A Fernando
La mayor parte de nuestras locuras, a fuerza de repetirse, acaban convirtiéndose en costumbres. Quizás Adele no tardó en acostumbrarse a las de su marido y aceptó con cierta resignación ser siempre ella quien empezara a comer. Imagino al matemático a diario examinando minuciosamente la regularidad y las variaciones de los movimientos del rostro de Adele, cartografiando al detalle sus facciones mientras ella introducía las primeras cucharadas de sopa en la boca. Quizás algún día la sopa estaba demasiado salada o un tanto insípida. No se haría esperar el gesto de preocupación del matemático al detectar unos movimientos no previstos en un rostro que comenzaría a reflejar su desagrado, gestos que podrían ser interpretados como los primeros efectos del envenenamiento que temía desde hacía tiempo. Me pregunto si, llegado ese momento, en su delirio se sentiría simplemente desgraciado por estar a punto de presenciar la muerte de su esposa o habría algún resquicio para otra sensación mucho menos confesable: un débil pero reconfortante alivio al ver que el tiempo le había acabado dando la razón y aquella obsesión suya con el envenenamiento de la comida no era el mero efecto de una locura privada. Es imaginación simplemente. Las vidas de los demás raramente obedecen a las expectativas narrativas que depositamos nosotros en ellas, lo habitual es que las contradigan, aunque nos parezcan –esta podría ser buen ejemplo– sacadas de un libro. Tal vez las enseñanzas se esconden siempre donde menos lo esperamos. Para nuestra sorpresa, cuanto más nos esforzamos por evitar algo, más probable es que suceda. Era de esperar que la comida acabase teniendo algo que ver en la muerte del matemático. Todo se precipitó con la enfermedad de Adele y la operación que la obligó a un largo ingreso hospitalario. Entonces el matemático dejó de comer y acabó muriendo de inanición.
La de Kurt Gödel y Adele Nimbursky es una historia a la que se puede seguir la pista con facilidad, una de las historias de genios que acaban reforzando opiniones más o menos extendidas acerca de la locura de los matemáticos, diagnóstico que hacemos recaer con la misma naturalidad sobre filósofos, cuando no sobre artistas, en sentido amplio. En realidad, la vida de los demás no deja de ser un enigma que apenas llegamos a rozar con la yema de los dedos. Pero la juzgamos. Vaya si lo hacemos. Con la balanza preparada, sumamos esto, restamos aquello, sin darnos cuenta de que es a nosotros mismos a quienes medimos. Sólo a veces un desconocido nos devuelve en sus ojos la pregunta callada que no siempre sabemos cómo hacernos. Quién te cuida.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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