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28 de Abr 2014
Fuera de Clase

Incubadora infantil con detección y control sin contacto

Con esta tercera y última entrega de “Ese conocimiento que la razón tecnocrática ignora” quisiera clausurar esta trilogía que se me estaba haciendo ya un poco larga. Y quisiera que este cierre tuviera que ver con poner sobre la mesa un debate, con proponer una reflexión sobre qué ignora en realidad la razón tecnocrática y qué efectos tiene esto sobre esas experiencias epistémicas “fuera de clase”.
 
Permitidme, pues, antes de nada una recapitulación de la narrativa fragmentaria desplegada hasta ahora desde el pasado verano:
 
(1) La primera entrega, “¿Del doctor como el mejor gobernador?”, se hizo bajo la forma de un aviso, intentando reconocer un timbre de bajo fondo que recorre la transformación de saberes, técnicas y prácticas políticas contemporáneas. Quería situar el debate en las formas menores en que se expresa eso que he venido en llamar “la razón tecnocrática”, intentando enunciar algunos modos concretos en que busca capturar o asediar la experimentación del cualquiera. No pudiendo en un único post más que advertir vagamente la tenebrosa mezcolanza que esta práctica epistémica y política muestra en la actualidad –esa tenue línea que une “meritocracia”, “talento” y “titulitis” con “atribución de capacidad política”, algo así como una agencia de rating de la participación y la voz en lo que nos concierne– y teniendo de bajo fondo de mi argumento un clamor a favor de la humildad epistémica: no olvidar la necesidad de pensar que para que exista democracia esta debe ser un asunto del y desde el cualquiera y, así, evitar que reproduzcamos las escalas de valores, jerarquías de saberes y funciones políticas que han tejido este espacio institucionalmente tenebroso que es el Estado español. Recordemos, si no, el lóbrego papel de los psiquiatras durante el Franquismo, o el papel que en ese orden institucional han venido ocupando ciertas posiciones profesionales, que siguen siendo relevantes para pensar la “Cultura de la Transición (CT)”, como el médico, el arquitecto, el ingeniero, el economista, el abogado, etc. (Nada más lejos de mi intención que vilipendiar saberes cruciales para nuestro sustento cotidiano, así como para abrir nuevos espacios de experimentación epistémica, sino rehusar ese gesto de desdén que algunas personas ponen en acto cuando practican de un modo tecnocrático su posición profesional o cuando reclaman pasivamente el advenimiento de la tecnocracia como solución a nuestros males).
 
(2) La segunda entrega, “¿El estallido de comunidades epistémicas experimentales?”, se planteó en la clave de la esperanza, intentando transmitir la sorpresa y gozo que debiéramos sentir ante la apertura o el corrimiento de tierras experimentales que se ha venido produciendo en nuestras prácticas epistémicas recientes. Hablaba del estallido reciente de lo que llamé “comunidades epistémicas experimentales”, que han venido dislocando o desplazando la práctica epistémica y política de los lugares e instituciones del saber y la gobernanza hasta ahora instituidos, generando nuevos dispositivos para pensar colectivamente, compartir herramientas y probar o ensayar formas de lo político; pero también intentaba poner el énfasis en la importancia de que estas experimentaciones han venido resquebrajando aún más la brecha entre expertos distanciados y sus cobayas (con o sin consentimiento informado). Me detenía, por tanto, en la hibridación de la cultura libre y el activismo encarnado que los estallidos post-15M han venido poniendo encima de la mesa con fuerza, por nombrar ámbitos de creación epistémica y política reciente que considero abren un lugar específico para “lo fuera de clase”.
 
Hablaba, sin embargo, de experimentación no sólo porque me guste ser juguetón con las palabras o simplemente por incorporar un vocablo cool del ámbito del arte, sino por la cercanía o vecindad de estos modos de producción de conocimiento con la práctica real de los laboratorios científicos (y no su visión mítica): porque en estos espacios se nos hace necesario explorar constantemente los afueras de nuestros modos convencionales de pensar y actuar; haciéndonos cargo de la materialidad cambiante y vibrante que nos constituye, en mundos complejos como los contemporáneos, donde nos des/componemos a través de nuestras relaciones con microbios y afecciones somáticas muy diversas, infraestructuras de comunicación, catástrofes climáticas, sistemas de vivienda, formatos de propiedad intelectual, etc. que posibilitan articular sociomaterialmente nuestra agencia; esto es, que permiten o interfieren en nuestras posibilidades de actuación particulares para hacernos cargo de lo que nos afecta. Y me regodeaba en el hecho de que el resultado que su unión ha producido una situación novedosa, que ha permitido a las antiguas cobayas de la razón tecnocrática explorar y experimentar con otras alternativas vitales y existenciales, buscando maneras para devenir algo así como “cobayas auto-gestionadas”, haciendo “la revolución de los cuerpos, desde los cuerpos, para los cuerpos, en los cuerpos…”, esto es, desde su diversidad radical.
 
Los posts de Adolfo Estalella y Luís Moreno Caballud, que interpelaron lo que aquí escribía, especificaron y mejoraron la propuesta para dar cuenta de ámbitos con los que dialogaba, pero no desarrollaba: hablaban de la importancia para el estallido de esta experimentación epistémica de un amplio tejido de prácticas culturales, que ha venido constituyendo un campo fértil de reflexiones sobre la creatividad y sus agujeros negros. Ambos textos colocaban el foco en las relaciones complicadas entre las nuevas prácticas epistémicas experimentales –que han saltado del ámbito de las profesiones creativas y se han diseminado con la aparición de fenómenos de hibridación epistémica, mencionando las mareas como un buen ejemplo de ello– con las innumerables formas de gestión del emprendizaje cultural. Unas formas de gestión a las que podríamos oponerles una reflexión sobre el “derecho a la experimentación”, así como sobre la vulnerabilidad relativa al carácter encarnado de la práctica cultural.

 Nurses and babies at the Infant Incubator Institute or “Infantorium” (1905)
 
Experimentar (con/desde) la vulnerabilidad

“Pensar la vulnerabilidad surge como una necesidad frente al omnipotente relato de autosuficiencia en el capitalismo contemporáneo. Aquel que afirma que la vida es un camino individual, no compartido. Pero también frente a la mercantilización de nuestra fragilidad. La búsqueda legítima del bienestar deviene suculento negocio acorde con la idea de que empeñándonos podemos lograr la plenitud” (Silvia L Gil)

 
Pero ¿qué fue aquellas caras frescas de hace tres años, que creían poder cambiar el mundo de cabo a rabo, experimentando en la calle, juntándose con gente que no conocía de nada, poniendo en marcha mil y un proyectos e iniciativas de todo tipo, sometiéndose a los rigores de otra nueva propuesta de micro-financiación colaborativa y transparente para poder seguir haciendo? El caso es que no paramos, y cada día nos faltan menos razones para seguir no-parando, pero mientras tanto el escenario de darwinismo social se extiende y, por el camino, nuestras vidas se nos muestran cada vez más fragilizadas. Tanto que, seguramente, “llevamos el cansancio en nuestra mirada”. El coste, como en todo buen darwinismo social que se precie, lo estamos pagando de diferentes maneras todos, pero quienes más sufren son quienes ya no pueden ni cuidarse o no pueden hacer otra cosa más que malcuidar y malcuidarse… Nuestra existencia es ontológicamente frágil, pero lo es más aún si no se cuida nuestra fragilidad para que ésta pueda ser una potencia. Y, por muchas razones, esa fuente de esperanza de las comunidades epistémicas experimentales no ha conseguido hasta ahora convertirse en una ecología de prácticas estable, sino en un tenue oasis acechado y cercado por todos los sitios (¿con la intención de que devenga, quizá, espejismo?).
 
