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Saberes
Aprendizajes desclasados e inclasificables

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24 de Abr 2016
Fuera de Clase

Imagen CC BY, tomada de Wikimedia Commons

Existen diferentes formas, a veces incluso inconmensurables, de “hacer cuerpo”, de construir saberes en torno a él. Pero también hay distintas maneras de no poder hacerlo, o de no poder hacerlo de la misma manera, de no encontrar modos de componerlo. Incluso diferentes modos de no saber ni cómo “hacerse” un cuerpo…

Para intentar ejemplificar, permítaseme la osadía de la autobiografía: tan peligrosa por sus modos de construir legitimaciones y posiciones de privilegio en ese ser capaz de decirse y narrarse; un modo narrativo difícilmente disputable, pero a la vez tan frágil y disputado por su incapacidad para argumentar y convencer ante un auditorio cientificista. No le llamemos autobiografía, pues. Digamos, más bien, que quisiera poner mi propia experiencia de hacer cuerpo para pensar colectivamente sobre ella… Bueno, el caso es que hay días que me levanto hecho polvo por la alergia. No creo ser un caso extremo ni especialmente grave, pero hay noches que me cuesta dormir por los mocos o que me levanto en mitad de la noche un poco ahogado con lo que espero que no sea más que un principio de asma, algo que la mayor parte de las veces resuelvo con un pequeño chute de mi inhalador, que he aprendido a tener cerca de mí como un fetiche desde pequeño. Aunque otros días, sobre todo cuando me levanto cansadísimo por una noche toledana, siempre pienso en esa frasecita del acervo popular: “el cuerpo es sabio”, que comúnmente suele proferirse para indicar que el cuerpo sabe más de lo que parece sobre lo que le aqueja, y que sólo tendríamos que escucharlo un poco más.

Queremos pensar desde la experiencia, pero la experiencia a veces es muy compleja. Como he estado a punto de quedarme en el sitio alguna que otra vez me darían ganas de reírme al oír esta expresión (más de miedo que de otra cosa), porque si tuviera que contar únicamente con la sabiduría de mi propio cuerpo sobre sí mismo no sé ni dónde estaría a estas alturas. Desde los 4 años y, tras algunos buenos sustos de mis padres, he aprendido gracias a la ayuda de diferentes profesionales sanitarios a reconocer mis sensaciones a través de infinidad de pruebas como tests de reacción o espirometrías; y he aprendido a contarme y notarme como un ente excesivamente sensible y cuyo sistema inmunitario reacciona de forma desmesurada –aunque a baja intensidad, afortunadamente– a la presencia ambiental de pequeñas partículas de polen, ácaros u hongos, que he aprendido a nombrar alérgenos y que no “veo” hasta que no me noto un picor intenso por todo el cuerpo, irritación en ojos y nariz, tengo muchos mocos espesos o me falta el aire.

Con una cierta frecuencia llevo a cabo ciertos rituales de prevención farmacológica y ambiental que me han enseñado desde pequeño a través de manuales o folletos (y más recientemente  consultando páginas web oficiales u otros medios). Por ello, y no sin una magna pereza que muchas veces no venzo, además de tomarme mis pastillas: (1) reviso los “boletines aerobiológicos” de mi zona, donde grosso modo me cuentan los niveles de concentración de ciertas partículas en el aire para ver si tengo que estar especialmente alerta; (2) e intento mantener una higiene básica de mi dormitorio, debatiéndome –sobre todo cuando he vivido en ciudades húmedas–, en épocas de gran polinización entre ventilar y sufrir de lo que hay fuera, o cerrar y padecer de los efectos de los ácaros.

Claro, si inventáramos un medidor universal de sufrimiento planetario, y si lo sumamos a otras condiciones socio-económicas, seguramente yo sufro poco: en intensidad, en cantidad, en frecuencia o en momentos. Pero lo suficiente para que no se me olvide nunca mi fragilidad ni la sutil infraestructura de relaciones, saberes y tecnologías que me ayuda a mantenerme con vida. Más que “tener un cuerpo” si acaso no soy más que un cuerpo que participa de un grandísimo enjambre de modos de “ser tenido” o “sostenido”. Gracias al sostén del que me proveen diferentes colectivos, más o menos instituidos, que han dedicado su vida a construir conocimiento sobre cuerpos como el mío, poniéndolo en circulación y materializándolo en terapias y tecnologías (véase Mol, 2002), hasta el momento he podido permanecer relativamente estable y seguir haciendo mis cosas.

