasado había sobrevivido secretamente en su interior.

Pocos días después, Skanderbeg alcanzó la capital de la Albania ocupada y, presentando un falso escrito del sultán, la puso a sus órdenes, haciendo bajar la bandera turca para izar la albanesa en su lugar. Pronunció entonces ante aquellos albaneses que vivían bajo dominación otomana, unas palabras que ni ellos ni sus descendientes olvidarían nunca: “No soy yo quien os ha traído la libertad: la he encontrado entre vosotros”.

A este inicio le sucedieron veinticinco años de esfuerzos organizativos por superar la división feudal y los atrasos políticos del país, así como también otros tantos de lucha contra los turcos. Éstos emprendían campañas contra Albania cada primavera, pero, llegado el otoño, se veían obligados a partir descorazonados, sin haber conseguido reconquistarla. Al morir Skanderbeg en 1467, los albaneses todavía resistieron once años más, hasta ser nuevamente abatidos y permanecer luego bajo servidumbre extranjera durante siglos.

Con todo, nada sería ya igual que antes. Las palabras de Skanderbeg, el recuerdo de su sublevación, se habían convertido en la plaza fuerte donde, en el futuro, se refugiaría siempre el ánimo rebelde de los invadidos, encontrando en ella la forma de guardar dignidad, identidad y valentía en pie.

"No soy yo quien os ha traído la libertad: la he encontrado entre vosotros", pronunció Skanderbeg al llegar a Albania

¿Qué había querido decir Skanderbeg? Naturalmente, la libertad que afirmó hallar entre los albaneses no sería tal. Al contrario, las humillaciones padecidas por los colonizados no suelen ser en vano. Por ello, es probable que ante Skanderbeg apareciera mucha gente acomplejada, atada de pies y manos por trabas que frenaban su voluntad, indecisos que en el fondo se despreciaban a sí mismos, o se dejaban deslumbrar por la civilización del invasor. Cierto, muchos compatriotas bien podrían haberle sacado de quicio a Skanderbeg debido a su estrechez de miras –producto del fracaso continuado y del miedo–, y él bien podría haberlos tomado por el lado de su inconsistencia y debilidad.

Porque a primera vista, la víctima no es libre ni bella: llora el saqueo de su libertad y la expoliación sufrida, y las lágrimas, el disgusto y la frustración le estropean el rostro. La mujer violada, agredida, traumatizada no tiene una sonrisa inconscientemente apacible, sino que está enferma de ansiedad. Además, le queda aún un camino largo y penoso que atravesar hasta encontrarse a sí misma. Es la mirada que se dirige a ella la que sabe, o no, descubrir su belleza y su valor.

De modo que las palabras de Skanderbeg, y la decisión tomada sobre su vida, casi parecen un acto de piedad. Pues, en comparación con las posibilidades de la corte otomana, la vida cerca de los campesinos albaneses sería una existencia pobre y limitada en muchos sentidos. Poco de ciencias, lengua culta, literatura escrita, poesía, refinamiento, etc. Poco de lujos, vanidades, renombre, promociones. Skanderbeg tenía fácil unirse al vencedor, y colocarse por encima y lejos de la desgracia e indefensión de los albaneses.

¿Cómo es que Skanderbeg, en cambio, renunció a su puesto entre los dirigentes de un imperio poderoso como el turco, y dijo aquellas palabras de reconocimiento a sus compatriotas miserables? ¿Por qué vio en ellos algo más digno de atención que lo que ya poseía? ¿Por que eligió un futuro lleno de peligro en que no brillaría ninguna luz convencional, y todo estaría por hacer?

Como otros que en la historia han sabido despertar la conciencia de su pueblo dándole aliento frente a la adversidad, él había crecido fuera y vivido aparte. Tal vez era ésta la causa por la que podía aportar la confianza en sí mismo y la resolución necesarias que los demás habrían perdido, así como una visión diferente. Quizá Skanderbeg había asimilado para bien ciertas enseñanzas de los turcos, a la vez que no se había asimilado a ellos.

Pero ¿es que había idealizado a los albaneses? ¿Es que desconocía acaso que entre los oprimidos hay también despreocupados, indiferentes, incluso colaboradores y traidores? No, es que ahora no miraba eso. Miraba a la verdad de lo ocurrido, –una imposición por las armas que debía ser denunciada y combatida–, y rechazaba dar carta blanca al malhechor.

Al mismo tiempo, Skanderbeg no se declaraba libertador de nadie, sino que, con sus palabras, se inclinaba ante los albaneses vencidos, negando haber sido antes libre; o más bien, pidiendo ser admitido en aquella libertad resistente y subterránea que él prefería. La otra, la de turco medrador, advenedizo o autocomplacido, basada en el olvido y la injusticia, no la consideraba. No existía siquiera, desde el momento en que él rehusaba hacer abstracción de la barbarie con que se alimentaba.

Quienes escucharon a Skanderbeg, todos los que habían sostenido con dificultad un lugar donde él había podido al fin recibir cobijo, le dieron la respuesta esperada. Comprendieron inmediatamente que la fuerza estaba en ellos; mas también que sus palabras eran un reto y que, en adelante, no les estaría permitido volver a hacer de su experiencia de perder, una costumbre. Por lo que, uniéndose a él, comenzaron, a partir de entonces, a minar con terquedad la sinrazón del enemigo.

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Jactaos Vosotros

Elena Martínez Rubio es doctora en Filosofía y licenciada en Filología Vasca. Autora de Bidaia filosofiak (Utriusque Vasconiae, 2015), Vivíamos a la vuelta de la esquina (editorial Bermingham, premio Ciudad de Pasaia de Poesía 2010), del diccionario Euskara-Alemana Hiztegia/Deutsch-Baskiches Wöterbuch (Elkar, 2006 y 2009)... Traductora al alemán de Comunicado urgente contra el despilfarro de Agustín García Calvo (Belladona, 1981), al castellano de Filosofía y Política/Heidegger y el Existencialismo de Hannah Arendt (Besatari, 1997) y Si estoy desesperado, ¿a mí que me importa? de Gunthër Anders (DDT, 2012), entre otros. Editora de Günther Anders (Llámese cobardía a esa esperanza, 1995), Alain Badoiu (Etika, 1997), etc. Ha colaborado con Diagonal, Egin o Gara.

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