De alguna manera, esa amalgama extraña que he venido llamando “razón tecnocrática” no sólo no ha ignorado toda la experimentación que hemos venido practicando, sino que la quiere convertir, más bien, al nuevo orden basado en la “innovación”, nuevo modo específico de “hacer vivir, dejar morir” (por utilizar los términos de Foucault) de nuestras contemporáneas élites extractivas. Observemos, si no, las recientes noticias sobre los tejemanejes de Telefónica en torno al Medialab-Prado y la lucha abierta por la iniciativa SaveTheLab para contrarrestarlos –intentando visibilizar lo mucho que ha hecho este espacio para abrir un lugar para la experimentación epistémica del cualquiera, para dar cabida y soportar el procomún, “eso que es de todos (y no es de nadie)”–. La razón tecnocrática se quiere plantear liderando la revolución del talento, situando en la lucha por la cúspide a todos aquellos que quieran competir con su creatividad, creando y generando nuevos formatos de mini-empleo competitivo y articulando formatos de evaluación donde se especula sobre el valor relativo de procesos de “emprendizaje” o “emprendeduría”, siempre cada vez menos institucionalizados o permanentes. Por citar alguna de las cuestiones que comentaba Luís Moreno Caballud en este espacio hace unos meses: “El capitalismo neoliberal ha aprendido a poner a trabajar a el ocio y las capacidades creativas de la gente, a usar en su beneficio todo el caudal inmenso de producción cultural que los nuevos públicos activos educados en la cultura de masas y ahora en la cultura digital canalizan cotidianamente”.
 
Frente a ese escenario de darwinismo social, creo tiene sentido intentar balbucear, enunciar, poner nombre a “eso” que la razón tecnocrática ha ignorado y que no es estrictamente el conocimiento (troceado y distribuido hasta el infinito como información) ni la creatividad (desfigurada y precarizada hasta la náusea por las políticas de innovación y emprendizaje), sino la experimentalidad de nuevas prácticas epistémicas y, más aún, la vulnerabilidad que sufren (porque toda práctica es vulnerable, en tanto requiere de un contexto específico para tener lugar, existir o mantenerse en el tiempo), pero que pudiera ser también lo que las alimenta y dota de potencia. Hablo de que las alimenta o dota de potencia porque la experimentación con la vulnerabilidad ha venido convirtiéndose recientemente en algo que blandimos para construir conocimiento juntas, desde lo que nos atañe, poniendo en valor nuestra singularidad, siempre de forma situada y, por ello, atendiendo a “la novedad”: porque es a partir de esa vulnerabilidad reconocida de nuestras prácticas y lo que las afecta que podemos comenzar una exploración de lo que la razón tecnocrática ignora, pudiendo llegar a “hacer ciencia con los desechos” (como bien expresa Antonio Lafuente al referirse a las rebeliones de enfermos, de colectivos de afectados que han venido vindicando, tramitando y construyendo conocimiento con aquellas evidencias o restos epistémicos que diferentes disciplinas habían dejado fuera del foco –su sufrimiento, los efectos secundarios de los fármacos, las enfermedades raras que nadie estudia, las posibilidades organizacionales y sanitarias más acogedoras con la diferencia, etc.–, empoderándose para construir otras relaciones con lo que les afecta, desde su fragilidad). Por tanto, si en el anterior post celebraba la importancia de la experimentalidad, creo que ahora necesitamos un desplazamiento de esa esperanza en la experimentación a una defensa del cuidado de la misma, como la mejor propuesta política que pudiéramos desarrollar para mantener con vida los espacios y conocimientos “fuera de clase”.
 
Sugiero llamar “mimo” a ese cuidado y atención cotidiana que requiere la experimentación con pasión; a ese buen hacer o a ese querer producir cosas o entornos para vivir mejor atendiendo a la vulnerabilidad de nuestras prácticas epistémicas experimentales. Lo que quisiera plantear aquí es el peligro atroz ante el que la razón tecnocrática nos sitúa; puesto que corremos el riesgo no ya solo de perecer o morir de hambre, sino de perder la capacidad de continuar experimentando ante esa gestión innovadora de la creatividad y el talento que nos matan de hambre… Es este olvido de la vulnerabilidad el que lleva a no considerar la propia vulnerabilidad inherente de nuestras “comunidades epistémicas experimentales”, la fragilidad constitutiva de sus prácticas: corporal, infraestructural, afectiva, epistémica. Y aunque nunca sepamos a ciencia cierta “cuánto puede un cuerpo colectivo” (razón por la que necesitamos seguir haciendo para experimentar en qué consiste prácticamente nuestra vulnerabilidad y nuestra potencia), este texto de cierre busca proponer el mimo como un imperativo, una tecnología política no necesariamente “estadocéntrica” que permita hacernos sensibles a los modos y elementos necesarios para seguir experimentando sin hacernos más vulnerables por el camino, para construir espacios y procesos más igualitarios. Esto es, más allá de los horizontes institucionales del paternalismo estatalista, la tecnocracia rampante y la precariedad absoluta.
 
Haciendo este giro quisiera resaltar la importancia de colocar en el centro del debate la vulnerabilidad de esos espacios y nuevas prácticas epistémicas experimentales. De las experiencias de vulnerabilidad y desamparo compartidas en los últimos años, quisiera haber aprendido que la esperanza, ese ejercicio constante de generación de posibles, es un trabajo crucial e ímprobo de abrir futuros. Un trabajo necesario, pero al que en no pocas veces nos sometemos colocando en la trastienda, olvidando nuestra vulnerabilidad constitutiva, eso que nos haría caer los brazos si siguiéramos haciendo en ciertas condiciones de precariedad. Si queremos abrir posibles no podemos olvidarnos de tratar “eso que nos permite experimentar”.
“De la Couveuse pour Infants” de Auvard (1883)

Responder al imperativo del mimo, sostener la experimentación del cualquiera
 

“Qué tipo de valor producen los encuentros, los cuerpos y los afectos, qué producimos en el ser-juntas de nuestros colectivos, cómo damos cuenta y hacemos cuentas de ese valor. Cómo se pone en común y cómo se generan cercamientos a esos saberes, valores y territorios de vida producidos colectivamente. ¿Cómo saltar de la productividad a la producción de territorios comunes de vida?” (esquizobarcelona)

 
Enunciar algo así como un “imperativo del mimo” aplicado a las prácticas de nuestras comunidades epistémicas experimentales nos invitaría a pensar en clave de cómo sostener la experimentación del cualquiera, yendo más allá de las declaraciones de intenciones sobre los parabienes de la cultura libre o el igualitarismo: hay que trabajar para permitir que los prototipos puedan mantenerse en ese estado permanentemente ß, pero sin olvidarnos de la continuidad necesaria para la implementación de estas ideas; evitando dejar de lado que las cosas nunca se hacen de una vez y para siempre, que el trabajo de traer algo a la existencia puede tirarse por la ventana si no se practica continuamente el mimo al que esa creación nos convoca; que por experiencia las cosas no duran, pero que no duran nunca de la misma manera y que tenemos que poder experimentar con lo que quiere decir la durabilidad en cada experimentación; que para que se mantengan las cosas en pie hay mucha gente e infraestructuras técnicas y afectivas implicadas, por lo que mejor no olvidarse nunca de la desigual distribución del trabajo que esto implica y la necesidad de un cierto mimo a la hora de pensar en evitar que nos dejemos a alguien fuera y que busquemos las mejores condiciones para el cualquiera siempre desde su diversidad; porque no sólo construimos con las ficciones, ideas y declaraciones de intenciones (cruciales para abrir lo posible), sino mimando nuestros terriblemente complejos arreglos sociomateriales, aprendiendo a “comprometernos” –en el sentido que le dota Marina Garcés a este término–, a explicitar que “el compromiso empieza en el hecho de reconocer que ya vivimos implicados, que ya vivimos en esas relaciones de interdependencia que nos vinculan los unos a los otros” y que comprometerse es ponerse en un compromiso, explorar las formas cambiantes de nuestra vulnerabilidad, compartiendo los problemas con los otros para poder ser más autónomos.
 
¿Cómo aprender, por tanto, a comprometernos, a sostener o, mejor, a institucionalizar este mimo, este cuidado de la experimentación que no puede sino ser experimental? Esa es la tarea colectiva que tenemos ante nosotras –y a la que quizá podamos ir contribuyendo desde este blog–, porque sostener y defender la experimentación del cualquiera, requiere pensar en instituciones que puedan mantener no sólo a las personas que experimentan o sus efectos, sino también las infraestructuras a partir de las que cualquiera pueda devenir experimentador, para que pueda seguir existiendo el conocimiento libre para que quien quiera pueda ponerse a experimentar con unas mínimas garantías. De hecho, algo parecido a esta reivindicación del mimo creo que se integra en recientes debates entre lo público y lo común (entre los formatos de gestión estatalizada o comunalizada, sus pros y sus contras).
 