Pero en este relato es imposible olvidar que los modos de hacer cuerpo o, mejor dicho, estas infraestructuras corporales están atravesadas por distribuciones diferenciales del sufrimiento y la violencia (Butler, 2004). Quizá pueda decir, no sin un cierto resquemor, que  tengo la suerte de que mi dolencia ha podido ser resuelta con una cierta sencillez gracias a la industria farmacéutica y puedo acceder a compuestos farmacológicos relativamente baratos, como los antihistamínicos, la budesónida o la terbutalina, que me permiten salir adelante. Pero, ciertamente, el acceso a fármacos y el poder experto que los gobierna y que hace de llave de paso para su dispensario (Petryna, Lakoff & Kleinman, 2006) es, para otros muchos modos de hacer cuerpo o de intentar hacerlo, un verdadero problema, ya sea por la dificultad económica para su acceso o por la inexistencia de un compuesto apropiado.

Pero quisiera ir al margen de mí –no soy importante en esta historia– e incluso más allá de la experiencia de la enfermedad. Mi intención con este relato es intentar poner en evidencia que quizá uno de los principales asuntos a dirimir a la hora de pensar desde la experiencia es un tema de infraestructuras corporales. Me explico: no ya sólo de una red de relaciones entre artefactos y saberes, sino de que quizá el cuerpo sea un asunto infraestructural. Porque no hay un cuerpo al margen de todo el ejercicio de montaje de diferentes infraestructuras que permiten que esos cuerpos puedan ser puestos en común, si es que lo consiguen. Infraestructuras que permiten o limitan que alguien se componga como cuerpo “homologable”, llevando vidas más o menos vivibles, o convirtiendo nuestra vida en un calvario al estar esta infraestructura corporal sometida a un problema de complejidad, por articular una relación abyecta o in-componible. Pero eso no quiere decir que esté todo dicho…
 

Activismo encarnado y la política del conocimiento sobre el cuerpo

Imagen CC BY, tomada de Wikimedia Commons

 

Precisamente porque todos somos “(sos)tenidos” por una complejísima madeja de interdependencias que nos “(sos)tiene” con vida a pesar de ser tan frágiles, nos haríamos un flaco favor si no consideráramos la larga historia de disputas en torno al conocimiento sobre el cuerpo, aunque sólo sea la sutil e insidiosa violencia de que algunas personas son tenidas peor que otras, en muchos casos por los propios basamentos ideológicos o epistemológicos sobre qué entendemos debiera de ser un cuerpo y para qué debiera de servir.

Como nos recuerdan distintas sensibilidades feministas y trabajos vinculados con movimientos anti-racistas o los colectivos LGBT, la medicina y ciencias afines han sido en muchos momentos no sólo ciencias de la salud pública, sino grandísimas máquinas de producción de discriminación racista, sexista, edaísta y capacitista sobre unos cuerpos “patologizados” y tratados como “raros”, “enfermos”, ”diversos” o “no-normativos” (véase Coll Planas, 2011) con respecto al patrón antropométrico del varón blanco, heterosexual de mediana edad y capaz. Pero también máquinas del olvido para esos cuerpos que sufren “sin sentido” porque sus síntomas o sus problemas no cuadran con la particular forma de construir saberes y tomar decisiones de nuestras instituciones sanitarias, y quedan sistemáticamente fuera, cuerpos extranjeros en su propia tierra.

Quizá por ello tiene un enorme sentido prestar atención a los diferentes modos en que un cuerpo puede o no ser puesto en común. Pero la puesta en común no es fácil, y no se puede hacer asumiendo que existe lo “en común” o “lo común”. No son pocos los casos (véase Lafuente, Alonso & Rodríguez, 2013) en los que diferentes comunidades de afectados por un algo que progresivamente se vislumbra como un mal común (como las famosas intoxicaciones masivas por el  aceite de colza o las malformaciones fetales causadas por la ingesta de talidomida; por no hablar de los efectos tóxicos del llamado desastre de Bhopal -analizados por Fortun, 2000- o las consecuencias sanitarias derivadas del accidente de Chernóbil -relatadas por Petryna, 2002-) o grupos de personas que poco a poco se descubren trabajosamente aquejadas por algo muy parecido, originariamente ignoto, necesitan realizar muchos esfuerzos por mostrar y demostrar que lo que les ocurre es cierto o para intentar intervenir la manera en que son tratadas por los sanitarios.

