De niña saltaba las olas pequeñas que llegaban a la orilla. Una, dos, tres... era aún difícil contar hasta diez, en el siete o el ocho perdía la cuenta y tenía que volver a empezar. Las olas duraban toda la tarde, todo el verano, no se acababan nunca. Una amiga dice que ya no se trata de esperar una solución general, una alternativa que lo abarque todo, lo que queda es intentar hacer algo con nuestras vidas, tomarlas en serio y actuar. Sé a lo que se refiere, a los problemas concretos, eso más acá de la vaguedad vaciada de vida en que acaban reducidas las ideologías. Justamente en ese momento doy un sorbo a mi bebida; hace una noche estupenda, definitivamente el verano ha decidido venir de golpe, como todo lo importante en la vida, de golpe. Diría que hubo un tiempo en el cual estas olas eran más bien un callejón sin salida, el desencuentro entre teoría y vida. La rugosidad de una pared clavada en la espalda. La adecuación imposible. Quizás a fuerza de entrar una y otra vez en el mismo callejón, me doy cuenta de que se parece mucho a la orilla de un mar. Yo no sé. En todo caso esta ola me arrastra. "Ya, pero, por ejemplo, la educación, ¿cómo hacemos para que sea accesible para todos? La educación nunca es mi educación, siempre es plural. Ni siquiera mi vida es sencillamente mi vida ni mis problemas únicamente míos, menos aún su solución". Digo educación pero bien podría haber dicho salud. Divago. "Nunca ha habido tanta gente con estudios, formación universitaria y sin embargo, nos creemos capaces de tan poca cosa. Vale que el conocimiento no da la libertad ni la felicidad siquiera, menos aún nos libra del dolor (confieso que esto último no lo digo, me parece demasiado poético, aún siendo como es, absolutamente cierto) pero... ¿no debería darnos algo más de fuerza?". Me mira. "Será que soy aún moderna, sigo creyendo que existe una relación entre la educación y la emancipación". Esa idea habita en mi cabeza desde que aprendí a leer. Me dice que todo ha sido una ilusión, nuestros padres creían realmente que estudiando seríamos mejores, trabajaríamos en aquello que habíamos estudiado, tendríamos la oportunidad que ellos no tuvieron, todo eso. En su familia sólo tres personas tienen estudios universitarios, me comenta. En mi caso es mi generación, la de los nietos la que los tenemos. Estamos de acuerdo en que apenas hemos llegado a acostumbrarnos, que para muchas familias lo que sucede ahora significará perder algo que apenas se había llegado a rozar. Me resisto a que esto se parezca a una conclusión. "...lo único que nos salva es que el conocimiento, ahora mismo, no está concentrado en unas pocas manos. Lo único que podemos hacer para que no se pierda es abrir todos los cerrojos". Pienso --de una manera casi onírica, lo sé-- en Alejandría. La imagen de una biblioteca que atesoraba los conocimientos de la antigüedad y en lo que supusieron los distintos saqueos y las llamas, aquel incendio. Me doy cuenta de que apenas sé lo que realmente sucedió en la biblioteca de Alejandría, quizás la biblioteca estaba muy mermada en el momento del incendio o incendios. La destrucción acostumbra a ser siempre un proceso más lento, casi imperceptible.
Más de una vez he pensado que algunos de los libros más transgresores o revolucionarios están ya escritos, son nuestros ojos los que han dejado de saber leerlos. Conviven con nosotros, no son siquiera objetos de censura, nadie alerta de su lectura, nadie solicita su retirada. Y también esta indiferencia tiene un efecto parecido al de las llamas.
El nudo me aguarda cuando llego a casa. Vuelvo sobre el mismo cabo y sin fuerza en las manos para desanudar tanta docilidad. Es docilidad, me parece. En buena parte una docilidad aprendida. La aprendimos junto a sumar y restar. Nos pedían que nos callásemos, que guardásemos silencio. Aprendimos a callarnos y a guardar silencio. Durante una época, decían que eso era tener educación y nos ponían una o tres destacas, muchos "Muy Bien". Unos años más tarde nos pidieron que pensásemos y tuviésemos criterio propio. Pero ya habíamos sido educados. Habíamos aprendido el procedimiento. Habíamos aprendido a pedir la palabra en lugar de tomarla. Sabíamos también cómo escondernos detrás de ellas, decir lo que de nosotros se esperaba.
No son mis manos, pienso a estas horas de la madrugada, son mis palabras las que siento que no tienen aún fuerza para desatar este nudo.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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