Cómo hacer una incubadora casera (1944)

Experimentar con el mimo de la vulnerabilidad experimental para no vulnerabilizar la experimentación
 

“Internet permite que aquellos saberes que se consideraban informales, saberes comunes y corrientes pertenecientes a la vida cotidiana, competencias y pericias para desenvolverse en la realidad más mundana se transmitan, formalicen y compartan y, de esa manera, se revaloricen y cobren una relevancia que, de otra manera, quizás, hubiera pasado desapercibida […]. De lo que se trata, en el fondo, es de rescatar del olvido saberes valiosos para quien los necesite, de conceder cierta forma de reconocimiento comunitario a quien los comparte, de reivindicar la importancia de esos conocimientos supuestamente disminuidos frente a los conocimientos que la ciencia da por prevalentes” (A. Lafuente, A. Alonso & J. Rodríguez, ¡Todos sabios! Ciencia ciudadana y conocimiento expandido. Madrid, Cátedra, 2013: p. 53).

 
Dado que necesitamos aprender a mimar y encontrar modos y maneras de sostener nuestras comunidades epistémicas experimentales para que estas no sólo no se marchiten, sino que nos permitan seguir haciendo futuros mejores, quisiera sólo, proponer algunas vías de indagación a partir de las que pudiéramos dotar de contenido a esas instituciones que acogieran ese imperativo, así como  reconocer y mejorar como tales a esas instituciones que nos han venido ayudando a  sostener y dar sentido a nuestra experimentación desde el reconocimiento de su vulnerabilidad:
 
(a) ¿Qué modos de experimentación epistémica seremos capaces de producir con diferentes formatos incipientes o más desarrollados de institucionalidad?
(b) ¿Cómo articularemos, daremos voz y sitio en ellos a las vulnerabilidades (que no conocemos más que en la práctica o montando dispositivos para reconocerlas) de todo ejercicio experimental? ¿Cómo se podrá elaborar la conciencia de las mismas y de los modos de acometerlas, tomarlas en consideración?
(c) ¿Qué ejercicios de mimo se han venido ya planteando para sostenerlas o sortearlas, ya sea a partir de prácticas ad hoc o de ejercicios de construcción de un entorno sociomaterial (organizativo, técnico, económico, legal, etc.) acogedor para las mismas?
(d) ¿Cómo debieran ser, en suma, las instituciones que pudieran acoger ese mimo que permita la experimentación del cualquiera?
 
Quizá no sea suficiente la atención a la conservación de la diversidad epistémica mediante repositorios u otros formatos diagramáticos de documentación de nuestras prácticas de creación y experimentación archivando el conocimiento, haciendo la clasificación visible, permitiendo “su descarga para que no muera y siga vivo” (como no ha venido bastando en áreas como la biodiversidad o la diversidad cultural).
 
Quizá tampoco sirvan únicamente espacios proliferatorios o dinamizadores y potenciadores de las comunidades epistémicas experimentales, ayudando a hacer propuestas de mundos posibles, germen de millares de nuevas sociedades, formatos de relaciones y dispositivos de pensamiento…
 
Quizá debemos refundar o luchar por nuevos formatos de institucionalidad para nuestras prácticas epistémicas experimentales, pensados para que el cualquiera pueda venir a poblarlos, atentos a todas las voces que quedan fuera; y eso no lo podremos hacer sin cuidar de la experimentación epistémica: porque siempre necesitaremos de otros arreglos o de arreglos cada vez más específicos, sin los cuales nuestra vida no sólo sería menos interesante, sino en ocasiones inviable. La experimentación será crucial para pensar espacios pensados desde la vulnerabilidad y la necesidad de un cuidado emancipador e igualitario, desde la promoción la igualdad de oportunidades, el desarrollo colectivo de las singularidades y la diferencia.
 
Quizá necesitemos, por tanto, montar o refundar mimatorios, donde estas prácticas experimentales tengan cobijo, pero no como las fallidas incubadoras neoliberales (esos viveros de iniciativas de negocio), que no nos dan más que un cascarón vacío en el que sólo quedan los restos de la experimentación con olor a huevo podrido. Pienso más bien en espacios auto-gestionados por construir donde poder llevar a cabo nuestros quehaceres experimentales, donde poder controlar nuestro sostén, manteniendo vivos nuestros saberes de la experimentación y su relación particular con materiales, prácticas, ideas, herramientas, etc. Pero también espacios donde se mimen estas prácticas para que redunden en un buen hacer, donde se prueben y se experimenten formatos para dotarlas de condiciones mínimas de subsistencia y remuneración.
 
Necesitamos espacios donde experimentar con el mimo de la vulnerabilidad experimental para no vulnerabilizar la experimentación, porque en momentos aciagos como éste nos va la vida en ello…
 
- Tomás Sánchez Criado
 

[Dedicado a toda la gente linda con la que he venido aprendiendo a reconocer la vulnerabilidad, así como la necesidad de mimar la experimentación en diferentes espacios experimentales: como los que he venido compartiendo con lxs colegas de En torno a la silla y la OVI de Barcelona, EXPDEM y la Red esCTS, Fuera de Clase y TEO.
Agradezco especialmente a Adolfo Estalella su lectura atenta de este texto y sus sugerencias con alguna de las partes más oscuras del mismo, y también a Blanca Callén, con quien he venido en los últimos meses dando algunas cuantas vueltas a este problema de la vulnerabilidad y la experimentación]

Dado que se trata de escritos largos también podéis descargar cada uno de los post de la trilogía completa en PDF en los siguientes enlaces
(1) ¿Del doctor como el mejor gobernador?
(2) ¿El estallido de comunidades epistémicas experimentales?
(3) Vulnerabilidad y mimo de la experimentación del cualquiera

13 de Ene 2014
Fuera de Clase

Me parece que a menudo seguimos usando una concepción de la cultura que nos condena a la impotencia. La cultura como la guinda del pastel, como el adorno o el premio que sólo llega cuando lo otro, lo importante, está asegurado. ¿Y qué es lo otro? Las condiciones de vida materiales, la alimentación, la vivienda, la salud. El cuerpo, lo físico, lo tangible.

Pero la cultura se hace con el cuerpo. La cultura son formas de entender, representar y valorar el mundo sostenidas y practicadas por cuerpos vivos. Cuerpos que necesitan alimentación, cuidados y cobijo para seguir vivos. Pero que además, ¡atención!, necesitan también a esa propia cultura para entender, representar y valorar qué significa seguir vivo, qué significa vivir.  Antonella Picchio lo ha explicado muy bien desde la economía feminista:  “no se trata de analizar por separado cuerpo, mente y relaciones, sino de intentar conceptualizar una mente incorporada (embodied) que encuentra en la comunicación con otros cuerpos las claves de la supervivencia y del desarrollo humano”.
 
¿Qué significa sobrevivir y vivir como una persona? Eso es algo que decidimos constantemente con otros. No hay vivienda si no hay cultura, no hay cuerpo, comida, reproducción ni vida ni muerte si no hay cultura, porque la cultura son las formas de entender, valorar y vivir que hacen del mundo lo que es. Porque siempre llevamos las gafas de la cultura puestas, no nos las podemos quitar (aunque las podamos cambiar por otras).
Entonces, las condiciones de vida materiales son siempre también culturales. Los grupos humanos están constantemente decidiendo cuáles son las condiciones de vida que hay que conseguir y mantener, quién las va a mantener y cómo lo va a hacer. Esa decisión se toma en medio de enormes debates implícitos o explícitos en los que nos auto-representamos como seres vivos, y en los que se construyen narrativas, imágenes y contra-imágenes de una vida deseable o al menos digna.
 
Me parece que si en el estado español ha pasado algo interesante en medio del ataque neoliberal que se viene sufriendo durante estos últimos años, ha sido en relación con ese enorme debate implícito y explícito sobre qué es una vida digna. Amador Fernández-Savater ha explicado que si 50 personas pueden parar un desahucio no es por su fuerza física, sino por algo que tiene que ver con ese debate sobre la dignidad. Y lo interesante es que con la “crisis” ha cambiado no sólo el contenido de ese debate, sino las propias condiciones de su existencia. Porque antes de la llamada “crisis” había una cultura predominante, una forma de vida muy asentada por la cual se esperaba que los expertos en materia económica y política se encargaran de garantizar los medios para que todo individuo pudiera dedicarse a perseguir sus deseos individuales. Es decir, y dejadme que exagere y simplifique por la claridad del argumento, que en realidad no había debate explícito y abierto sobre cómo queremos vivir juntos: cada cual vivía para sí mismo y lo suyos, dejando a los “expertos” (políticos, economistas, líderes de esto o lo otro; en general: “los que saben”) que diseñaran los medios para que no chocáramos demasiado unos con otros.
Pero esta forma de vida, esta cultura, ha ido entrando gradualmente en crisis, según esos expertos han ido fallando una y otra vez tan brutalmente que hasta el más apático y amigo de “las cosas como están” se ha preguntado, ¿pero qué pasa aquí?
 