Muchas de estas personas acaban abocadas a llevar a cabo diferentes proyectos de “activismo encarnado”: esto es, en palabras de Israel Rodríguez Giralt a desarrollar “forma[s] de acción asociativa cada vez más influyente que politiza la propia experiencia para convertirla en objeto de controversia política”. Esto se hace de muchas maneras, llegando en ocasiones a construir o proveer de evidencia de lo que les aqueja y cómo debieran de ser tratadas. Pero casi siempre suele suponer una politización de la propia experiencia corporal ya sea para contradecir, contrapuntear, matizar o enrolar a otros, en muchos casos a los profesionales que “gestionan” sus situaciones o les atienden. Un buen ejemplo sigue siendo el trabajo de politización corporal desarrollado por los afectados por el VIH de ACT-UP en los 1980 y 1990: que reclamaban el control sobre sus propias vidas, defendiendo su derecho a que no se les tratara con placebo en ensayos clínicos, puesto que del tratamiento para todo el mundo dependía su vida (Epstein, 1996).

Pero también existen innumerables ejemplos de esos colectivos que necesitan articular formas de “contra-experticia”, desarrollando formatos de vindicación de “su propia experticia sobre su experiencia” frente a “los expertos en la experiencia de los otros”. Particularmente interesantes de entre estas dinámicas son los que Antonio Lafuente denomina formatos de “ciencia colateral”: esa ciencia hecha con los desechos, que produce conocimiento con lo desechado por los saberes institucionalizados y que, al hacerlo, produce la apertura de la naturaleza del conocimiento sobre lo corpóreo a nuevos horizontes.

Aunque también existen casos de grupos de personas sometidos a una creciente y prolongada agonía en tanto sus dolencias no son consideradas o componibles desde algunas infraestructuras de saberes, técnicas y artefactos hegemónicos. Un buen ejemplo de esas luchas sería la que protagonizan personas aquejadas por lo que se conocen como síndromes de sensibilidad central (entre las que se suele agrupar la fibromialgia, la sensibilidad química múltiple o el síndrome de fatiga crónica), que han venido siendo materia de debate público en épocas recientes al intentar diferentes grupos de presión que fueran consideradas enfermedades que dieran derecho a una pensión, para lo que numerosas de las personas aquejadas han venido produciendo relatos narrativos y audiovisuales sobre sus problemas para ser creídas, sobre las dificultades para probar lo que les ocurre, sobre su incapacidad de trabajar y las enormes diatribas a las que se enfrentan para acondicionar o adaptar sus hogares de un modo que les permita vivir algo mejor (véase los relatos autobiográficos de Caballé, 2009 y Valverde, 2009; pero también el ensayo de Murphy, 2006).  
 

Potenciales y límites de un cuerpo (en) común

Imagen CC BY, tomada de Wikimedia Commons

 

Estos movimientos o colectivos que desarrollan innumerables prácticas de activismo encarnado traen a la presencia la necesidad de pensar y reflexionar largamente sobre los modos en que se crea, comparte y valida el conocimiento experiencial y existencial o “sobre lo que nos pasa”. Pero ¿qué hacer con estas afecciones que, como comentan las personas que la padecen, son “enfermedades de la normalidad”? Formas de hacer cuerpo que ponen en crisis nuestros modelos de trabajo, conocimiento instituido o consumo industrial:
 

"Nosotros, los enfermos de normalidad, somos una anomalía. Un error del sistema. Y lo que más deseamos, por encima de todo, es que este lo pague caro. Nuestra verdad es la verdad del mundo. De su funcionamiento. El cuerpo enfermo de fatiga se inscribe en el interior de un nuevo tipo de politización más existencial que, por un lado, instituye una verdad capaz de producir un desplazamiento y, por otro lado, converge con la práctica política de la fuerza del anonimato" (López Petit, 2014: 75)

