Culturas
Cuestionando el pensamiento oficial y sus monólogos afines
30
Dic
2013
16:41
El trueno
Por Anfigorey

--¿Te gustan las novelas de aventuras?
--No he leído muchas, la verdad. Fue un poco aventura leer una, pero no sé si eso cuenta.
--¿Cuál leíste?
--La montaña mágica.
--Uf... ésa no es de aventuras. ¿No es una en la que no pasa nada?
--A mí me pasaron muchas cosas. Vivía en Barcelona. Fue hace años. Tendría que hacer memoria, pero bueno... quizás tampoco te apetezca oírlo.
--Cuenta, cuenta. Tenemos aún un rato hasta que llegue el tren.
--Pues la verdad es que me pareció increíble llegar a una ciudad donde tanta gente leía en el metro a primera hora de la mañana. Al principio me entretenía tratando de ver qué leían –-era difícil, los títulos se tapaban por las manos y muchos llevaban fundas (quizás para que ociosas como yo no hurgasen en sus lecturas y comenzasen a hacerse su propia historia de quiénes eran, a dónde iban, por los libros que leían, como si tuviese sentido)--. Eran cuarenta minutos los que me separaban de mi destino. Casi un trayecto entero de línea, la humilde, me habían dicho, que conectaba los extrarradios --a uno y otro borde-- de la ciudad. Un trayecto para llegar al trabajo. Hasta que empecé, también yo, a leer. Tardé tres meses en leer ese libro. Lo leía sólo en el metro. En esos cuarenta minutos de ida. A la vuelta no siempre era igual de fácil leer. La gente no estaba tan dormida, había más ruido, también yo estaba más cansada. Recuerdo que tenía una edición barata con una cubierta realmente horrible, tanto que acabé cubriendo la portada y contraportada con un papel de pegar negro. Mi intención no era ocultar que leía La montaña mágica, pero reconozco que no me disgustaba la idea de que alguien se preguntase qué estaba leyendo. Me hacía gracia porque parecía una biblia. En cierto modo se convirtió en un libro sagrado para mí. Me agarraba a él como a una rama antes de caer en un barranco. Mi trabajo tenía algo de barranco, de precipicio repetido a diario. Es curioso como conseguimos habituarnos a ciertas cosas. A veces pienso que sin ese libro habría llegado a caerme, a caerme de verdad...
--Pero, ¿de qué va el libro? No te disperses.
--Sí. Es verdad, perdona. Bueno, Hans Castorp, el protagonista, va a visitar a su primo a un sanatorio en los Alpes, donde está convaleciente de una enfermedad pulmonar. Y resulta que se pilla una tos o no recuerdo muy bien qué, pero algo que le hace quedarse un tiempo más, mientras se recupera. A todos nos pasa en algún momento, supongo, tardamos en recuperarnos. A veces vives en un piso con un sofá realmente incómodo y, a fuerza de estar en él, te acostumbras; consigues encontrar un modo de sentarte que incluso te parece confortable. Yo tuve algunos sofás de esos en los que conseguí dormir largas siestas. El libro cuenta cómo pasan los días en el sanatorio, qué le pasa a las personas que viven allí, de qué hablan. Aparecen distintos personajes. Tienen conversaciones muy interesantes. Sobre temas de filosofía, historia. No te sabría reproducir sobre qué exactamente pero a mí me parecían interesantes. Recuerdo que iba a pasar algo en un momento, diría que era en carnavales, algo importante y emocionante. El autor, a lo largo de páginas que yo tardaría semanas en leer, crea una expectación, muy bien dosificada, para que no te olvides, para que te contagies y quieras tú también que suceda. Imagínate cómo era la cosa que yo, en mi mes de diciembre y en mi cubículo repitiendo sonriente «¿en qué puedo ayudarle?» a los clientes que llamaban por teléfono, estaba todo el rato pensando si al día siguiente sería por fin carnavales. Pero Hans Castorp me ponía un poco mala. Veía que avanzaban las páginas y cada vez era más agua calma. Me sentía