Esta cultura es enormemente fuerte y no se cae en un día. Hay una fuerte inercia que nos lleva a muchos a volver a ella, porque estamos hechos de ella, nos ha hecho ser lo que somos, en gran parte. Tiene dos caras: por un lado es tecnocrática, porque entiende la política como una cuestión técnica a resolver por expertos, como una cuestión de medios y no de fines; y por otro lado es consumista, porque entiende la vida como la experiencia de la elección y consecución de una serie de objetos de deseo por parte de individuos, a imagen y semejanza de lo que sucede en la transacción comercial.
 
Las cosas no son blancas o negras. Pero lo cierto es que, especialmente desde que irrumpió el 15M, se ha dado un reencuentro de mucha gente con esa economía y política (con esa “economía política”) de la que se suponía que se debían ocupar los expertos, y, al mismo tiempo, también un reencuentro de la gente consigo misma, en tanto que gente que de pronto se ve en la necesidad de decidir en común cómo vivir, de empezar a construir colectivamente una vida digna para todos, en lugar de simplemente perseguir unos supuestos deseos individuales.
 
Vale, pero ¿cómo se hace eso? No lo sé. Pero lo que quería decir aquí es que no sólo se hace haciendo manifestaciones, barricadas o lo que sea. Se hace también imaginando, pensando, representando, diciendo esa vida digna común que queremos construir desde plataformas no tecnocráticas ni consumistas. Por ejemplo, desde esas “comunidades epistémicas experimentales” de las que habla Tomás Sánchez Criado en este excelente post: “grupos o colectivos que buscan las más innumerables maneras de intentar articular teórica y prácticamente 'quiénes somos', 'qué nos está pasando', de discutir 'sobre la que se nos ha venido encima' y 'qué podemos hacer con ello'”.
 
Y es que en realidad ese post de Tomás dice ya todo lo que estoy yo diciendo aquí, y lo dice mejor y con muchos más ejemplos, y deja claro que estos procesos de conocimiento son ya una transformación de la vida en tanto que crean democráticamente valores, desplazando la tecnocracia y el consumismo como formas de crear valor. También, en ese sentido Adolfo Estalella, Jara Rocha y Antonio Lafuente han articulado inteligentemente la noción de “procomún” como un “objeto epistémico experimental” que yo entiendo que funcionaría como una especie de propulsor de esas “comunidades epistémicas experimentales” de las que habla Sánchez Criado. 
 
Pero en relación con todo esto, quería añadir un par de cosas más y una coda final:
 
1-    que quizás sería útil entender todo ese trabajo “cultural” intenso que está manteniendo abierta la pregunta por la vida digna común no tecnocrática ni consumista en relación con tres vertientes, siempre impuras y mezcladas: antagonismo, autorepresentación y especialización.
 
2-    que a pesar del valor de todo este trabajo “cultural” entiendo la impaciencia que a veces se siente hacia él, aunque me parece que es una impaciencia producida por la misma dificultad central que encuentra cualquier proceso político democrático en el mundo neoliberal: la dificultad que supone que aún cuando se consigue sostener formas de trabajo colectivo capaces de crear valor social de forma democrática, éstas a menudo se ven desplazadas o parasitadas por ese gran sistema tecnocrático de atribución de valor que constituye el dinero en el sistema económico-político capitalista.
 
Desarrollo la 1:
1- Una primera vertiente podría ser ese momento antagonista, de rechazo y enfrentamiento con el sistema tecnocrático y consumista, que se canaliza, en gran parte, a través de la notablemente activa esfera pública de la Red, principalmente a través de redes sociales, blogs y otras plataformas participativas que permiten elaborar contestaciones y contra-versiones inmediatas de las historias difundidas por los poderes políticos y mediáticos. Los ejemplos son innumerables, pero por elegir uno especialmente significativo, mencionaré  la campaña 15MpaRato, que combina la recogida de información colectiva en la red con la intervención legal en contra de Rodrigo Rato, uno de esos supuestos “expertos” que iban a garantizar los medios “técnicos” necesarios para la felicidad de los individuos y que ha acabado por costar, con su ineficiencia, varios millones al erario público.
En segundo lugar, se da una vertiente más orientada hacia la autorepresentación de ese cuerpo político emergente que se quiere verdaderamente democrático y abierto a cualquiera, y por extensión la autorepresentación del espacio de lo común que ese cuerpo político trata de configurar. En este sentido desde el 15M han sido muy importantes los debates que se han generado en torno a la necesidad de desplazar identidades como las de “izquierda” y “derecha” y para sustituirlas por otras inclusivas como las de “el 99%” o simplemente “las personas”. Frente a concepciones agresivas del individuo que a veces se encuentran tanto en la estética activista como en el capitalismo competitivo, el clima de politización actual ha puesto sobre la mesa una autorepresentación de lo humano en términos de vulnerabilidad, interdependencia y cuidado mutuo, en parte gracias a las valiosas aportaciones del feminismo y los grupos queer y de diversidad funcional. Por otro lado, los debates sobre lo “común” o el “procomún” que ya mencionaba, están siendo también, creo, bastante claves en cuanto a proporcionar justamente un terreno común en el que cuestionar y retroalimentar los procesos de apertura de disciplinas, saberes y ámbitos en principio ajenos como la cultura libre, el urbanismo, la ecología y un gran etcétera.
En tercer lugar, y en relación con fenómenos como estos del “procomún”, se podría enfatizar la existencia de nuevas composiciones de los saberes especializados con espacios comunes y democráticos. Toda la estética y el discurso de las “mareas en defensa de lo público”, por ejemplo es un desplazamiento de identidades especializadas y corporativas muy fuertes como son las de los profesionales de la salud o la educación, que se han recombinado junto a las de los usuarios de los servicios públicos creando un nuevo espacio común. Algo parecido ocurriría a través de formatos híbridos entre lo especializado y lo “amateur” como pueden ser las experiencias del tipo “la universidad en la calle” y las múltiples instituciones y procesos de auto-formación, investigación colectiva o saberes compartidos que se dan en la Red y fuera de ella (el ejemplo típico sería Wikipedia, pero hay muchos otros como los cursos de Nociones Comunes, que se imparten en centro sociales y culturales de varias ciudades, el Laboratorio del Procomún en Medialab Prado o los colectivos de investigación Observatorio Metropolitano en Madrid y en Barcelona, etc.). Merecen una mención especial los trabajos de asesoría legal y en materia de economía que muchos profesionales llevan haciendo durante estos últimos años a los movimientos sociales, y que permiten pequeñas victorias como las que constantemente sigue consiguiendo la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, que hace poco recibió el respaldo del tribunal europeo de derechos humanos.

Y ahora la 2:
2- Todo este trabajo de impugnación de las jerarquías tecnocráticas, de apertura de espacios comunes para la política de cualquiera y de integración de los saberes especializados en esos espacios democráticos sigue manteniendo abierto un clima de intensa politización que, sin embargo, produce a veces la extraña sensación de que el estado español es un hervidero de actividad en el que, paradójicamente, no cambia nada. Como adelantaba, quizás lo que produce esa impaciencia de ver que a pesar de todo no cambia nada son las grandes dificultades de todos los procesos políticos, y particularmente de los que trabajan principalmente en el universo simbólico, para establecer valores propios que no se vean parasitados o fagocitados por la gran maquinaria de reproducción de valor que es el capitalismo.
 
Stefano Harney ha señalado que uno de los desarrollos más importantes del sistema capitalista en las últimas décadas ha sido la implementación de formas de convertir en beneficio empresarial el valor que la recepción activa del público añade a las mercancías. El capitalismo neoliberal ha aprendido a poner a trabajar a el ocio y las capacidades creativas de la gente, a usar en su beneficio todo el caudal inmenso de producción cultural que los nuevos públicos activos educados en la cultura de masas y ahora en la cultura digital canalizan cotidianamente.
 