 
A buen seguro podríamos expandir la reflexión sobre estos problemas a colectivos como los desahuciados arrojados al vacío sin hogar, los parados condenados en vida a ser una exterioridad irrecuperable, los refugiados sirios entre el fuego cruzado y el neo-fascismo de la Europa cristiana, las cuidadoras inmigrantes atrapadas en condiciones de precariedad sin voz ni voto… ¿Cómo componer otras relaciones con estos cuerpos “abyectos”, como los llama Murphy (2006)? Abyectos no sólo porque pongan en duda aspectos morales o normativas para otras capas de la población, sino porque ponen en crisis o disputarían nuestras formas de “saber articular un saber sobre ellos”, pero también de pensar la política: son cuerpos en muchas ocasiones agónicos que quiebran el modelo heroico de la agencia, ya sea en la versión individual-liberal o colectiva-activista. ¿Cómo articular otros modos de relación con ellos que huyan del paternalismo o del buenismo con que ciertas formas de caridad o de gestión tecnocrática han podido desarrollar? ¿Cómo podrían estos cuerpos traer consigo no sólo una condición abyecta sino esperanzadora sobre cómo articular infraestructuras corporales más en común donde generemos un cierto cuidado que permita nivelar las asimetrías?

En su reciente libro De la necropolítica neoliberal a la empatía radical, Clara Valverde (2015) aboga con acierto por la construcción de “espacios intersticiales” que permitan una alianza de los cuerpos comúnmente excluidos por las dinámicas económicas, epistémicas y políticas contemporáneas. Es más, en una reciente entrevista, llega a sugerir que:
 

"Las iniciativas, ideas y grupos implicados en lo común son el antídoto contra la necropolítica. Lo que el poder absoluto quiere dividir, nosotros lo tenemos que juntar. Nos tenemos que juntar enfermos, sanos, trans y todos los géneros, razas varias, ancianos, niños…"

 
Pero los innumerables fracasos o fragilidades permanentes para articular una infraestructura corporal (recordemos, relacional, de saberes, artefactos) con un grado de institucionalización estable de muchos colectivos y grupos que están últimamente intentando esto (pienso, por ejemplo, en un caso cercano: la #redcacharrera: 1 | 2 | 3), nos indican que sabemos muy poco de cómo hacer estas infraestructuras corporales en común, o que existen muy pocas condiciones para que devengan infraestructuras per se. Y no hay más remedio que poner en el centro de la discusión el marasmo de condiciones –no sólo circunscritas a la supuesta “lógica neoliberal” o  a los modos de precarización de la austeridad, sino también a la elevada intensidad del sostenimiento relacional activista y a ciertas de sus lógicas implícitas, que nos impiden prestar atención a ciertas otras cosas, o la falta de costumbre, hábito y tiempo para hacerlo, etc.– que nos privan de toda posibilidad de poder explorar, analizar, detallar y encontrar saberes y modos de registro, espacios y métodos de encuentro, así como formatos institucionales (ya sean públicos o no), legales y económicos sostenibles para poner en común lo que nos pasa, para poder construir la jurisprudencia sobre nuestros cuerpos diversos. Unas condiciones extremadamente frágiles que hacen más complicado aún  si cabe articularse con cuerpos “todavía-no” o “no-fácilmente” en común, o prestar atención a la enorme cantidad de experiencias encarnadas “en el umbral”.

Aunque nos falte el tiempo, aunque estemos sin fuerzas, necesitamos hacer un sitio importante en nuestros aprendizajes cotidianos a la exploración pormenorizada de qué permite y qué no construir infraestructuras no ya sólo para cobijar esos cuerpos (Biehl & Petryna, 2011), sino también analizar, poner en palabras y compartir diferentes modos prácticos de sostenernos de formas más horizontales y en común (Butler, 2015), sin dejarnos abatir por el hecho de que la mayor parte de las veces nuestras experiencias serán difícilmente componibles o explicables.

