El capitalismo ha dejado hace tiempo de vender objetos. En su lugar vende experiencias, modos de vida, eternidad. Al doblar la esquina puede asaltarte un coolhunter, uno de esos "cazadores de tendencias" habilitados para convertir tu combinación de botas, camisa y sombrero, en una moda selecta; la página par de una revista; la marquesina desde la cual una chica escuálida clavará sus ojos en ti, mientras esperas el bus con impaciencia. Las armas secretas del capitalismo nunca parecen armas. Las estrategias de marketing son armas blancas. La mirada de esa modelo es lanzada desde ultratumba. Pero hemos aprendido a ver tan sólo moda, belleza y no muerte.
En realidad nos hemos acostumbrado a que las mercancías sean efímeras, pero no lo hemos acompañado de una enseñanza de que todo tiene un fin o que todo se acaba, más bien lo contrario, todo es renovable, todo substituible. "No llores, ya compraremos otro, uno mejor". Apenas permitimos que las cosas que compramos se degraden, no consentimos que algo llegue a tener un roto, una muesca, un rastro nimio del paso del tiempo. Cualquier atisbo de imperfección hace de nuestras posesiones algo absolutamente prescindible. Esa arruga, esa mirada, la chica de la foto de la marquesina.
Hace un par de días el filtro anti-spam de la cuenta de correo que utilizo habitualmente tuvo un agujero de seguridad por el que se coló uno de esos correos electrónicos de publicidad. Bajo el literal regala experiencias me ofrecía "865 sorprendentes experiencias" a elegir. En el momento hice mentalmente la cuenta: si un año tiene 365 días, entonces podría disponer de dos experiencias al día y aún me quedarían 135, margen más que suficiente por si algún día sintiese la necesidad de tener más momentos inolvidables, una pizca más de emoción en una vida del todo rutinaria. Cada una de esas experiencias era un bocado de eternidad, la ilusión de que lo que ves por la ventana no es el desastre, la ilusión de que no existe el fin, sino sencillamente el aburrimiento. Las armas secretas penetran así en nuestra conciencia, ya dentro se doblan para asegurar su efectividad.
En un pequeño escrito de 1936, El narrador, el filósofo alemán Walter Benjamin señalaba que desde el siglo XIX la sociedad burguesa, a través de medidas higiénicas, facilitó a la población la posibilidad de no ver a los moribundos en las calles. "Hoy los ciudadanos, en espacios intocados por la muerte, son flamantes residentes de la eternidad, y en el ocaso de sus vidas, son depositados por sus herederos en sanatorios u hospitales", decía el autor. Hasta hace poco podía ser así. Cada vez eran menos quienes habían visto a algún familiar morir en la habitación contigua, tras una larga enfermedad degenerativa, quienes habían contemplado el rostro con el que la muerte penetra en los cuerpos hasta hacerlos desaparecer. Lo habitual había dejado de ser ver eso, pero los recortes en las ayudas al cuidado de nuestros mayores harán que volvamos a convivir con la muerte. Y no sólo en casa conviviremos con ella.
Hace tan sólo tres días Andrés Canet, Caniche, un hombre que vivía en la calle, murió en la calle. Hace tres días un hombre de cuarenta y dos años recibía atención de los servicios de urgencias en la dársena de la Avenida Xoán XXIII, en Santiago de Compostela, donde se cobijan del frío varias personas que duermen a diario en la calle. Al no ser hospitalizado, acabó muriendo allí esa misma noche. Mi ventana no da a esa calle. Mi ventana no dio a esa muerte. ¿Por qué la siento entonces? ¿Por qué me afecta? Me pregunto qué haremos cuando sea la amenaza de la muerte la que nos asalte al doblar la esquina. ¿Cómo nos mantendremos a distancia entonces? ¿Lograremos que no entre en casa y asuste a nuestros hijos? ¿Se quedará fuera si nuestra ventana no da a esa calle? ¿Cuántas calles serán esas calles?
No hay mayor sentimiento de irrealidad que recordar el estúpido reclamo publicitario, la receta de los "momentos mágicos", la promesa de experimentarlo todo, de comprarlo todo, esa cuidada asepsia a la que tan bien nos ha acostumbrado el capitalismo, la ilusión de no haber fin ni desastre que nos ha convertido en consumidores obedientes y civilizados votantes. Pulsar "eliminar" sobre el mensaje es apenas una caricia frente a esas otras armas que continúan incrustadas en nuestras cabezas. ¿Cómo esquivamos esas armas? ¿Cómo sorteamos su capacidad para fagocitar los sueños que soñamos, la realidad que deseamos? ¿Qué sucede mientras del otro lado de mi ventana? ¿Quién, en qué calle, está muriendo mientras pienso todo esto?
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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