La crisis no es el azogue de nuestro cristal, pero en ella nos miramos y ella nos devuelve siempre una imagen vuelta del revés. Cada vez que nos referimos al año en curso no como el 2014, sino como el año seis de la crisis, algo nos cae de las manos y se astilla o rompe en pedazos finos. Rara es la ocasión en la que rebotan o caen de pie y se salvan las cosas después de haberse desplomado. Pero aún roto, cada añico de un cristal azogado continúa reflejando.
Por norma general, el tiempo empieza a contarse con los nacimientos, las cosas que comienzan, los acontecimientos que merecen ser rememorados. Dejar que nos señalicen los momentos desde los cuales empezamos a contar el tiempo resulta una concesión excesiva, otra de las maneras en las que un poder de enunciación nos está siendo confiscado. Recuperar este poder de enunciación sobre nuestras vidas pasa por decidir las palabras con las cuales nombrar y ser a la vez nombrados. Se trata, de otro modo, de recuperar un poder decir que no se confunda con esa obligación, cada vez más cotidiana, de responder a una encuesta o un interrogatorio policial.
Históricamente, más allá del imaginario de la calle y las bayonetas; las banderas y las piedras, los procesos revolucionarios han consistido siempre en poner un fin y un comienzo al tiempo. Así, el Antiguo Régimen no se llamó a sí mismo Ancien Régime. Fue preciso el desprecio de los revolucionarios de 1789, y acaso más tarde un libro, El Antiguo Régimen y la Revolución, de Tocqueville para que el término Antiguo Régimen se adhiriese definitivamente a los libros de Historia. El pasado nunca se dice a sí mismo pasado. Antiguo Régimen era una línea que no permitía vuelta atrás, nombre que rechazaba lo que estaba al otro lado del nombre. Antiguo Régimen es una línea de demarcación, no sólo hace del pasado algo nombrable sino, por el propio hecho de serlo, algo superado. Es una sentencia. Un proceso revolucionario es siempre un proceso de resignificación del mundo y, como tal, produce nuevos nombres. Los nombres nuevos que trae la revolución son la garantía de que la historia puede volver a comenzar y el mundo puede ser nombrado.
Quizás, tomando ese poder --el de poner fin y nombrar los comienzos-- consigamos romper el techo que el discurso hegemónico de la economía impone a todas nuestras palabras; techo que, decretando el origen de la crisis en el 2008, señaliza el principio y el fin del tiempo, acota el perímetro de seguridad dentro del cual está permitido pensar.
Quién sabe qué seguirá al discurso de la lamentación en el cual estamos instalados. Nadie sabe --nosotros mismos desconocemos todavía-- cuáles serán los nombres de nuestra rabia. Sí sabemos que la autosuficiencia y la docilidad con las que hemos sido educados son ahora nuestros pasos a punto de avanzar sobre un agua helada en el momento del deshielo.
Nombremos nuestra escarcha.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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