¿No está pasando lo mismo con todo el conocimiento práctico autogestionado? Así lo sugiere de nuevo Harney, en esta entrevista, donde afirma que el neoliberalismo está gradualmente desarticulando la Universidad porque le resulta más beneficioso extraer el conocimiento y el valor cultural que necesita directamente de esas comunidades de base que lo producen colaborativamente. En fin. Nada de esto es nuevo, por lo demás: los teóricos de la revista Multitudes plantearon hace tiempo su teoría de cómo el capitalismo parasita lo que llamaron cuencas creativas urbanas dando un uso mercantil (a veces mediante la privatización que permite el copyright) a símbolos, estilos de vida, lenguajes o prácticas urbanas que surgen espontáneamente. Otra de esas formas de parasitismo es la que el geógrafo David Harvey ha hecho ilustre: la utilización de la efervescencia cultural urbana para la revalorización financiera de espacios físicos (y habría que incluir los digitales) de los que después se benefician grandes empresas constructoras o inmobiliarias. Harvey señala además que, en general, que lo que sigue haciendo especiales a las mercancías culturales es que permiten al capitalismo extraer de ellas lo que llama “rentas de monopolio”, es decir beneficios derivados de la supuesta excepcionalidad que la cultura aporta a ciertos lugares, objetos o experiencias. Para el caso del estado español tenemos la enorme suerte de contar con excelentes estudios concretos sobre este tipo de dinámicas como los realizados por Rubén Martínez y Jaron Rowan.
 
Lo que cada vez parece más claro es que el logro de ciertas condiciones de sostenibilidad auto-gestionada por parte de personas que colaboran sin ánimo de lucro no es en absoluto algo que detenga la máquina de producción de beneficios financieros. De forma simplificada y esquemática lo que sucedería cada vez más es que los inversores de los grandes monopolios del capitalismo global obtienen rentas financieras a través de mecanismos que la auto-gestión de la vida cotidiana no necesariamente obstaculiza, como son los de la deuda individual o estatal. En el caso de España esto se ve muy claro:  que la gente se una para auto-gestionar sus necesidades culturales, alimentarias, de vivienda, salud o educación no supone en realidad una gran amenaza a este tipo de capitalismo financiero mientras el estado siga pagando la enorme deuda nacional en la que ha incurrido debido a las presiones de la especulación financiera. De hecho, cuanto más se cuiden mutua y autónomamente los ciudadanos, menos recursos tendrán que dedicar el Estado a los servicios públicos, y más a sus obligaciones con los grandes actores de la macro-economía mundial, esos a los que hay que rescatar hagan lo que hagan porque son “too big to fail”.
 
Coda final:
Termino. A pesar de todo esto, me parece que no podemos limitarnos a poner la cultura autogestionada, experimental y democrática en una especie de stand-by hasta que se logren instituciones político-económicas que garanticen que el valor creado por esa cultura no va a ser parasitado de uno u otro modo por la lógica del dinero -por lo que Harvey llamó “la comunidad del dinero”: esa forma de organizar y esconder la interdependencia humana a través del uso del dinero como medida de todo valor social. Me parece que el reto es poder apreciar por sí mismo el valor social generado democráticamente a pesar de que, en otro nivel, desde otros intereses, ese mismo valor esté siendo al mismo tiempo puesto al servicio de la “comunidad del dinero”. Lo uno no anula lo otro, creo. No siempre, no del todo, no necesariamente. Porque, como dicen Antonella Picchio y otras economistas feministas, una de las cosas que necesitamos reproducir para reproducir la vida, además de cuidados, alimentación, y cobijo, es el propio proceso cultural de valoración y decisión de qué es lo que vale la pena reproducir, de cómo queremos vivir. Se tiene que trabajar por la elucidación colectiva de esos valores, y esa elucidación es ya una parte de su realización.
 
Finalmente: de acuerdo, probablemente la mayoría de todo ese trabajo cultural democrático que se está dando en el estado español lo están realizando cuerpos precarizados, explotados, a los que las instituciones político-económicas vigentes les sustraen el valor de su trabajo, obligándoles a trabajar también para la comunidad del dinero. Pero, ¿no podría ser que aún así ese trabajo cultural esté siendo ya una forma de hacer otro mundo, otra vida? ¿no podría ser que todo ese trabajo de crear valor no tecnocrático ni consumista fuera ya una parte fundamental del diseño de las instituciones que van a asegurar que sea posible una vida no tecnocrática ni consumista? En fin, con esto no pretendo ni mucho menos hacer una justificación de la precariedad laboral ¡Sólo faltaría! Pero sí una defensa de la cultura como parte fundamental del proceso de reproducción social, como parte de la vida que estamos ya viviendo y reproduciendo, aquí y ahora.

Una invitación a seguir dándole valor a esa cultura democrática y a seguir construyendo formas de evitar que se lo quiten.
 
- Luis Moreno Caballud

[*Este post se nutre de aprendizajes compartidos recientemente en el seminario “Commoning the City & Withdrawing from the Community of Money”. Forma parte de una investigación en marcha que habita en el blog Culturas de cualquiera]

11 de Nov 2013
Fuera de Clase

“Las preguntas, como cualquier otra cosa, se fabrican. Y si no os dejan fabricar vuestras preguntas, con elementos tomados de aquí y de allí, si os las “plantean”, poco tenéis que decir. El arte de construir un problema es muy importante: antes de encontrar una solución, se inventa un problema, una posición de problema”
– Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos (2004 [1977]: p.5).

Desde mi anterior post he estado reflexionando cómo continuar y, sobre todo, cómo conseguir explicar un título tan rimbombante. He pensado probar una cosa, contar una anécdota para ver si sirve. Aquí voy: Un día del pasado mes de julio aparecí de rebote, a media tarde y sin saber lo que iba a encontrar, por el Campo de Cebada. Para mi sorpresa, dando una vuelta alrededor del campo de fútbol, me fijé en esa especie de ágora construida con palés que hay en el medio del asunto y vi que bajo una carpa de sábanas con emblemas de los hospitales madrileños (residuos quizá de alguna marea, reconvertidos en toldo para evitar la tórrida puesta de sol), había gente dando una charla con un micrófono. Iba con un colega, hacía un calor espantoso y cogimos una cerveza. Mientras estábamos en la barra, empezamos a prestar más atención. Parecía una charla académica, pero en un escenario que no acababa de pegar. Al ir adentrándonos en el asunto vimos un cartel. Tate, nos habíamos topado con la I Universidad Popular de Verano: Campus de Cebada  funcionando a pleno rendimiento: en aquel lugar había casi 50 personas yendo y viniendo y escuchando charlas de todo tipo con una pasión desenfrenada por el saber que sólo he visto en algunos espacios restringidos, una libido sciendi que creía en extinción, o limitada a algunos, muy pocos, ámbitos circunscritos. ¡La gente se lo pasaba bien y estaba encantada!
 
Últimamente cada vez que vuelvo por Madrid me pasa un poco igual: no paro de encontrarme con estallidos colectivos de gente discutiendo así, apasionadamente, interesándose por las cosas más peregrinas, por las rayadas más interesantes… y siempre acabo con la piel de gallina. Hedonista como estaba aquella tarde-noche, allí acabé sentado, con sonrisa de idiota… Y fui encontrándome a algunxs amigxs que, quizá como yo se lo habían topado, y también lo estaban pasando en grande. En algún momento tuve una intuición, cogí el móvil y tome una instantánea en mitad de una interesantísima charla sobre el graffiti y la historia de la ciudad. Necesitaba pensar en ello más adelante y necesitaba algún documento que me ayudara a recordar. ¡Aquello  era como un hackeo de un curso de verano de una universidad, con un micrófono que a veces no podía evitar sonar como un megáfono de manifestación! ¡Era como un curso de verano-protesta! Pero lo que más me alucinó, lo que en verdad me puso la piel de gallina (y todavía lo hace) fue darme cuenta de que ¡estaba a petar de gente! Y no dejé de darle vueltas en los días subsiguientes: ¿será porque es gratis, porque es en abierto? El caso es que todo el mundo parecía interesado en aprender y saber de una gran infinidad de cosas y temas, difícilmente abarcables desde una única unidad temática…
 
