Culturas
Cuestionando el pensamiento oficial y sus monólogos afines
14
Mar
2013
11:15
¿Y ahora qué?
Por Anfigorey

 

John Short | (Reproducción).

Cuanto más sencilla parece la descripción de la realidad, más difíciles se vuelven las explicaciones autorizadas de la misma. La economía nos desplaza constantemente. Frases como «tenemos hambre» o «estoy enferma», parecen del todo incorrectas e inapropiadas. Apenas comenzamos a entender en qué consiste la prima de riesgo, en los periódicos aparece una nueva expresión --como hace unos meses sucedió con el eufemismo de las élites extractivas-- y mientras nos preocupamos por intentar saber qué demonios significa, ya nos vemos lanzados por la ventanilla de un tren en marcha, fuera del tablero de juego.

Que el discurso autorizado de la crisis, el discurso del poder, se escribe hoy en la lengua de la economía, es algo que ya sabemos. Aprender a hablarla y estar al día se hace casi una obligación, y tenemos que vérnoslas en algún momento, inevitablemente, con la aceptación de las reglas de enunciación con las que el lenguaje económico modela a su gusto la realidad, distribuyendo lo que se puede y lo que no se puede decir. Hoy, al igual que ayer, callarse no es en absoluto una alternativa, sino la posición asignada a quien no sólo no sabe hablar, sino que además no está autorizado a hacerlo. Poco a poco nuestras paredes parecen irse estrechando y como ratones asustados nos preguntamos: ¿y ahora qué? ¿Cómo combatir una lógica como la del mercado, un régimen del discurso como el de la economía? Si en realidad ninguna guerra del lenguaje es únicamente una guerra del lenguaje, ¿en qué consiste, entonces?

En 1623, Galileo escribió en Il Saggiatore, El ensayador, su famosa sentencia: “el universo está escrito en lengua matemática”. No se trataba de una simple ocurrencia, era algo más en un momento en que el sentido del mundo se enseñaba y aprendía al dedillo a través de la lectura guiada de los libros sagrados. Al decir que la lengua del universo era otra, Galileo no sólo estaba tomando la palabra y el universo para la ciencia, sino que se enfrentaba a la explicación autorizada de la realidad de la época, invadía un espacio hasta entonces tutelado por la fe.

¿Cómo se atrevió? ¿Tuvo algo que ver aquel aparejo de origen holandés, pensado inicialmente para un uso táctico militar (avistar al enemigo en el frente), que se llamó telescopio? ¿Cómo se le ocurrió hacerlo apuntar hacia el cielo para observar la luna y los planetas? ¿Era eso, entonces? ¿Así de sencillo? ¿Levantar la vista tan sólo? ¿Consistía en esto el atrevimiento, en encontrar una nueva dirección para la mirada?

La historia está repleta de gestos extraños como éste, aunque pocos de una envergadura semejante. Siempre me sorprendió la aparente sencillez de Galileo: encontrar un nuevo uso para algo ya existente. Lo recuerdo al tratar de pensar en qué podría consistir hoy un atrevimiento capaz de dar la vuelta a la descripción autorizada de nuestra realidad; un atrevimiento que nos permitiera salir de la encerrona, del atolladero en el cual no sólo acabamos colaborando en la redacción de planes de ahorro en gasto público –nos parecen pertinentes en un momento de crisis-, sino con pasmosa facilidad también planes de viabilidad para el propio mantenimiento de los servicios públicos: nuestros hospitales; centros de la mujer; ayudas a la dependencia; múltiples proyectos de investigación; los planes de atención a la diversidad que iban mejorando con lentitud en los centros educativos y ya incluso los centros educativos mismos. Ahí, con pasmosa facilidad, nos convertimos en ratones. Ahí está la trampa. Los derechos no son susceptibles de ser marcadores en los planes de viabilidad y sostenibilidad. Los resultados de las conquistas sociales no tienen en el discurso autorizado de la crisis otro lugar que el de eco de algo en otro momento sostenible, que ya ha dejado de serlo. Queda claro que su defensa no podrá basarse en argumentos económicos.

Entonces, ¿cómo nos decimos allende el monopolio de la palabra económica, allende el discurso establecido de la crisis? ¿Cómo defender nuestros derechos, nuestra vida, la de todos?

En Una pequeña fábula, el escritor Frank Kafka hablaba de un ratón que correteaba en un mundo inmenso, y veía como las paredes que antes estaban a cierta distancia, paulatinamente se habían estrechado más y más, hasta que ya sólo parecía haber una última prueba antes del final. En la fábula, el autor hacía intervenir al gato, que daba un consejo al ratón, justo antes de comérselo: «Solamente tienes que cambiar tu dirección».

¿No tendríamos que hacer algo parecido: cambiar nuestra dirección, antes de ser zampados?

No sé muy bien en qué podrá materializarse el intento de hablar fuera del discurso de la economía; sé que de entrada no significaría abandonar la crisis, nuestros problemas continuarán esperándonos mañana al despertar, pero con suerte nos sentiremos cada vez más capaces de hablar y decidir nosotros mismos cómo sea el mundo.

Tomar la palabra no sería un intento más entre otros tantos para cambiar de dirección, será uno decisivo si nos hacemos con una mirada y una fuerza con las que atrevernos a tomar el mundo.

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Anfigorey

Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.

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