Si el conocimiento es poder, ¿por qué este sentimiento de impotencia?
A lo largo de casi veinte años Albert Camus escribió de forma intermitente varios cuadernos. Se encuentran en un solo volumen en la edición de bolsillo de Alianza bajo el título “Carnets (1935-1951)”. Al leer esas anotaciones y citas dispersas nos acercamos a la mirilla de un siglo que ya pasó, en cuyas coordenadas algunos rezagados siguen aún hoy pensando. Nuestra respuesta a los nuevos acontecimientos acostumbra a ser siempre lenta. Conocemos para predecir regularidades en la naturaleza, comportamientos en lo social; conocemos para dominar. Y no siempre es fácil abandonar un camino aprendido. Nada hace prever que con el tiempo nuestra mirada sobre el mundo acabará siendo ella misma igualmente predecible, domeñable. Difícil mirar de otro modo lo que nos rodea sin unos ojos nuevos. Si alguien nos prestase los suyos, entonces... ¿Hace eso la literatura?
En una de las anotaciones, de septiembre de 1945, Albert Camus escribe: “Estamos en un mundo en el que forzosamente se ha de elegir entre ser víctima o verdugo; nada más. La elección no resulta fácil. Siempre me ha parecido que en realidad no había aquí verdugos, sino solo víctimas. Extremando el análisis, naturalmente. Pero es una verdad que no se ha difundido.”1 Pues bien, la de un mundo en el que todos somos víctimas es una verdad hoy ampliamente aceptada. Las figuras políticas de opresores y oprimidos han sido neutralizadas. Ningún vocabulario que pretenda dirimir responsabilidades parece idóneo. Las relaciones internacionales se traducen en oportunidades de negocio, índices y balances, tasas de crecimiento, números dentro de un paradigma económico que ya no se cuestiona. En realidad extremar el análisis en este siglo nos podría llevar fácilmente a la tesis opuesta a la que Camus exponía hace setenta años, la constatación de que son mayoría los verdugos. Si las condiciones de vida del primer mundo se sustentan en la explotación del resto del planeta, aún sin desearlo, tenemos las manos manchadas. No es una metáfora. Basta mirar la etiqueta de una de las prendas de ropa que llevamos ahora mismo puestas y comprobar cuál es el país en el que ha sido fabricada. Entre la explotación laboral que tiene lugar a uno y otro lado del planeta media un trozo de tela o de lana, pero ya no un discurso común. Bangladesh, Myanmar, Sri Lanka, Pakistán, India, China. Extrañamente los explotados del primer mundo pueden ser, a un tiempo, explotadores sin dejar de ser competencia (los trabajadores del primer mundo sufren las consecuencias del abaratamiento de los costes en otros países, que favorece la deslocalización). El repunte de los nacionalismos se produce en un momento en el que las leyes de comercio internacional han conseguido suprimir definitivamente las fronteras de los viejos estados-nación. El mercado ha materializado uno de sus sueños imposibles. Ya no hay espacio libre de explotación. ¿Quién elige?
Haría falta un enorme esfuerzo para hacer las cosas de un modo diferente. Y aún así. Sabemos que vivimos abocados a la incoherencia, a hacer daño a los demás y hacernos daño a nosotros mismos. La lógica del mercado alcanza todas las esferas de la vida social, incluida nuestra subjetividad. Formamos, estando juntos, ese infierno sobre el que una vez escribió Italo Calvino2. Pero ahora es en términos de democracia y no de infierno cómo se define y se legitima un sistema económico productor de desigualdades, que bloquea cualquier indicio de oposición real incorporando a su funcionamiento la dosis de antagonismo necesaria para seguir reafirmándose y extremando, llegado el caso, su vigilancia y su control. La finalidad del mecanismo de la elección es confirmar esta realidad única, hacernos elegir lo mismo. Pero la conciencia en un mundo interconectado no puede reducirse a la dimensión de una elección individual, a ese mecanismo de confirmación. Nuestras alianzas deben ser transversales. Si no es poder, entonces ¿el conocimiento qué es?
1. Albert Camus: Carnets (1935-1951), Alianza, Madrid, trad. de Eduardo Paz Leston, 2014, p. 309
2. «El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.», Italo Calvino: Las ciudades invisibles, Siruela, Madrid, trad. Aurora Bernárdez, 2013, p. 171
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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