03
Dic
2014
16:53
La orilla
Por Anfigorey

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–Creí que tenía una frase pero ya no estoy tan convencida.

–¿Cuál? ¿La primera o la última?

–Pensaba que sería la primera. Decía: “No se trata de buscar nuevos enemigos sino de ampliar nuestra red de aliados”.

–Suena bien, ¿qué quieres decir con eso?

–Bueno, resulta que hace un tiempo pensé en escribir un texto, pero lo fui posponiendo y todavía no lo he escrito. Había encadenado una serie de lecturas y creí que podía sacar un texto de ellas. Leí una conversación entre Foucault y Deleuze, sobre la cuestión de Los intelectuales y el poder1. Tuvo lugar en 1972 y me pareció muy clarificadora, ya sabes, un texto al que agradeces las señas, como cuando un desconocido te orienta para llegar a un lugar.

–¿A dónde llegaste?

–Ahí está el problema: escribí un texto corto pero no exactamente el que necesitaba. Es como si no hubiese llegado a ningún lugar aún. Sigo una dirección.

–¿Y qué dicen tus amigos franceses?

–Dicen algo muy importante, dicen que “las masas no tienen necesidad de los intelectuales para saber”. Que las masas saben, incluso –dicen–: “perfectamente, mucho mejor que ellos”. La experiencia del mayo del 68’ francés les hacía pensar así. Está bien que lo digan ellos, porque lo decían desde la posición que socialmente los ubicaba más del lado de los intelectuales que del lado de las masas, al fin y al cabo estamos hablando de un círculo universitario, que de por sí mueve la balanza hacia ese lado. Si lo digo yo no tiene el mismo peso. A mí me resulta bastante obvio que no necesito a un intelectual para saber, pero no puedo olvidar que he cursado estudios universitarios y muchas de las cosas que pienso se deben a lecturas de obras de algunas personas que en su momento fueron consideradas intelectuales, profesores, e incluso a esos dos franceses que mantuvieron una conversación en 1972 en la que decían que yo no los necesitaba para saber. Por todo esto me parece potente el mensaje y, a la vez, actual. Pero también me complica las cosas y no sé por dónde arrancar o mejor dicho, cómo demonios cerrarlo.

–Bueno, quizás el problema es que seguimos inconscientemente forzados a dibujar siempre mapas para salir de laberintos; a tener el pensamiento acabado; limadas las asperezas; todo bien pulido. Más de una vez te has quejado de eso mismo y ahora estás preocupada por no saber cómo cerrar un texto. Un poco contradictorio todo esto, ¿no?

–Sí, sí lo es. Y eso también me hace pensar. Todos llevamos encima un montón de dudas. Quizás también me frena un poco el hecho de no ser yo una experta en Foucault y Deleuze. Tengo demasiado por leer aún.

–Ya, tú nunca crees que has leído mucho de nada. Sigue. ¿Cuál es la dirección?

–Pues, al final, a mí en realidad lo que me pasa es que me aburre el mayo del 68’. Es un imaginario rico: historia, memoria y, por supuesto, forma parte de mis ficciones más precoces, pero por eso mismo, me tiene ya muy cansada. Y no sólo cansada, sino que me hace preguntarme por qué en algún momento me he visto a mí misma usando unos imaginarios que no eran los míos y de dónde brotó esa necesidad de perpetuar la veneración al mayo francés o a cualquier otra cosa; por qué los hechos históricos importantes siempre suceden lejos del lugar en el que tú vives y los temas filosóficos nunca coinciden con tus experiencias vitales. Eso es lo que me gustaría hacer explícito en el texto, pero no quiero meterlo con calzador. Ha sido una de mis preocupaciones desde siempre, muy anterior a la lectura de esa conversación e incluso anterior a tener las herramientas para poder expresarla del modo en que lo hago ahora contigo. Si las masas no necesitamos a los intelectuales para saber, quizás tampoco necesitamos obligatoriamente los imaginarios que han cristalizado como los autorizados dentro del pensamiento crítico, la filosofía política, etc. Y esto no es para nada nuevo. Deleuze y Foucault concuerdan en que el papel del intelectual es luchar contra las formas de poder en las que, sin duda, ellos mismos están inmersos, “para hacerlo aparecer y golpearlo allí donde es más invisible y más insidioso”, dicen. Y, en eso --ellos y yo-- estamos hermanados, cada uno arañando nuestra parcela arañamos una misma realidad. Es una lucha transversal, que se hace general en cada práctica local, en cada pequeña acción. Es eso lo que nos conecta, aunque no tengamos nada que ver. Existen dificultades para manifestar disidencias en muchos departamentos universitarios; impedimentos de todo tipo para combatir la explotación laboral en cualquier empresa. No tenemos nada que ver pero tenemos todo que ver.

–Entiendo. Por cierto, ahora que hablas del mayo francés, estoy pensando que el adoquín y las barricadas de las fotos de las calles de París son imposibles de imaginar hoy, ¿no? En mi calle todo es hormigón.

–No lo había visto así. Me parece que lo resumes bien: seguimos hablando de adoquines cuando ya todo es hormigón. No sé exactamente con qué palabras podremos combatir el hormigón o el cemento, yo no sé diferenciarlos, la verdad, todo me parece igual.

–Ya somos dos.

–Sabes, a veces siento que estoy muy en la orilla de todo, aún con los pies en cuestiones preliminares; y me parece que la voy conociendo lentamente un poco más. Otras veces, siento que estoy ya dentro de un mar, pero me veo actuando como si siguiese aún en la orilla. No sé si he llegado por fin a ella o todavía no me he atrevido a abandonarla.

–El asunto es que nos necesitamos unos a otros, seamos lo que seamos y nos encontremos en donde nos encontremos.

–Sí. Además, dentro de una lucha contra las formas de poder, esa división entre intelectuales y masas sólo puede ser rechazada por lo reaccionaria que es en sí misma. Siendo transversal de veras una lucha, los escenarios privilegiados desaparecen, se hacen necesariamente múltiples; nuestros temas, se vuelven importantes; y nuestra red de aliados necesariamente crece. Como mujer, sin ir más lejos, lidio constantemente en las tripas de un aparato que ha diseñado para mí, desde bien niña, cómo me convertiría en mujer; que juzga ciertos comportamientos, afectos y maneras de demostrarlos como más o menos femeninos, incluyendo mi manera de escribir y pensar; que casi con seguridad me ofrecerá salarios más bajos por ocupar puestos de trabajo similares a los de un hombre; y legisla y seguirá legislando sobre mi cuerpo, dictando qué debe suceder en él, cuándo y cómo. Y un sinfín de cosas más. La lista es interminable, porque nunca somos únicamente mujer. Es imposible sostener individualmente una lucha que involucra tantos frentes.

–Ese creo que es el cierre del texto.

–Sí, parece que ya no me quedan más excusas. Lo voy a pasar a limpio.

–Déjame leerlo cuando acabes.
 


1. La referencia original es: Les intellectuels el le pouvoir. L’Arc, n° 49, 2° trimestre. 1972. Se encuentra recogido en Michel Foucault: Microfísica del poder, Ediciones La Piqueta, Madrid, 1993.

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Anfigorey

Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.

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