 
Referencias
Biehl, J.  & Petryna, A. (2011). Bodies of rights and therapeutic markets. Social Research: An International Quarterly, 78(2), 359–386.
Butler, J. (2004). Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence. London: Verso.
Butler, J. (2015). Bodily Vulnerability, Coalitional Politics. En Notes Toward a Performative Theory of Assembly (pp. 123-153). Cambridge, MA: Harvard University Press.
Caballé, E. (2009). Desaparecida: Una vida rota por la Sensibilidad Química Múltiple. Barcelona: Viejo Topo.
Coll Planas, G. (2011). El género desordenado: Críticas en torno a la patologización de la transexualidad. Barcelona: Egales.
Epstein, S. (1996). Impure Science: AIDS, Activism, and the Politics of Knowledge. Berkeley, CA: University of California Press.
Fortun, K. (2001). Advocacy After Bhopal: Environmentalism, Disaster, New Global Orders. Chicago: University of Chicago Press
Lafuente, A., Alonso, A. & Rodríguez, J. (2013). ¡Todos sabios! Ciencia ciudadana y conocimiento expandido. Madrid: Cátedra.
López Petit, S.(2014). Hijos de la noche. Barcelona: Bellaterra.
Mol, A. (2002). The body multiple. Ontology in Medical Practice. Durham: Duke University Press.
Murphy, M. (2006). Sick Building Syndrome and the Problem of Uncertainty: Environmental Politics, Technoscience, and Women Workers. Durham, NC: Duke University Press.
Petryna, A. (2002). Life Exposed: Biological Citizens after Chernobyl. Princeton, NJ: Princeton University Press.
Petryna, A., Lakoff,  A.& Kleinman, A. (Eds.). (2006). Global Pharmaceuticals: Ethics, Markets, Practices. Durham, NC: Duke University Press.
Valverde, C. (2009). Pues tienes buena cara. Síndrome de Fatiga Crónica, una enfermedad políticamente incorrecta. Barcelona: Martínez Roca.
Valverde, C. (2015). De la necropolítica neoliberal a la empatía radical: Violencia discreta, cuerpos excluidos y repolitización. Barcelona: Icaria.

Agradecimientos
Dedicado a mis compas 
En torno a la silla Alida Díaz, Nuria Gómez y Silvia Sanz que me han ayudado a revisar un texto largamente en el tintero y a no olvidar muchos modos distintos de poner el cuerpo en el centro. Con un agradecimiento especial para Antonio Lafuente, que me ayudó a aprender a afectarme por la idea del “cuerpo común”. 

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Tomás Sánchez Criado
@tscriado

05 de Mayo 2014
Fuera de Clase

Transitamos por ella y la recorremos. Memorizamos sus nombres y localizamos sus lugares. La fotografiamos, la narramos y ocasionalmente la exploramos. Propia o ajena, la ciudad nos convoca cotidianamente a desplegar mil y una prácticas en nuestra relación con ella. ¿Podemos incluir el aprendizaje? ¿Cómo sería aprender la ciudad? Más aún, ¿cómo sería tornar la ciudad en espacio de aprendizaje? Ciudad Escuela pretende responder a esa pregunta a través de una propuesta de pedagogía urbana abierta. Un ejercicio colectivo que participa de esas nuevas sensibilidades urbanas que han emergido en los últimos años en la ciudad de Madrid. Ciudad Escuela despliega una trama de itinerarios de aprendizajes, propuestas conceptuales y ejercicios prácticos de intervención material que se localizan en sitios donde creemos que se están alumbrando nuevas forma de imaginar y practicar lo urbano, una ciudad distinta. Queremos pensar en Ciudad Escuela como una infraestructura pedagógica que hace de la ciudad un objeto de aprendizaje y, simultáneamente, el lugar donde se emplaza una forma de pedagogía abierta.
 
La ciudad está plagada desde el siglo XIX de figuras que sintetizan formas particulares de relacionarnos con lo urbano: el flâneur, el turista, el vecino… Cada uno hace de la ciudad un recorrido que pasea, una geografía para el disfrute o un espacio de cotidianidad. ¿Podríamos pensar nuestra relación con la ciudad a través del aprendizaje? La pregunta es quizás trivial porque la ciudad nos desafía en un ejercicio de aprendizaje constante, no importa si simplemente deambulamos, disfrutamos o habitamos en ella, la ciudad nos obliga a aprenderla constantemente. Pero en esos aprendizajes individuales la ciudad se mantiene a distancia, nos transforma pero no se deja transformar. ¿Cómo sería una relación de aprendizaje simétrica con la ciudad, una relación en la cual ella no sea la única que deje su rastro sobre nosotros sino donde dejemos la marca visible de nuestro aprendizaje urbano? Una relación donde aprender cómo es una ciudad justa, equitativa y hospitalaria hace que la ciudad sea un poco más justa, más equitativa y más hospitalaria.
 