No pude evitar ponerme nostálgico al verlo terminar porque uno no quería que eso acabase. Si tuviera los recursos literarios apropiados, intentaría algo como la crónica cronopiesca hecha por Cortázar del concierto de Louis Armstrong, pero esto se lo dejo más bien a nuestra experta musical Marta Morgade. El caso es que ¡ojalá hubiera algo así en cada plaza cada fin de semana, tan bien trabajado y preparado, pero tan natural, ameno y divertido que quedaba el sabor de boca de pensar que quizá si quisiéramos podríamos hacerlo siempre que podamos! Y sobre este tipo de cosas quisiera charlar en este post: me gustaría recuperar algo que, a riesgo de sonar nostálgico y de reificar algo que fue totalmente inasible, muchxs de nosotrxs hemos podido experimentar con cierta asiduidad desde que tuviera lugar aquel delirio performativo que, para entendernos, solemos denominar “lo 15M”: Un verdadero estallido de organizaciones y grupos que debaten a pie de calle con un tempo y un ritmo académico, pero sobre un cartón. Quizá, de hecho, en ellos resida la esperanza para-académica de lo que algún día pudo ser la actividad universitaria. Y quizá por eso hayan sido tan potentes los actos de sacar la universidad a la calle
 
Pero igual no sabes de qué te hablo: Si en los últimos tres años no has vivido en una cueva afgana soportando bombardeos salvajes de drones, estimadx conciudadanx, no puedo creer que no hayas topado al menos con alguno de estos innumerables grupos o colectivos que buscan las más innumerables maneras de intentar articular teórica y prácticamente “quiénes somos”, “qué nos está pasando”, de discutir “sobre la que se nos ha venido encima” y “qué podemos hacer con ello”. Experiencias difusas y en nebulosa, a veces temporales y momentáneas de “gente normal que hace cosas”, pero consciente de su precariedad y del esfuerzo que requiere poder mantener estas cosas con vida, porque las vive en sus propias carnes. Grupúsculos o grandes masas que se montan sus propios ambientes para crear conocimiento, que se afanan en crear climas de debate y discusión, con una gran hospitalidad para con lo extraño. Toda una verdadera “ecología de las prácticas colectivas” que requeriría de nuestro mejor talento como naturalistas para intentar dar cuenta de ello, para sacarle todo su jugo. De hecho, quizá el mejor inventario sea el que Bernardo Gutiérrez ha venido desarrollando en su intento por catalogar lo que llama “micro-utopías en red” (acerca de lo que ha publicado estas dos entradas: 1 | 2).
 
Pero pongamos algunos ejemplos: La PAH y las mareas se han configurado en los últimos años como verdaderas plataformas de gestión de conocimientos compartidos, pero no podemos olvidar también el horizonte casi infinito de otros espacios institucionales híbridos como –tirando de los que me vienen a la memoria a bote pronto- Medialab-Prado o Intermediae, colectivos como Zemos98, ColaBoraBora, Nociones comunes, observatorios metropolitanos como los de Madrid y Barcelona o lugares mágicos como el Ateneu Candela, por no hablar de los innumerables colectivos de arquitectura participativa que han brotado como las setas en los últimos años. Y, claro, nadie niega las conexiones y la larga herencia de prácticas de auto-formación, con una dilatada trayectoria en numerosos centros autogestionados, casas ocupadas y grupos activistas (me viene a la memoria, por ejemplo, la Agencia de Asuntos Precarios Todas a Zien; aunque también pudiera detenerme para ejemplificarlo en esta reflexión de Antonio Centeno sobre la experiencia práctica del Foro de Vida Independiente y Divertad como “red de construcción de conocimiento emancipador”, por no hablar de la unión de los dos anteriores colectivos en el precioso experimento “Cojos y precarias haciendo vidas que importan”). Pero el catálogo sería inagotable con sólo pensar en otras tantas experiencias con mucho predicamento en el ámbito del anarquismo (siguiendo quizá la estela de la Escuela Moderna, esa perla inventada en el entorno del controvertido Francesc Ferrer i Guàrdia), pero también en escuelas populares de barrio, asociaciones de vecinos o movimientos de renovación pedagógica… (Gracias a Pilar Cucalón por echar un cable con algunos enlaces en este mar gigantesco).
 
Pero creo que el estallido reciente y creciente de este tipo de prácticas grupales de conocimiento de las que hablo hay algo específico, que no sólo responde a una necesidad de “formarse o educarse en un curriculum que el estado no quiere que uno tenga”, ni a un juicio sobre la “todavía-no o la lamentablemente-ya-no institucionalización de ciertas prácticas educativas” en escuelas e instituciones públicas (bien porque no existen o porque “ya no nos educan en lo relevante para el mundo actual”, haciéndose “necesario” llevar a las criaturas a que hagan kárate mientras se convierten en makers que hablan inglés y chino imprimiendo sus juguetes DIY con una impresora de extrusión de plástico), sino que creo responde a una crisis más fuerte. O, mejor dicho, que no son sino una respuesta a la conciencia clarividente de una crisis de legitimidad de todas estas instituciones que "no sabían" que esto podía pasar, que "no podían" hacer nada para evitarlo, que "no predecían" lo que iba a ocurrir o que "no querían" contarnos que se lucraban (con el boom crediticio, con la privatización de servicios estatales y ahora con el “decrecimiento económico”). Una crisis de legitimidad que pudiera estar levantando el pavimento de muchas de nuestras actuales instituciones del saber, a las que quizá nos cueste seguir dotando de legitimidad como hasta ahora.
 
Una crisis que nos lleva a plantear algo así como un “¿y si no me lo creo?”, habida cuenta de la importancia de todo un conjunto de saberes y prácticas que se nos han impuesto en los últimos años al modo silencioso del “discurso experto”: un discurso supuestamente neutral e imparcial, pero cuya vertiente tecnocrática e interesada no hemos dejado de sufrir desde que hemos venido admirando con cara de idiotas la gestión de eso que se ha llamado “crisis” y que ha justificado olvidar la burbuja inmobiliaria, pero también no cuestionar el delirio de formatos de saberes y prácticas de esa otra revolución (la del “Spanish Neocon”) que ha venido rigiendo nuestro diseño urbano, nuestra economía y la gestión de nuestra salud en los últimos años, por no hablar de la educación. Una crisis que nos lleva a sentir que “necesitamos saber” de otros modos para conocer e implicarnos de mejor manera en un mundo cambiante, de límites borrosos, cuyo destino es ampliamente incierto, para articular, por ejemplo, otros modelos de salud, otros modelos de economía, otros modelos de arquitectura o de componer la ciudad… (no hay más que echar un vistazo a otros blogs que comparten espacio con este, como el de la Fundación de los Comunes).
 
En suma, a mí estas situaciones, estas experiencias recientes de auto-formación, de juntarse a conversar y hacer, me hablan de algo más: algo que resuena con ese “poder de los ignorantes” sobre el que meditaba Rancière. Cosas como las que presencié aquella tarde-noche en el Campo de Cebada pudieran hacernos pensar en otros formatos, otros modos de relacionarnos con el conocimiento, no desde su cerrazón y gesto altivo, sino desde una actitud experimental, consciente de sus vulnerabilidades y del cuidado ingente que requiere poder mantener en marcha este tipo de estallidos, este tipo de prácticas. Nos habla quizá de una distancia con la Razón tecnocrática, pero de una creciente implicación con los saberes, con la construcción de un conocimiento riguroso aunque experimental y frágil; de toda una serie de gestos menores hechos no para refundar las divisiones y las desigualdades, sino para ponerse a prueba de mil y un modos buscando construir espacios más igualitarios. Nos habla quizá de un aprendizaje del cualquiera, pero del que se siente concernido para emprender otro camino, para ponerse a prueba porque existen cosas ante las cuales no puede permanecer impávido, porque necesita pensar y actuar de otro modo, desde otro eje… Y no me refiero sólo a un aprendizaje puramente intelectual, porque este aprendizaje experimental del cualquiera supone asimismo una puesta en práctica, una articulación de modos y maneras, una experimentación con las pequeñas infraestructuras a través de las que vivimos. Nos hablan, en suma, de la necesidad de una suerte de “descolonización interior” de nuestras propias aberraciones institucionales educativas (como ha venido planteando Mafe repetidas veces en en este blog) disfrazadas de conocimiento válido, que en muchas ocasiones nos impiden abrir nuevos espacios, romper con determinados formatos y prácticas…
 
