Todas nuestras libertades son precarias si acaban siendo reemplazadas por formas de servidumbre nuevas. Liberados de una cadena, de inmediato nos vemos apresados por otra nueva. No es de extrañar que la historia que da cuenta de los sujetos históricos esté repleta de disidencias, de hombres y mujeres de quienes no llegaremos quizás a tener noticia que vieron demasiado pequeños los papeles que los relatos autorizados de su tiempo les asignaban. También hoy es para muchas necesario emprender una disidencia con respecto a la narración dominante de nuestro tiempo, abandonar los lugares que ella nos destina, ésos en los cuales no hay nunca nada que pensar sino, a lo sumo, preguntas que responder.
Hoy, ya individuos y empresarios de nosotros mismos, la exigencia de versatilidad y flexibilidad que nos exige el mercado laboral es la nueva seña de servidumbre. Sin poder adquisitivo suficiente para mantener nuestro nivel de consumo ni la estabilidad laboral necesaria que nos permita ampliar el crédito y saldar nuestras deudas, continuamos diciéndonos precarios porque no hemos encontrado otro modo de referirnos a lo que nos pasa. Si aún conservamos nuestros trabajos, éstos siguen siendo precarios. Pero la precariedad no es únicamente laboral; no se queda nunca detrás de la puerta giratoria de un centro de trabajo; nos persigue y cruza cuando nosotros cruzamos el umbral de la puerta de casa y, porque se nos ha adherido y atravesado la piel, ya dentro se manifiesta en síntomas que hacen del nuestro un cuerpo nervioso, un cuerpo enfermo. El capitalismo no da tregua. Si nos hace falta tranquilidad, nos exige inmediatez; si nuestra necesidad es descansar, nos roba el sueño.
Ahora estamos finalmente despiertos. Leímos en los libros que era nuestra conciencia lo que debía ser conquistado. Nadie nos advirtió cuán nítida podía llegar a ser una vigilia. Ya no podemos engañarnos por más tiempo esperando una salida individual a unos problemas que son siempre colectivos. Lo verdaderamente urgente es dejar de tener miedo. Pero dejar de tener miedo nada tiene que ver con albergar la esperanza de que todo mejore, que un viento o tendencia cambie.
Dejar de tener miedo es dejar de sentir que estamos solas frente a la realidad.
Sin miedo, por fin podemos mirarnos a los ojos. Ahora nos reconocemos.
comentarios
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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