Sabemos que nuestras ciudades se han convertido en lugares para el tránsito pasajero que nos obliga a un movimiento perpetuo. Ciudad Escuela abandona la ciudad del movimiento por la ciudad ‘mobilizada’. Con ‘b’ de mueble. Mobilizamos la ciudad cuando la movilizamos mobiliarmente, equipándola con muebles que reformulan nuestra vida en común. Ya lo vimos en la #AcampadaSol que amuebló con dispensario, biblioteca, comedor y dormitorio el centro de Madrid. Un ejercicio experimental que reequipó material y conceptualmente la ciudad y que nos conmina a tomarnos en serio el mobiliario. Tecnologías mundanas y humildes que parecen desprovistas de potencia política, sentido estético y condición social, pero que nos han mostrado la capacidad para un nuevo género de especulación, no inmobiliaria sino mobiliar: aquella a través de la cual especulamos con otras formas de lo urbano. Amueblar la ciudad es entonces hacer del espacio público hogar, diluir la distinción entre interiores y exteriores. Amueblar la ciudad es hacer de la calle una cocina experimental, cuadrar la plaza en sala de estar, convertir la acera en pasillo doméstico y tornar el jardín en huerto vecinal. En ese ejercicio el mueble se torna en habitante urbano de derecho pleno, cargado de sentido político y condición social. Así que mientras aprendemos a reequipar materialmente la ciudad reamueblamos el derecho que tenemos a habitarla e intervenir en ella. Amueblar la ciudad es liberar las capacidades de una pedagogía experimental urbana.
 

 

No es difícil reconocer en tal propuesta las filiaciones con emergencias recientes y culturas urbanas tradicionales. En los últimos tres años hemos aprendido del 15M otras maneras de habitar y ocupar el espacio público, un ejercicio de generación de nuevas atmósferas para el aprendizaje político, para la vida en común. Hemos aprendido de la PAH el trabajo terapéutico del lenguaje y las nuevas formas de narrar la ciudad a través de las series sincopadas de tweets que dan cuenta de asambleas o los streamings que relatan la más miserable práctica institucional de los desahucios. Proyectos como el Campo de Cebada y Esta es una plaza en Madrid nos han enseñado que amueblar el espacio público es equipar la ciudad con nueva capacidades y dotarnos a nosotros, ciudadanos, de nuevas habilidades. Y la Red de Huertos Urbanos de Madrid (ReHd mad!) nos ha mostrado cómo abrir un surco en la tierra es tirar una línea en el rediseño de la ciudad. Porque la ReHd no sólo hace crecer tomates, también labra un nuevo futuro urbano. Reconocemos esos lugares donde la ciudad se reformula y aprende y queremos tomar parte en ese esfuerzo por un aprendizaje expandido.
 
En nuestro itinerario por la Ciudad Escuela abrimos la pedagogía de tres maneras. Primero sacamos el aprendizaje a la calle y lo emplazamos en el espacio público urbano. Este no es para nosotros el lugar para el tránsito efímero de la vida cotidiana, ni el espacio de la sociabilidad pasajera, ni la localización de la política antagónica. Meses atrás presenciamos un gesto radical de algunas universidades madrileñas cuando sacaron sus clases a la calle. Ubicarse en ella era una manera de desbordar los muros confortables de la institución para dejar entrar nuevas maneras de aprender. La calle y la plaza se tornan en lugares para el aprendizaje de Ciudad Escuela, y en ese gesto nos abrimos a nuevos conocimientos y problematizamos las jerarquías epistémicas recibidas, porque la calle requiere de otros saberes para habitarla.
 
El segundo ejercicio de apertura es un eco de los aprendizajes que desde hace años tienen lugar en Madrid y en muchas otras ciudades. Abrimos la pedagogía reconociendo saberes y aprendizajes que pasan desapercibidos, son invisibilizados y quedan marginados. Saberes y aprendizajes que construyen una ciudad distinta en lugares donde proliferan los huertos que problematizan el cuerpo, nuestra relación con la comida o la economía política de la ciudad; lugares donde el recorrido masivo de ciclistas diseña una ciudad distinta al mismo tiempo que hacen visible nuestras sofisticadas ecologías urbanas; lugares donde el reequipamiento material de la ciudad con tecnologías mundanas desestabiliza la experticia del urbanismo tecnocrático. Ciudad Escuela es un eco de esos saberes y se abre a ellos: cualquier iniciativa y proyecto urbano puede incorporarse y proponer sus propias unidades e itinerarios de aprendizaje. Ciudad Escuela es en este sentido una infraestructura pedagógica abierta.
 

