01
Sep
2014
13:19
Islas
Por Anfigorey

 

Han pasado ya bastantes, para qué contarlos. Años. Tumbados en la hierba, cerca pero fuera del recinto. Manteniéndonos aún a distancia llegaba hasta allí la música. «Gente con dinero –dije sorprendida-, funeral con música de instrumentos de viento no es cosa de pobres». Me resultaba familiar. Había escuchado antes aquella melodía, una vieja grabación en la radio, interpretada por Pau Casals. Quizás esto último lo invento o pertenece a otro tiempo, pero ¿no es eso lo que hacemos continuamente con el pasado? Incluso cuando decimos decirnos la verdad y no únicamente algo verdadero, también entonces rellenamos huecos a base de recursos literarios. Conscientemente ahora reemplazo una música cualquiera apta para funerales de burguesía, genéricamente llamada clásica, que es como no decir nada; preferible sin duda reconocer ahora el canto de los pájaros atravesando la tarde de mayo; mayo nervioso de dedos enredados en el pelo, agarrándolo fuerte desde el nacimiento, anticipando, sin aún rozarse, en los ojos azul y marrón oscuro casi negro nuestras pupilas dilatadas, la hora de vuelta a casa que no tardaría mucho en llegar. Esto ya no es invento, está siendo todavía el rodeo. En ninguna ciudad faltan chicas que pasean con libreta, armadas pero sigilosas, desconfiadas ante la mirada ajena. Yo pertenecía entonces a las perfeccionistas. Tachadora. Que todo aquello en lo que insistimos acaba dando lugar a cierta forma de destreza es algo de lo que nos vamos dando cuenta con el tiempo; es a fuerza de repetir los borrones como va quedando la pared más limpia, preparada para pintadas más precisas. Esa destreza consiste en ir conociendo los errores propios y aceptar que siempre alguien nos tomará la medida por ellos. Es importante saberlo. «Las chicas que leéis tanto sois peligrosas», me había dicho alguien una vez y me pareció bien, pues yo no había leído tanto. Que estuviésemos cerca del cementerio fue casualidad, algo anecdótico pero, como todo lo demás, esto tiene que ver con la música.

En aquella época empecé a escuchar jazz. Mis pensamientos pivotaban entre tres o cuatro asuntos y no me daba siempre cuenta de todo lo que sucedía alrededor, pero descubrí a qué se llama un estándar y fui a mi primera jam session. Me parecía curioso el procedimiento de la jam. Vas con tu instrumento, subes al escenario y tocas con músicos a los que no conoces, con quienes no has ensayado antes, de quienes no sabes necesariamente el nombre. Hay un tema del que sales y entras, que interpretas e improvisas. «Enséñame cómo escribes», dijo él. No tenía mi libreta aquella tarde pero sí un bloc de notas en el que apenas había algo escrito, frases de la mañana o el día anterior; en la siguiente página algún título de un libro. «Lo tengo, es fácil», dijo después de leerlo, acercando el bolígrafo al mentón, con el gesto de un carpintero o, más bien, un albañil, y comenzó a ensamblar sus frases, ladrillo-cemento-ladrillo, a las mías. Sonrió extendiéndome el bloc al acabar. Entonces me di cuenta de que era realmente fácil seguir mi paso, no tenía ninguna complicación y menos aún para unos ojos como los suyos. Fue divertido. Pasamos un buen rato entretenidos con nuestra mezcla de palabras. Dejó de escucharse la música de funeral. Aquella tarde me convencí de que todas las frases debían de tener una notación musical, qué menos si las canciones tenían frases. Imaginaba una nota, algo parecido a lo que sucedía con el sí natural de aquel disco francés, un sí sostenido uniforme que cosía todas las canciones de un álbum, las palabras de cualquier libreta. Creí que era un modo más o menos acertado de referirme a eso que sucede cuando las cosas van bien dentro de los textos y, aunque no se pareciera en nada a un sí -como mínimo debía de ser un par de tonos más bajo-, empecé a imaginar mi nota sostenida. Mayo sonaba como suenan las buenas canciones.

Desde que Fundación Robo lanzó el desafío: «¿Qué caminos concretos podemos concebir para poner en pie creaciones colectivas?», no dejo de preguntarme si algún día nuestras músicas dejarán de sonar únicamente en nuestras cabezas, si será posible que alguien nos releve cuando nos quedemos sin aire, si podríamos cada uno desde nuestro tono entrar y salir, al modo de una improvisación de una canción. Sé que no hay partitura alguna y ni siquiera todo el mundo desearía que existiera cosa parecida. No hacemos sino improvisar variaciones de un mismo tema, pero lo habitual es negarlo; mantenernos a distancia; acentuar nuestras diferencias y hacer residir en ellas la llamada originalidad o autoría. Es difícil saber cómo se remonta, siguiendo la expresión de Belén Gopegui: «el peso de la corriente que nos prefiere islas sin archipiélago». Es fuerte y nos arrastra. Igualmente fuertes son las ganas de crear y necesario, para hacerlo colectivamente, escuchar la música que hacen los demás.

Las mareas mantienen en contacto las orillas de las islas más solitarias. La nuestra es siempre una distancia a punto de romper. Tempestad.

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Anfigorey

Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.

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