Casi todas las semanas perdíamos una o tardábamos siglos en encontrar las que acababan fuera de campo, valdría decir fuera del mundo. Se perdían en una zona de hierba alta en la que se complicaba encontrarlas. Habíamos adaptado algunas normas, pero seguíamos diciendo que aquel juego se llamaba béisbol; los palos de madera, bates; marcábamos las bases con piedras y usábamos pelotas de tenis que tratábamos de no dar por perdidas en la hierba. Jugábamos las niñas y niños del barrio en un terreno que no tenía ningún uso particular, el dueño nos dejaba jugar allí. Recuerdo un niño, un poco más pequeño que nosotros, al que no dejábamos jugar. Le decíamos que cogiera las pelotas que se escapaban fuera de campo. Lo habíamos relegado al fondo, al puesto que nadie quería. Un día me tocó ir a buscar una pelota larga que había ido a parar cerca de esa zona y lo vi rebuscando aún entre la hierba. "¿Qué haces?", le pregunté. "Estoy buscando la pelota", dijo sin levantar la vista. "Estamos jugando con otra, déjalo". Pero él seguía buscando la pelota. Un chico más mayor acabó acercándose para decirle que lo dejara, que a veces acabábamos encontrando las de días anteriores, que sólo era una pelota, que viniera a jugar. Y jugó con nosotros aquella tarde, a pesar de que el bate era demasiado grande o él demasiado pequeño. Pero qué más daba si no éramos los Dodgers, si sólo era jugar. ¿Por qué no le habíamos dejado jugar antes? ¿Porque era más pequeño? ¿Porque no jugaría bien y haría perder al grupo? También en el cole a las chicas que no jugábamos demasiado bien nos solían dejar para el final cuando había que hacer grupos en clase de gimnasia. Éramos como esas galletas que a veces quedan en el fondo de una caja ya abierta desde hace días.
Nos enseñan a querer ganar desde pequeños. En casa nos preguntan si hemos ganado, qué nota hemos sacado. Nunca dejamos de tener que demostrar que somos mejores, incluso en el proceso de selección para la oferta de trabajo peor remunerada. Qué hacer cuando perdemos, cuando nos perdemos, es una cuestión a la que se resta importancia. Quizás por eso llegan a doler tanto algunos golpes.
Sentirse hoy perdidas o fuera del mundo parece cada vez menos una metáfora. Constantemente alguien nos dice no: un gerente nos echa del trabajo; un banco, de nuestra casa; la falta de trabajo, de nuestras ciudades. Lo acostumbrado es sentirnos solas, cada una poseedora de su propia desgracia. Sin embargo, ese fuera no es nunca del todo fuera y ni siquiera la soledad, ni la soledad siquiera... cómo te diría... mi... mi soledad estalla cuando dejo de rehuir tus ojos, cuando pierdo el miedo a tu mirada en mí.
"Que la vida sea vivible o no lo sea incumbe hoy a la humanidad entera", escribe Marina Garcés en su libro Un mundo común. Quizás entonces dejar de autoengañarnos, dejar de negar --como señala la autora-- que compartimos un mismo mundo y unos problemas comunes, sea el paso necesario para poder hacerlo entre todas habitable. Bien merece una vida intentarlo.
comentarios
0

Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
Etiquetas
Otros blogs
Archivos
- Febrero 2017 (1)
- Noviembre 2016 (1)
- Octubre 2016 (1)
- Mayo 2016 (1)
- Marzo 2016 (1)
- Febrero 2016 (1)
- Diciembre 2015 (1)
- Noviembre 2015 (1)
- Octubre 2015 (1)
- Septiembre 2015 (1)
- Julio 2015 (1)
- Junio 2015 (1)
- Mayo 2015 (1)
- Abril 2015 (1)
- Marzo 2015 (1)
- Enero 2015 (1)
- Diciembre 2014 (2)
- Noviembre 2014 (1)
- Octubre 2014 (2)
- Septiembre 2014 (2)
- Julio 2014 (2)
- Junio 2014 (1)
- Mayo 2014 (1)
- Abril 2014 (2)
- Marzo 2014 (1)
- Febrero 2014 (2)
- Enero 2014 (1)
- Diciembre 2013 (2)
- Noviembre 2013 (2)
- Octubre 2013 (2)