Mi intuición, quizá un poco salvaje, es que esta “nueva Ilustración”, por expresarlo al modo de Antonio Lafuente, no sólo la necesitan algunas prácticas de la universidad que acaban con la vida académica fecunda y apasionante que ella alberga (la hay, y mucha, pero podría haber aún más), sino también numerosas otras prácticas dentro de los movimientos sociales que acaban con la experimentación política y la someten al ejercicio estéril de las consignas, como le ocurre a gran parte de la vieja guardia, tan mal equipada para entender, hacerse relevante, actuar y responder ante lo que se nos ha venido encima como esos saberes expertos que nos miran por encima del hombro mientras nos llevan al abismo. Porque esta necesidad de formarnos y de saber no responde al rollo JASP que vuelve (y quizá nos revuelve) continuamente para hablar de “la generación mejor preparada de la historia”, ni a la horrorosa idea de talento asociada, a pesar de que lo mejor que podemos hacer es formarnos, aprender y prepararnos, por ejemplo, para hablar en público (relaxing cup of café con leche mediante). Porque esto no es ni por asomo una cuestión de querer convertir metonímicamente las glorias individuales en orgullo patrio. Sí, necesitamos valorarnos más y conceder más importancia a nuestras aptitudes, pero no de cualquier manera, ni con el modelo de los deportistas de élite: necesitamos valorarnos para saber que podemos enseñarnos unos a otros, que podemos quizá construir colectivamente otros espacios para el saber, otros formatos de sociedad más justa.
 
Más bien diría que necesitamos entender mejor e insuflar vida a estas experiencias, a estos grupos… A estas, ¿cómo llamarlas? ¿Comunidades de práctica (Lave & Wenger)? ¿Comunidades epistémicas (Akrich)? Aunque creo que quizá pudiéramos darle un nombre que respondiera orgánicamente al timbre, a las propias razones y motivaciones que han llevado a este estallido incontrolado, o tan incontrolable por necesario: ¿por qué no llamarlas, por tanto, comunidades epistémicas experimentales? Experimentales porque la construcción colectiva del conocimiento tiene un carácter “experiencial”, encarnado o basado en lo que nos afecta; pero también experimentales por el afán de experimentación con el qué y cómo podemos pensar, por su estatuto “experimental” y frágil, su carácter en abierto, no constreñido por límites disciplinares o institucionales, prestando atención a esos efectos no previstos que se nos aparecen al montar situaciones que nos interpelan, que crean verdaderos acontecimientos epistémicos colectivos: articulando mecanismos y medios para dotarnos del “poder de hablar de otra manera” (por usar la noción de experimento empleada por la filósofa de la ciencia Isabelle Stengers); experimentales, en fin, porque a través de ellas nos convertimos en “sujetos experimentales” con y sobre los que se prueba, pero no tanto al modo salvaje de ciertas prácticas de laboratorio al estilo Mengele o de las prácticas económicas neoliberales del shock, sino que quizá a través de ellas podamos aspirar a ser una suerte de “cobayas auto-gestionadas” (cuyo caso quizá más claro lo han venido mostrando diferentes trabajos sobre los movimientos de pacientes con SIDA o el activismo trans), ensayando en nuestras carnes las posibilidades y límites de nuevos formatos colectivos y más liberadores de pensar y hacer.
 
Lo que pudiéramos extraer de todo esto y que se me hizo tan vívido aquella tarde-noche en el Campo de Cebada es que necesitamos, ahora más que nunca (en estos tiempos donde todo son choques de expertos alineados y déficits de democracia de origen tecnocrático), seguir construyendo, haciendo proliferar y continuar mimando este tipo de formatos experimentales de conocimiento colectivo “fuera de clase”: esas comunidades epistémicas experimentales que buscan salir de ciertos límites institucionales o morales que nos hemos impuesto, que buscan descolonizar el conocimiento sin perder la potencialidad de construir saberes con rigor para generar mundos mejores. Pero haciendo todo esto sin olvidar la gran cantidad de dificultades que las acechan e intentando, por tanto, articular nuevos formatos de cuidado y mimo para sostener este gran archipiélago de conocimiento que la Razón tecnocrática ignora y que, al hacerlo, lo pone en un grave peligro, revelando nuestra vulnerabilidad…

(Continuará, aunque sólo una vez más…)
 
*Tomás Sánchez Criado

02 de Sep 2013
Fuera de Clase

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/0e/Ambrogio_lorenzetti%2C_affetti_del_cattivo_governo_3%2C_siena%2C_palazzo_pubblico%2C_1337-1340.jpg

Fragmento de la 'Alegoría del Mal Gobierno y consecuencias en la ciudad' de los hermanos Lorenzetti (Fuente: Wikipedia)

La otra noche vagaba mentalmente leyendo la edición digital de El País. Buscaba algo de seudo-pornografía parlamentaria que llevarme a la boca para conciliar el sueño y, aplatanado por el calor, me crucé con el artículo El 'blues del establishment'. Intrigado –el título era el mismo que el de la canción del recientemente recuperado Rodríguez–, pinché y entré… Y lo que vi no me ayudó a dormir porque, para que os hagáis una idea, ha acabado desembocando en la necesidad imperiosa de escribir estas líneas…

A modo de resumen: El artículo trazaba un paralelismo entre la bajeza moral y formativa de nuestra clase política y los desastres de nuestra situación actual. Dos temas muy en boga, que han llegado a su apogeo en los últimos años. Y entre sus propuestas para salir de esta diatriba… no, no hablaba de algo como el 15M o las innumerables propuestas que se han venido planteando en los últimos años de una política participativa, horizontal e inclusiva. Nuestro tecnocrático articulista abogaba más bien por que nuestra clase política debiera ser reformada por completo, incluyendo “a los mejores” (the best and brightest) en los puestos de dirección y decisión de nuestras instituciones públicas. Y para muestra un botón:
 

“[…] un Consejo de Ministros con seis doctores estaría mejor preparado y sería más independiente que el que tenemos para decidir sobre las complejas reformas financieras, tributarias o constitucionales que necesita el país.
[…] España se enfrenta a un enorme reto histórico de reforma que requiere recuperar la confianza de los ciudadanos en la política y a los mejores políticos al frente para llevar adelante las reformas”

 
Tuve que releerlo un par de veces, tomando aire. Una serie de preguntas tontas me rondaba la cabeza, sin cesar: ¿Por qué clase de arte de birlibirloque a una persona que ha cumplido todas las etapas de su ciclo formativo tal y como éste es definido por las instituciones certificadoras que rigen nuestra educación, por qué a alguien que ha obtenido el “más alto” título posible en una institución como la universidad, se le asume dotada de competencias que pudieran trasladarse sin mediar palabra a la vida pública? ¿Qué clase de cualidades harían de ella la más competente autoridad política, la que puede legislar y regir nuestros designios? ¿Qué hace de un doctor un buen gobernador?

De esta afirmación y lo que la sustentaba, no pude evitarlo, me sorprendió la simpleza de sus análisis. En primer lugar, ese conocimiento técnico de nuestras complejas sociedades modernas no suele residir en los políticos, como si fueran solitarios monarcas de la Alta Edad Media. Como representantes electos del pueblo (que pudieran y debieran venir de cualquier lugar y estrato social) sus decisiones se suelen tomar con la asistencia de un cuerpo de técnicos, asesores y funcionarios del estado (elegidos por concursos públicos de méritos), a los que se les consulta y pide su criterio en toda esta serie de materias, ya sea en la redacción de un texto legal como de una medida gubernamental. Pero incluso esta es una imagen bastante simplona. Sin entrar en complejos temas que nos asolan, como los cálculos del sistema de representación parlamentaria, las listas cerradas o una partitocracia anquilosados en lo que algunos llaman la Cultura de la Transición, siempre nos olvidamos que nuestros estados contemporáneos son animales extraños: entramados de instituciones pobladas por expertos que ocupan diferentes cargos, con sus distintos criterios de valoración; complejas maquinarias hechas para durar, pensadas para que las cosas funcionen incluso sin la existencia de representantes electos, como ocurre en momentos de crisis o estado de excepción.

