La diferencia entre dejar de hacer aquello que hacemos habitualmente y empezar a hacer algo que no habíamos hecho nunca antes es extremadamente pequeña. Un paso, apenas una separación que se derriba de un soplo. Pero no resulta en absoluto sencillo. Esta mañana hablando por teléfono recordé una escena de L'an 01, una película de 1973, realizada por Jacques Doillon, Gébé, Alain Resnais y Jean Rouch. En ella, un hombre llega a su casa y antes de introducir la llave en la cerradura, levanta la vista hacia la puerta de al lado, de la que apenas hay un metro de distancia, marca el paso exacto y llama a la puerta:
--Hola, soy su vecino.
--Ah, sí.
--Nunca me he atrevido a hablar con usted y bien... he pensado que podía comenzar hoy. Verá... resulta tan estúpido que usted y yo vivamos en el mismo edificio, que seamos vecinos y no nos conozcamos todavía...
--Pase, será un placer. Adelante.
Al otro lado del teléfono, mi interlocutora se ríe. Si haces eso aquí, una señora te cerraría la puerta pensando que estás loca o quieres venderle algo, le diría a sus amigas que tiene una vecina rara, se reirían. Sonreí imaginando la posible escena. Había un poco de amargura en esa sonrisa. En la película todo el mundo deja de trabajar y decide empezar de nuevo. Algo diferente.
Llevo tiempo preguntándome cuáles son nuestras armas. Siempre hemos escuchado decir que la huelga es la única arma que tenemos los trabajadores. Planteada habitualmente como una jornada de 24 horas sin acudir al centro de trabajo, es un arma, sin duda lo es, pero quizás en un momento de escandaloso aumento del número de desempleados, no de las más efectivas. No la única al menos. Hace unos días las medidas de presión planteadas por el sindicato médico CESM en la comunidad de Murcia llevó a los facultativos a guiarse por una interpretación estricta de la praxis médica, esto es, “anteponer siempre el estricto criterio médico y sin tener en cuenta variables económicas”. El colapso de varios hospitales no se hizo esperar. La solicitud de más pruebas médicas; el ingreso hospitalario de pacientes que habitualmente son enviados a casa; el aumento de tiempo de atención por paciente; y la prescripción de medicamentos más caros, fueron algunas de estas medidas. La presión ha surtido efecto, por lo pronto la aplicación inmediata de la rebaja salarial parece haber quedado en suspenso. En las mismas fechas, en Grecia, otro país en el campo de tiro de la Troika, fue aprobada en el parlamento una orden de movilización forzosa, de obligación de trabajo, que llevaría, leíamos hace unos días, a “penas de cárcel de un mínimo de tres meses y a sanciones disciplinarias que pueden conllevar el despido” a los docentes que secundasen una huelga que había sido convocada para tan sólo unos días más tarde. Casi nos habíamos convencido de que las huelgas en contadas ocasiones servían para algo. Quizás, a medida que avance su prohibición o se extiendan las medidas disciplinarias para impedirlas, tendremos que volver a repensar no sólo en qué pueda consistir una huelga, sino preguntarnos una vez más cuáles son, cuáles podrían ser nuestras verdaderas armas hoy.
En Para una crítica de la violencia, ensayo publicado en 1921, el filósofo alemán Walter Benjamin retoma la distinción de George Sorel entre la huelga general política y la huelga general proletaria. La primera consiste en una paralización de la actividad productiva con la intención de conseguir ciertas modificaciones en las condiciones de trabajo (mejoras salariales, organizativas, etc). A lo que Benjamin apunta no es a una interrupción temporal de la actividad como antesala de una negociación, sino a la supresión misma del sistema que sustenta las condiciones de explotación, es decir, en la huelga general proletaria la paralización de toda actividad sería ya tiempo revolucionario, tiempo en el que no se pretende retomar el trabajo anterior, sino sólo “reanudar un trabajo completamente modificado y no forzado por el Estado”, escribe el autor. ¿Qué podría querer decir esto? Una pregunta así sólo podría obtener respuesta después, nunca antes. Me imagino de una forma muy vaga que tendría que ver con dejar de ser lo que somos, dejar de pensar como pensamos. Si bien resulta difícil de imaginar, nos pone delante de un hecho que no deberíamos pasar por alto: ¿en qué medida nuestras acciones, individuales o colectivas, cuestionan realmente las bases del sistema económico actual? Es más, ¿cómo cuestionar hoy una realidad, la capitalista, que anida en nosotros mismos, que ha conseguido impregnarlo todo, inmiscuirse incluso en unos afectos que creíamos tener a salvo? Hoy todos somos empresarios de nosotros mismos, gestores de un currículum, de nuestro aspecto, de una vida que debemos hacer no sólo productiva, sino atractiva y maleable bajo cualquier circunstancia.
A falta de sujetos políticos tradicionales, desarticulada la clase trabajadora en la suerte del juego de la negociación y las sucesivas concesiones al sistema que debía ser combatido, ¿es aún posible pensar algo que pueda llegar a subvertir el orden de cosas actual, algo diferente?
Convendría desaflojar algunos de los corsés que nos han orientado a pensar de cierta manera la sociedad y a nosotros mismos. Una vuelta de tuerca. Decidirnos a hacer un cambio para que pueda ser pensado el cambio, aunque nos parezca del todo contraintuitivo. Nos parece contraintuitivo en parte porque hemos interiorizado un modo de comprender la realidad semejante al de un arquitecto que no puede prescindir de diseñar un plano (teoría) antes de llevarlo a cabo (praxis). ¿Y si hubiese llegado el momento de dejar de aceptar esta secuencia de los acontecimientos? ¿Podríamos hacer algo aún a riesgo de equivocarnos, pensar aún a riesgo de no saber con exactitud cuál sería el resultado? ¿Sería deseable un mundo sin mapas o el temor a perdernos nos sigue anclando a la orilla?
¿Y si no se trata de lanzarnos a un río, sino de inventarnos el agua que falta?
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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