Cocteau se daba cuenta. «Cuando una historia no engancha la mente, esta tiene tendencia a leer demasiado deprisa y a untar la cuesta con jabón.» ¿Quién no ha hecho eso alguna vez? Ahora bien, la lectura en soporte digital parece estar cambiando el guion. Antes de llegar a la primera palabra del cuerpo de un texto la pendiente puede hacernos resbalar.
Una de las variaciones más recientes tiene que ver con la estimación del tiempo de lectura, un dato que ha empezado a incorporarse -junto a la autoría, el título o la fecha- en los artículos de algunos periódicos digitales. No puede sorprendernos demasiado otra cifra en un mundo administrado como este, pero es curioso porque la lectura siempre ha querido ser una válvula de escape o detonante de pensamientos e ideas con voluntad de poner entre paréntesis la temporalidad comúnmente aceptada. Quién sabe si seguirá siendo así por mucho tiempo con los nuevos modos de monitorización de la lectura de los textos digitales, un proceso del cual conocemos tan solo una pequeña parte.
¿Todos disponemos, en verdad, de esos diez minutos que puede reclamar la lectura de un artículo? Que el tiempo y el dinero no son los bienes mejor repartidos del mundo es algo que ya sabemos. Así que es posible que no, que no tengamos ese tiempo, o bien necesitemos más de cinco o diez minutos. Porque la estimación del tiempo de lectura presupone, en realidad, un principio difícilmente literario, a saber, que el tiempo de reflexión que acompaña a la lectura de un texto es mensurable y previsible. En el mejor de los casos, una buena lectura nos trastoca los planes, nos hace retomar una frase, repetir una palabra, levantar un segundo la vista (pero sin perder la línea) y tratar de recordar dónde hemos oído algo parecido, a quién se lo hemos escuchado antes, nos hace tomar una nota, etc. ¿Qué invento, en definitiva, es el tiempo estimado de lectura?
Aún nos quedan las imágenes. Es a ellas a las que deberíamos empezar a leer, mientras su tiempo sea ajeno a estimaciones posibles.
Vermeer pinta a una mujer, una sirvienta, apoyada en una mesa en la que hay objetos que nos hacen pensar en la presencia de otra persona. La mujer está dormida. Quizás alguien ha estado, no hace demasiado tiempo, en esa silla y por eso los pliegues del mantel. Es posible. ¿Será suya la chaqueta colgada detrás de la puerta? Pueden haber estado hasta tarde hablando. La puerta está entreabierta. ¿Quedará alguien todavía despierto a estas horas en la casa?
Entre las informaciones que uno encuentra si sigue la pista del cuadro descubre que Vermeer borró la figura de un hombre y la de un perro, haciendo que la escena gane en ambigüedad y, a la vez, abriendo un espacio donde quedan a la vista las pistas de esa ausencia. Quizás Vermeer deseaba que la mirada del observador interrogase a cada detalle del cuadro hasta llegar a la expresión en el rostro de la mujer. A poco que sigamos observando, el cuadro nos va convirtiendo en uno de sus personajes. Y deja de importar el tiempo que haya pasado. Era eso.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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