En segundo lugar, la afirmación del articulista iguala nivel de formación a calidad y conocimiento como indicadores de lo que será un buen gobernante, cuestión que podríamos discutir ampliamente. Para empezar, sobre la calidad y el conocimiento: no le vendría mal considerar los enrevesados debates contemporáneos que existen sobre el significado de la calidad de nuestra formación científica y lo que quiere decir la excelencia en los espacios académicos (cuestión enormemente peliaguda y compleja que mejor dejamos para un futuro post y a la que podéis echar un vistazo en profundidad en este reciente debate en la revista Papers). Y, para continuar, se posiciona a favor de igualar nivel educativo a altura de cargo gubernamental sin cuestionar la curiosa asunción meritocrática que esto contiene…

Me pregunto: ¿Qué hace de la institución universitaria el último bastión, el guardián y baluarte de la creencia en la meritocracia? Cuesta entenderlo si no se ve como una enrevesada maniobra de devolver el lustre a tan denostada institución. Por otro lado, la meritocracia, como idea, no por estar muy extendida es menos cuestionable. Esa noción puebla nuestra vida social de imágenes de mundos justos, escalafones basados en el esfuerzo, permitiendo distinguir la posición que una persona ocupa en la vida de la de otras personas por sus virtudes morales, de conocimiento o de trabajo; esta idea permite justificar la creencia de que siempre en lo más alto de una sociedad estarán y debieran estar esos trabajadores honrados y esas estudiosas hormigas que merecen cobrar más y vivir mejor que esas perezosas y desarrapadas cigarras veraniegas. Un “fantástico” ideal de justicia social por el cual las mujeres con hijos, los parados, los desahuciados por las burbujas inmobiliarias o los colectivos con diversidad funcional merecen y deben vivir en la miseria…

No les negaré que algo de razón tiene al pedir que necesitamos una vida política un poco más digna, con un nivel de debate un poco más alto. No nos irían mal en ocasiones personalidades políticas de renombre que en lugar de espetarnos que eso no lo ha dicho "ni pixie ni dixie" pudieran recitar “de pe a pa” los recientes cambios evolutivos que han permitido escudriñar nuevas similitudes y diferencias entre el Homo Sapiens y los Nenderthales tras las recientes excavaciones en Atapuerca, por no hablar de los pros y contras y la potencia explicativa de un nuevo algoritmo de cómputo aplicado a la estimación de impago de un crédito por riesgo de desempleo, o de las últimas interpretaciones queer de ciertos personajes de la obra de Garcilaso de la Vega… Aunque suene a ironía, esto es de lo que muchas personas con título de doctor son expertas, siendo estos temas de investigación de lo más digno. Y sin duda creo que esa especificidad, rareza y pluralidad debiera ser defendida para que nuestras universidades sean esos lugares del saber erudito que a veces tanto nos hace falta.

Sin embargo, creo que la dignidad de nuestra vida política debe pasar por pensar en otros ideales de gobierno que no sólo sean los planteamientos tecnocráticos de ser gobernados por los más sabios y formados. A pesar de que ciertamente este sea un ideal republicano (en tanto que muestra una preocupación por el gobierno de la cosa pública sobre la base de razones y no de la fuerza), y que este ideal haya tenido no poco seguimiento, si lo siguiéramos más que ante una república de ciudadanos con igualdad de oportunidades estaríamos ante el gobierno de los herederos contemporáneos de la milenaria república de Platón. Esto debiera hacérsele relevante al articulista cuando, para apuntalar su falsa utopía del gobierno de los best and brightest pone el ejemplo de países como Chile, con profundas desigualdades sociales marcadas por el acceso a la educación, pero también en los que el acceso a la educación superior dista mucho de situarse en condiciones de igualdad de oportunidades. Aunque no hace falta irse al otro lado del charco para ver esto: el acceso educativo de los más desfavorecidos ha estado comúnmente mediado por estigmas de clase, género, raza y etnia o capacidad –baste una lectura somera de Los herederos de Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron para ver esto, pero recomiendo también escudriñar el informe de 2008 del Ministerio Español de Educación, Política Social y Deporte "Sociedad desigual, ¿educación desigual?" o bichear entre cualquiera de las más de 2000 referencias que podemos encontrar en Google Académico que tratan sobre la "desigualdad educativa" Asimismo, hablemos claro, es más que probable que las condiciones de acceso universal a la educación que apuntalarían su argumento como argumento democrático estén en peligro creciente por las recientes medidas neoliberales emprendidas en los últimos años.

Por mi parte, creo que necesitamos pensar de otra manera la relación entre formación, educación y práctica política a la tecnocrática propuesta del artículo que aquí me ha servido como excusa. Aunque, más allá de asegurar la igualdad de oportunidades educativa y la justicia y la transparencia de la meritocracia gubernamental, creo que eso pasa necesariamente por una cierta transformación del saber experto. Necesitamos transformar el lugar de privilegio que ciertas posiciones de enunciación tienen porque su criterio afecta a la vida de muchas personas, que no pueden sentarse en la mesa de negociaciones con esos expertos aunque se les vaya la vida con lo que esas personas decidan o designen. ¿Acaso es una triste y tonta utopía que el gobierno y nuestras instituciones estatales, que nuestra democracia, en fin, pueda pensarse horizontalmente y que en ella participen las propias personas que la sufren, de todo pelaje y condición, contando quizá con consejo experto, pero sin quedar atrapados en una tecnocracia más falsamente transparente, en la que ya no sólo no podríamos participar porque no somos los gobernantes electos sino porque “no sabemos”?

Este es una de los caballos de batalla del pequeño ámbito de trabajo de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, en los que se ha venido planteando con fuerza el dilema de cómo construir democracias "más dialógicas". Y no quisiera dejar pasar la oportunidad de compartir alguna de las interesantes ideas para ello que nos propondrían investigadoras como Sheila Jassanoff, que ya hace años argumentaba que no sólo necesitamos promover una mayor participación ciudadana para evitar los juegos tecnocráticos, sino que para que esa participación sea interesante o útil necesitaríamos desarrollar lo que ella denomina unas “tecnologías de la humildad”:
 

“Hay una creciente necesidad […] de lo que pudiéramos llamar ‘tecnologías de la humildad’. Éstas son métodos, o mejor, hábitos de pensamiento institucionalizados que intentan hacerse cargo de los precarios límites del entendimiento humano –lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo, lo incontrolable-. Al reconocer los límites de la predicción y el control, las tecnologías de la humildad confrontan ‘frontalmente’ las implicaciones normativas de nuestra falta de predicción perfecta. Requieren de habilidades expertas y de formatos de relación entre los expertos, los que toman las decisiones y la opinión pública, diferentes de los que se consideraban necesarios en las estructuras de gobierno de la alta modernidad. Implican no sólo la necesidad de mecanismos de participación, sino también de una atmósfera intelectual en la que los ciudadanos sean alentados a poner en funcionamiento sus conocimientos y habilidades para la resolución de los problemas comunes” (Jassanoff, 2003: p.227; traducción propia)[1].

A esta mayor participación y creciente articulación de algo parecido a esas tecnologías de la humildad creo que apuntan la ingente cantidad de colectivos productores de conocimiento y las acciones experimentales que han venido emergiendo a borbotones en los últimos años, en cuyo desarrollo el estallido colectivo cultural del 15M ha tenido un gran impacto. Comunidades epistémicas construidas desde lo que vivimos cada cual, contando con el conocimiento de un cualquiera y lo que le afecta. Redes abiertas, “fuera de clase”, en las que experimentamos sobre nuestros límites morales y de conocimiento, sobre lo que podemos y queremos, pero no de cualquier manera… ¿Por qué no prestar más atención a esos formatos de conocimiento que la razón tecnocrática ignora?

(Continuará)
 
*Tomás Sánchez Criado


[1] Jasanoff, S. (2003). Technologies of humility: citizen participation in governing science. Minerva, 41(3), 223–244.
Fuera de clase

Somos un grupo heterogéneo de personas que habita tanto los dentros como los fueras de clase. Nuestra intención es acercarnos de modo crítico y transformador a los procesos de aprendizaje en un sentido amplio. No nos interesa desarrollar un conocimiento experto y sí facilitar la formación de una comunidad de aprendizajes no unidireccionales en la que las prácticas, las ideas y las metodologías sean situadas, abiertas, liberadoras y resistentes. El blog que ensayamos tiene vocación de ser un laboratorio común en el que se ponen en juego diferentes lenguajes y conexiones entre lo local y lo global, lo de dentro y lo de fuera, lo viejo y lo joven, lo de arriba y lo de abajo, el norte y el sur. Nos gusta soñar con una educación desplegada, crítica, inclusiva y anticapitalista.
Pilar Cucalón, José Carlos Loredo, María Fernanda (Mafe) Moscoso, Marta Morgade, Jara Rocha y Tomás Sánchez Criado.