La manera en la que un estudiante y un trabajador se ponen delante de la televisión, si no la misma, es muy parecida. Después de un duro día de trabajo o de estudio ambos reclaman un entretenimiento que no requiera más esfuerzo del que son capaces, un entretenimiento a la medida de sus necesidades. No olvidemos que no todos los trabajos nos agotan del mismo modo. Por eso, la función de la programación televisiva es ofrecer suficientes opciones de entretenimiento para captar los restos de atención que hayan sobrevivido al cansancio de la jornada de cada espectador.
Podemos asumir tres reglas sencillas de la televisión: «1) No se presuponen requisitos previos (conocimientos, saberes...). 2) No se debe provocar perplejidad (lo que implicaría un esfuerzo de comprensión, motivaría un recuerdo...). 3) Se debe evitar la explicación ya que aburre y cansa.»1 Sabemos además que la importancia de lo emotivo es cada vez mayor: funciona como un barniz que cubre desde una noticia a un anuncio comercial. Si la inmediatez es enemiga del pensamiento, lo emotivo hace de cortafuegos de cualquier sentimiento o empatía posible. Nos faltan siempre algunos detalles necesarios para comprender las imágenes y el acceso a su contexto es intencionadamente parcial. Las vemos pasar y las olvidamos con la misma rapidez con la que nuestra atención es capturada por un nuevo anuncio o la siguiente noticia de actualidad. En la televisión no hay tiempos muertos ni tampoco espacio para sentimientos o argumentos; sí para onomatopeyas, monosílabos o frases hechas, consignas que la propia televisión se encarga de darnos. La superficialidad de los discursos no es una consecuencia sino el principio del mecanismo que hace funcionar la televisión.
La televisión nos convierte en espectadores y actores de una realidad que se anuncia constantemente a sí misma. El dinero que los canales de televisión gastan en programación se recupera gracias a los ingresos de la publicidad, publicidad que, al estar integrada en los propios programas, impide que se pueda distinguir con claridad programa y propaganda. Esto resulta más paradójico con la aparición de los nuevos pretendientes de la televisión, el interés que las nuevas formaciones muestran por aparecer en los debates televisivos (formato estrella que sella la unión entre política y share). Pero la televisión es un lugar inhóspito. No permite que la batalla se formule en términos de palabras contra palabras, sino eslóganes contra eslóganes, reclamos contra reclamos. Convertida en propaganda la palabra política se reduce a clichés, mensajes de lectura fácil y absorción rápida. El grado de despolitización máxima se alcanza con la confusión generalizada entre la legitimidad de opinar y la validez de las opiniones. En palabras de López Petit: «Los enfrentamientos que se producen, los problemas que emergen, son reconducidos a una simple cuestión de gustos, a opiniones personales, todas con derecho a existir. Desaparece la confrontación en la medida en que no hay espacio político, sino tan solo una esfera pública hecha de opiniones. La opinión o el experto, no hay otra opción. Las tertulias de la radio o de la televisión responden al mismo planteamiento, y extienden en la sociedad ese vaciamiento del discurso.»2
En una carta a Serge Daney, Deleuze afirmaba que «las funciones sociales de la televisión (los concursos, la información) asfixian toda posible función estética. En tales condiciones, la televisión es el consenso por excelencia: es la técnica inmediatamente social, que no permite ninguna des-sincronización con respecto a lo social, es la sociotécnica en estado puro.»3 Y concluye: «Porque la televisión es la forma en que los nuevos poderes de control se convierten en poderes inmediatos y directos.»4 Cuanto más instantánea se hace la comunicación, más continuo es el control. Por eso en el día a día nuestra lucha es con los media, contra eso que se nos ofrece como una representación objetiva -y, por ende, válida- del mundo. Una tentación ingenua sería creer que la solución pasaría por no ver la televisión. Sin embargo, la función televisiva sobrevive al apagado. Al incorporarse a nuestra manera de relacionarnos con la realidad amenaza con convertirla a ella en un producto televisivo, a nosotros en concursantes.
1. Santiago López Petit: La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad, Traficantes de Sueños, Madrid, 2009, p. 86 (acceso a la versión electrónica: http://www.traficantes.net/libros/la-movilizacion-global)
2. ibíd, p. 85
3. Gilles Deleuze: Conversaciones 1972-1990, Pre-textos, Valencia, 1995, trad. de José Luis Pardo Torío, p. 123
4. ibíd, p.124
NOTA:
La voz del vídeo es de Mercedes Milá, presentadora de la versión española del reality show Gran Hermano desde su primera edición en el año 2000.
Más información sobre El Pressentiment, aquí.
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Una vez escuché a alguien decir que si todos sacásemos nuestro monstruo se haría innecesario seguir hablando de monstruos. Pues bien, me siento cerca de este huésped al que nadie ha invitado. Una fría tarde de invierno ve una luz encendida y decide entrar. Sin más.
En un momento en el que no se espera de nosotros otra cosa que obediencia y miedo, intentar pensar al margen de los discursos oficiales es para muchas un modo de resistencia. Por supuesto, no esperamos una invitación.
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