En octubre de 1958, el número 2 de la revista Le 14 Juillet incluyó un escrito del filósofo Maurice Blanchot titulado «Le refus», El rechazo. Ante la llamada a filas de los franceses a la guerra de Argelia con la vuelta de De Gaulle al poder, el texto, con una claridad cegadora, comienza con una afirmación: «En un determinado momento, frente a los acontecimientos públicos, sabemos que debemos rechazar». Este rechazo no es opción de preferencia o fruto de una elección, ni siquiera el resultado de una negociación fallida. Este rechazo es insumisión y desobediencia, expresión de una ruptura que no admite ya reconciliación ni complicidad alguna. El «No certero» del que habla Blanchot prorrumpe a la luz del día; no es el rechazo de quien huye del mundo ni el del cínico que, pese a todo, se agarra con las uñas a él. El movimiento del rechazo es «un movimiento sin desprecio, sin exaltación, y anónimo, en la medida de lo posible, pues el poder de rechazar no se realiza a partir de nosotros mismos, ni en nuestro solo nombre, sino a partir de un comienzo muy pobre que pertenece en primer lugar a quienes no pueden hablar», escribe el autor.
La fuerza del rechazo emana de ese «sabemos que debemos», plural extraño de una fuerza singular en un texto que nos interpela también a quienes sin tener ejército, somos llamados constantemente a filas. En cada nuevo llamamiento reconocemos esa fuerza, renovada y anónima, del rechazo. Quizás una fuerza semejante fue la de los campesinos que comenzaron a negar el saludo a los propietarios de las tierras, uno de los gestos que abrieron el respiradero por el cual comenzó a circular el aire de la Revolución de 1789*. También las huidas en masa de los esclavos de las plantaciones de algodón de los estados del sur durante la Guerra de Secesión en EEUU fueron decisivas en la suerte de una guerra que acabaría con la abolición de la esclavitud**, que consumó la misma huida. Una fuerza tal hizo que en 1955 Rosa Parks no se moviera a la parte de atrás de un autobús, se negara a ceder su asiento a un blanco, transformando el asiendo de un autobús en un espacio de dignidad.
Pero ahora, ¿cuáles son las prácticas concretas a través de las cuales manifestamos nuestro rechazo? El esquema del intelectual comprometido se ha roto hace tiempo. Los intelectuales, término que nació en otro acto de desobediencia, el j'acusse de Zola de 1898***, han dejado de ser quienes atesoran la voz y monopolizan el discurso público. Sobre ellos inevitablemente sigue recayendo la sospecha de la incapacidad para azuzar a un poder que sustenta los mecanismos que validan la suya como opinión autorizada. La pregunta «¿dónde están los intelectuales?» es una cuestión de otro tiempo. Nostalgia. Que estén donde deseen estar. La pregunta que nos arde entre los dedos es otra: «¿dónde estamos nosotros?».
El recorte de más de 300 millones de euros en ayudas al estudio, el escándalo de las becas préstamo, el recorte de la plantilla y salario del profesorado, el aumento de ratio en las aulas, son algunas de las decisiones que hacen tambalear la educación pública. En este contexto, el pasado mes de junio durante la entrega de los premios extraordinarios de carrera 2013, una docena de estudiantes negaron el saludo al ministro de educación Ignacio Wert al recoger su diploma. Las cámaras de televisión, que más tarde lo destacaron en los noticieros, contaron doce. Pero fuimos incontables quienes -sin haber recibido premio extraordinario alguno- negamos la autoridad al ministro a través de ese gesto que irradió una fuerza que sentimos también nuestra.
Hace ya dos años, el 28 de noviembre de 2011, Maruja Ruíz Martos, vecina del distrito barcelonés Nou Barris, rechazó la medalla de honor de la ciudad de la que iba a hacer entrega Xavier Trías, alcalde de la ciudad. Cuando Trías, político de CIU, iba a dársela, Maruja pidió el micrófono y dijo: "personalmente no la puedo aceptar de un gobierno que nos está recortando por lo que yo he luchado y lucharemos". La medalla concedida a Maruja por su trabajo en diversas asociaciones de vecinos de Prosperitat y Nou Barris, era también el reconocimiento al trabajo y lucha de una vida entera comprometida con los derechos sociales, que se remonta ya a 1976, cuando lideró un encierro que duró veintiocho días en la iglesia San Andrés del Palomar, de un grupo de trescientas esposas e hijos de los 1800 obreros de la fábrica Motor Ibérica que habían sido despedidos.
Rechazar no es nunca fácil. Menos aún mantener firme nuestro rechazo, pues se trata, como recuerda Blanchot, de «rechazar no sólo lo peor, sino también una apariencia razonable, una solución que se diría feliz». Ésa es la verdadera dificultad.
Se está convirtiendo en un lugar común decir que la red ha roto el monopolio del discurso; pero es una fantasía pensar que ha roto el monopolio de la razón. Continuamos moviéndonos dentro de las mismas leyes de la lógica que nos impide pensar; que nos obliga a orientar nuestras acciones según el principio de utilidad y nos exige tener la documentación en regla, siempre afinado el argumento. Pero la fuerza del argumento es del todo inapropiada para subvertir el orden que nos priva de casa, educación y salud. No es necesario contraargumentar ni contestar por más tiempo a preguntas retóricas. De igual modo resulta un contrasentido continuar aspirando al reconocimiento por parte de las mismas instancias de validación que criticamos a diario. En todas esas promesas reconocemos el rostro de una fe indigesta, que no podríamos aceptar salvo dejando en prenda nuestra voluntad.
Llegado el momento, no conseguimos abrochar uno de los botones de la camisa, esa camisa de fuerza que puede ser un empleo o un vestido blanco o la cuidadosa combinación de colores y sonrisa de una foto adherida a un currículo, la impostura que cualquier vida reducida a experiencia laboral y competencias lingüísticas representa. Digamos que el azúcar nos sabe amargo, que nunca nos supo tan amargo. La visión de ese botón nos sitúa al borde del precipicio. Entonces sabemos que debemos rechazar.
En cada una de nuestras formas de insumisión crece la raíz profunda de un nosotros en apariencia frágil, y sin embargo indestructible, que no resulta de una identidad compartida, como los esclavos, campesinos, proletarios o estudiantes fueron en otro tiempo, y ni tan sólo es definido por la exclusión o la no pertenencia; sí quizás por nuestra capacidad de salir de las coordenadas que los renovados modos de sujeción imprimen, en cada caso, sobre el pensamiento y los cuerpos. De ese modo es como nuestras manos nos devuelven la imagen de nuestra fragilidad convertida en verdadera potencia. Sabemos que todo está por hacer.
*: La referencia es de Gabriel Tarde se encuentra en Gilles Deleuze: Mil Mesetas, Pre-textos Valencia, 2004, pp.220-221.
**: El papel decisivo de estas huidas puede rastrearse en las obras de W. E. B. Du Bois: Black Reconstruction in America (Reconstrucción negra en América) y The Souls of Black Folk (Las almas del pueblo negro).
***: En el contexto del caso Dreyfus, figuras como Emile Zola, Anatole France o Mirbeau, entre otros, empezaron a ser llamados intellectuels, de forma despectiva por parte de los anti-dreyfusistas.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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