Culturas
Cuestionando el pensamiento oficial y sus monólogos afines
09
Feb
2016
00:43
La hora
Por Anfigorey

 

Herbert List (1932)

Unas frases sueltas pueden bastar para que algo comience; pueden ser suficientes para desbaratar los planes de una tarde, los de una vida. Haremos bien al no subestimar la fuerza de las palabras, ahora que, según se dice, no valen nada.

Hace unos meses en un programa de radio se mencionaba algo que sucede en una novela de la que no había oído hablar antes. Después de una guerra nuclear a escala mundial los únicos supervientes son los habitantes de Australia, que esperan la llegada a sus costas de una nube radioactiva que está siendo arrastrada por las corrientes de aire en la atmósfera. No hay esperanza ni escapatoria posible. Tampoco se dan las condiciones para la existencia de un héroe. No hay vuelta atrás. En este contexto desolador (cada vez quedan menos días para que la nube tóxica arribe a Melbourne) unas personas quieren aprender algo que aún no saben: empiezan a estudiar francés. La hora final (On the beach, en su versión original) es un libro del escritor australiano Nevil Shute, libro descatalogado que fue un bestseller en su época, cuya última edición en español es de los años sesenta.

Dos años después de su publicación, en 1959, Stanley Kramer dirigió la adaptación cinematográfica que se distribuyó también bajo el título La hora final. Al contrario que la novela, la película sí puede conseguirse sin dificultad. Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y Anthony Perkins son algunos de los actores del reparto de una cinta que tuvo bastante repercusión en un mundo en plena guerra fría, en el cual la amenaza nuclear estaba más del lado de la realidad que del lado de la ficción. Aquellas personas que decidían aprender francés en el libro no aparecen en la película. Aparecen otras. Una relación amorosa, que nos recuerda que sigue existiendo el amor a pesar de la inminencia del fin del mundo; la vida diaria de una pareja que sigue cuidando a su bebé; una carrera de coches, que tiene lugar a pesar de que todo se acabe; una fiesta, celebrada también a pesar de todo. La vida transcurre con aparente normalidad, más de la que esperaríamos atribuir, de entrada, a la certeza del final. Tanto es así que la hora final acaba pareciéndose demasiado a cualquier otra hora, a una no tan distinta de esta misma hoy.

Intentar aprender algo que aún no sabemos es una de las tareas a las que dedicamos más tiempo en nuestra vida. Pero también es cierto que la mayoría de nuestros conocimientos, como sucede con el resto de conquistas sociales, necesitan afirmarse y reafirmarse con cierta regularidad; raramente son adquiridos de una vez para siempre. Por eso, tanto o más necesario que aprender cosas nuevas es repetir aquellas que hemos aprendido. De ese modo se hacen más fuertes. Y al igual que es a través de la repetición cómo una materia acaba por convertirse en conocimiento, también las verdades más simples deben ser repetidas para ser recordadas. Solo corremos el riesgo de olvidar aquello que ya sabemos. Quizás la habilidad de la historia que propone Nevil Shute, y a la que Stanley Kramer acompaña con imágenes, es precisamente ésa. Al fin y al cabo, la ficción puede ser el camino indirecto que nos permite ver una realidad cercana (cercanía no siempre fácil de reconocer ni aceptar); un procedimiento que nos recuerda al seguido por el pintor, quien comprueba las proporciones del cuadro que está pintando al mirar su reflejo en un espejo.

«Si todos eran tan inteligentes, ¿por qué no supieron lo que iba a pasar?», pregunta alguien en un momento de la película. «Lo sabían.», es la respuesta. Y aquí La hora final nos devuelve un reflejo incómodo, el de un rostro que se parece demasiado al nuestro propio. También nosotros lo sabemos. No se puede decir que no lo sepamos. Lo sabemos, aún sin querer saberlo; fingiendo no saberlo, lo sabemos; cada uno en su particular Australia, con su vida privada, lo sabe; cerrando los ojos, no dejamos de saberlo. Pero si no es un saber lo que nos falta, ¿de qué se trata entonces? ¿Cuál es la fuerza que necesitan las demás horas para empujar lejos esa hora final? ¿Existe esa fuerza? Dando la espalda a la alambrada, se hace la alambrada más fuerte. También eso lo sabemos.

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Anfigorey

Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.

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