Quizás hayamos interiorizado, sin darnos apenas cuenta, las condiciones de la desigualdad. Nos hemos acostumbrado a creer que la igualdad vendría, a modo de resultado, tras una serie de medidas (políticas, administrativas, educativas); en la imagen de un trayecto, sería el punto de llegada. Sin embargo, la igualdad es siempre el punto de partida, el presupuesto gracias al cual nos reconocemos y vivimos juntos. Es presuponiendo la igualdad de inteligencias como podemos desarticular el orden vigente, la rigidez de las instancias que validan esta realidad hecha mercado. Pero no nos confundamos, decir que todo el mundo piensa se parece bien poco a un grito de guerra. No consigue siquiera hacer un rasguño al poder de clasificación que ejercen sobre nosotros nuestros currículos, papeles que nos hacen unas veces creernos mejores; otras, no suficientemente buenos; o, sencillamente, un trozo de carne con hueso que alimenta el trabajo precario o el cálculo del IPREM. Quizás la igualdad quedó neutralizada en la formalidad de unas normas que no pretendían cumplimiento. Reducida a oportunidad, la igualdad ha facilitado el endeudamiento de la población y ahora promete agilizar los trámites para darnos de alta como autónomos y fundar nuestra propia empresa. Todas las inteligencias son iguales jamás ha sido el principio regulativo de nuestro sistema educativo, ni siquiera siempre un supuesto en nuestras relaciones personales. La cuestión es hoy si lo creemos o no.
Quien juzga
Sale de casa ataviado con toga y mazo, dispuesto a dictar sentencia. Culpable, culpable, culpable... va pensando al mirar a su alrededor. Trae y lleva sin mayor esfuerzo expresiones como «la mayoría», «la sociedad», seguida de apelativos tales como «acomodaticia», «sumisa», en artículos de opinión con gusto a sopa fría, una sopa del principio de los tiempos. Se trata de una estrategia de dominio, la manera en que nuestros pensamientos operan al juzgar, aún cuando formen parte de un murmullo que creemos compartido. Jamás sabremos qué han visto los ojos de un joven, ni qué peso han cargado unas manos cansadas, pero nos atrevemos a juzgar esos ojos y esas manos. Si toda sentencia delata la naturaleza de las leyes bajo las cuales es dictada, nuestros juicios nos delatan a nosotros mismos. Reduciendo la potencia de los demás, aniquilamos la nuestra propia. «Tu dignidad es la de todos», nos recuerda el verso de José Agustín Goytisolo. Quizás no exista mayor verdad.
El vínculo
La realidad ha estallado en nuestros ojos pero seguimos echando mano del calzador, forzando, con la lógica del sí y del no, unos acontecimientos que no sabemos cómo detener. Sentimos que esta realidad aprieta demasiado para seguir calzándola, pero ¿cómo deshacernos de unos zapatos adheridos a nuestros pies?
«Para unir al género humano no hay mejor vínculo que esta inteligencia idéntica en todos», escribía Rancière en El maestro ignorante (1987), al hilo de las reflexiones acerca de la enseñanza del pedagogo francés del siglo XIX, Joseph Jacotot.
Hablar de igualdad se hace necesario en un tiempo fundamentado en el supuesto contrario, es preciso en el actual régimen de la desigualdad. Quizás sólo presuponiendo esta igualdad de inteligencias podemos hacer algo: empezar a ocupar palabras vacías e inventarnos otras nuevas, que aún no conocemos. Lo que sí sabemos es que hay una lanza que nos atraviesa. Lo que sí sabemos es que continuar mintiéndonos no es más una opción.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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