más cerca de Joachim, sin duda, su primo, porque estaba más enfermo que él, enfermo en serio, digamos, y era más fuerte. Incluso quería volver al frente, Joachim. Qué loco. Y... cuando le sucede aquello... Recuerdo que no estaba en el metro sino en el ferrocarril. Me había llevado el libro. Era el viaje de vuelta del campus universitario, había hecho el viaje para entregar los impresos de inscripción en un curso. Uno de esos que haces porque siempre has querido hacer, no porque te vaya a abrir futuro sino porque te abre el presente. Yo lo veía así entonces, ahora pienso que somos nosotros mismos quienes lo abrimos. Sí. Sucedió durante aquel viaje de vuelta. Poco antes de adentrarse en el trazado que está ya debajo de la ciudad. Al cerrar las tapas del libro, justo antes de detenerse el tren, vi a un señor a cierta distancia que me miraba sorprendido. Me sequé las lágrimas sin importarme que el señor me mirara y, aún sin querer creerme lo que acaba de leer, cambié a la línea del metro para ir a casa. No era justo. Y quedaban tantas páginas. ¿Cómo podían quedar tantas? Pero en algún momento, en algún signo de puntuación o forma de cambiar de una frase a otra sentí que alguien (¿será el autor quien consigue hacer estas cosas?) me recordaba que la historia continuaría al día siguiente, que dejara de leer, que descansara. Sobre mi hombro sentí cómo se apoyaba una mano, una que pesaba tanto como una palabra. Debe ser el autor quien hace esas cosas. Los dos sabíamos que al salir del metro me esperaría un sol, que esperándome estaría también la calle que me llevaría al ascensor, y de allí al final de pasillo donde una ventana esperaba ser abierta y una bocanada de aire haría que me sintiese de nuevo contenta por haber regresado de entregar unos impresos, porque alguien hubiese confiado en mí para una beca y, sobre todo, porque me había atrevido a pensar en los últimos meses algo que por fin había conseguido hacer que sucediera. También un gato acabaría regañándome: «¿dónde estabas?, tenía hambre», diría. El dueño de la mano, de esa palabra sobre mi hombro y yo sabíamos todo eso. En el tren se había quedado algo pero al día siguiente continuaríamos, en la dirección y duración acostumbrada. Y así pasaron las páginas. Pasó aún un tiempo antes de comenzar el curso. El suficiente para acabar de leer el libro, el justo para que me llamaran de otra empresa y me hicieran una entrevista. Un trabajo que estaba más cerca de casa. No, no fue demasiado tiempo el que pasó antes de oírse el trueno. Para mí que lo leía, claro, porque para el ensimismado Hans Castorp fueron necesarios aún varios años más.
--¿El trueno?
--Sí, el trueno. ¿No lo has oído nunca? Hans Castorp lo oyó. Y fíjate que yo no acababa de creerme que pudiese llegar a sentir la explosión aturdidora, el trueno histórico que hace estremecer los fundamentos de la Tierra, ése, sí, el que hace saltar bajo nuestros pies la montaña mágica. De ese trueno te hablo. Tuve noticia del que hizo estallar la de Hans Castorp un lunes 30 de enero en un vagón de metro. Acabé de leer allí La montaña mágica, entre los rugidos de la tripa de una ciudad hambrienta a primera hora de la mañana. Entonces me di cuenta de que si bajo tierra puede escucharse un trueno, entonces se puede escuchar en cualquier lugar del mundo. Asentí tímidamente con la cabeza mirando las últimas palabras justo antes de cerrar el libro y salir del metro. Nunca he vuelto a leer un libro como leí éste.
--¿Pero qué pasó después? No entiendo nada.
--¿Después? Bueno, léelo si tienes interés. ¿Qué importa después, una vez ha estallado en nosotros la montaña ahora? Mira, el tren, ya está aquí. Andiamo.

comentarios

0

Anfigorey

Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.

Tienda El Salto