Es posible que los hechos de nuestra vida, aislados, no signifiquen nada y sean únicamente nuestras interpretaciones las que les dan sentido. Sólo metafóricamente podríamos atribuirle algo así como intenciones narrativas a una vida, pero lo cierto es que estamos inmersos en una tarea continua de narrarnos a nosotros mismos. Ya sea completando perfiles públicos en redes sociales o preparando currículums para diferentes sectores, nos versionamos y reescribimos constantemente. El precepto délfico conócete a ti mismo ha encontrado su actualización en el invéntate a ti mismo propio del nuevo yo empresa que somos –aun sin tener en apariencia nada que poder vender, a excepción de nosotros mismos. Saber venderse requiere también saber contarse. Dependiendo de la finalidad perseguida y el medio, privilegiaremos una información sobre otra e iremos confeccionando nuestro chaleco antibalas, esa coartada que debe ser un buen currículum vitae o el cristal blindado que nos mantendrá a resguardo de los dardos en la Red.
Nos sabemos vigilados pero lo importante sigue siendo no sentirnos coaccionados; no poner en duda que debemos preferir seguridad frente a libertad; acudir voluntariamente al trabajo y dedicarnos por tiempo completo a ese marketing de uno mismo que nos arroja al intercambio general como una mercancía más, igualmente intercambiable, donde nuestras palabras devienen eslóganes, y nuestros deseos y preferencias son conquistados a través de cookies, banners, share. El culto a la velocidad exige de nosotros mensajes sencillos, narrativas de digestión rápida para poder ser (también nosotros) digeridos rápidamente. Un currículum no debe tener más de dos páginas. Pero eso ya lo sabemos.
Los mecanismos que desactivan el pensamiento están en todas partes. La semana pasada el fallo del Tribunal Supremo que confirmaba la nulidad del Expediente de Regulación de Empleo de la planta de Coca-cola de Fuenlabrada (Madrid) y exigía readmitir a los despedidos, encontró respuesta al día siguiente con un anuncio publicitario de la compañía a página completa en las portadas de las principales cabeceras de prensa escrita con el mensaje: Hoy es el primer día para un nuevo futuro juntos. No es la primera vez que algo así sucede. En el mes de enero un banco compró también la portada de los siete periódicos de mayor tirada. Los mensajes han dejado de ser subliminales. El espacio de la política se confunde, cada vez más, con un espacio publicitario. Nada se esconde. No sólo los límites entre tiempo de trabajo y ocio, entre productos y servicios, la información y la publicidad, han dejado de ser evidentes, también lo son los límites entre lo personal y lo político. No nos escondemos. Sabemos que cuando no hay un lugar privilegiado para la política más lugares pueden ser politizados (un desahucio, un parque, la consulta de un médico).
Hasta hace poco pensábamos que si no salíamos de nosotros mismos no conoceríamos nunca al enemigo. La tarea se complica para el nuevo yo empresa. Enemigo de sí mismo, sus deseos lubrican el engranaje que le oprime. Y quizás siga siendo así mientras no nos demos una nueva medida de valor, que no sea dinero.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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