 

 
Creemos necesario comenzar a reconocer esos otros saberes: la experticia que les acompaña, el valor que aportan y la complejidad que les caracteriza. Y lo hacemos en un tercer gesto de apertura utilizando una singular infraestructura basada e inspirada en el software libre, la que la Fundación Mozilla ha desarrollado en los últimos años para la construcción de lo que denomina Open Badges. Un sistema de acreditación a través del cual es posible dar cuenta de la realización de aprendizajes. Abrimos la pedagogía infraestructuralmente para reconocer un hecho acuciante, la evidencia de que el conocimiento sólido y fundado no se elabora únicamente dentro de los muros de la universidad y los centros de investigación, sino más allá de ellos, por aficionados, apasionados y públicos autónomos. Los Open Badges son un intento por dar crédito y acreditar esos otros saberes.
 
Para lograrlo Ciudad Escuela propone una trama de itinerarios urbanos, recorridos espaciales por la ciudad que despliegan tránsitos conceptuales, un trasiego de los lugares a los conceptos que es de ida y vuelta. Cada uno de los cinco itinerarios del proyecto señala un dominio fundamental para pensar algunos de los fenómenos más singulares que acontecen actualmente en Madrid: la ciudad en beta que hace de lo urbano el lugar para la experimentación; los des-plazamientos que emplazan y desplazan nuevos lugares para intervenir en lo urbano; la emergencia de los nuevos lenguajes que narran la ciudad; las nuevas interfaces a través de las cuales damos cuenta de nuestro habitar en ella; y las infraestructuras abiertas a través de las cuales reamueblamos el derecho a una ciudad distinta. Cada itinerario se organiza a través de módulos de aprendizaje (badges que acreditan) y cada uno de ellos señala un concepto fundamental para pensar las emergencias de lo urbano: las infraestructuras abiertas, la autoconstrucción, el archivo urbano, las formas de visualización o la gestión de la sostenibilidad.
 
Ciudad Escuela abre sus puertas con la intención de seguir abriendo la ciudad a nuevos aprendizajes. Ciudad Escuela se abre a cualquiera que quiera aprender, a quienquiera que nos quiera enseñar cómo podemos hacer otra ciudad distinta.
 
– Adolfo Estalella

28 de Abr 2014
Fuera de Clase

Incubadora infantil con detección y control sin contacto

Con esta tercera y última entrega de “Ese conocimiento que la razón tecnocrática ignora” quisiera clausurar esta trilogía que se me estaba haciendo ya un poco larga. Y quisiera que este cierre tuviera que ver con poner sobre la mesa un debate, con proponer una reflexión sobre qué ignora en realidad la razón tecnocrática y qué efectos tiene esto sobre esas experiencias epistémicas “fuera de clase”.
 
Permitidme, pues, antes de nada una recapitulación de la narrativa fragmentaria desplegada hasta ahora desde el pasado verano:
 
(1) La primera entrega, “¿Del doctor como el mejor gobernador?”, se hizo bajo la forma de un aviso, intentando reconocer un timbre de bajo fondo que recorre la transformación de saberes, técnicas y prácticas políticas contemporáneas. Quería situar el debate en las formas menores en que se expresa eso que he venido en llamar “la razón tecnocrática”, intentando enunciar algunos modos concretos en que busca capturar o asediar la experimentación del cualquiera. No pudiendo en un único post más que advertir vagamente la tenebrosa mezcolanza que esta práctica epistémica y política muestra en la actualidad –esa tenue línea que une “meritocracia”, “talento” y “titulitis” con “atribución de capacidad política”, algo así como una agencia de rating de la participación y la voz en lo que nos concierne– y teniendo de bajo fondo de mi argumento un clamor a favor de la humildad epistémica: no olvidar la necesidad de pensar que para que exista democracia esta debe ser un asunto del y desde el cualquiera y, así, evitar que reproduzcamos las escalas de valores, jerarquías de saberes y funciones políticas que han tejido este espacio institucionalmente tenebroso que es el Estado español. Recordemos, si no, el lóbrego papel de los psiquiatras durante el Franquismo, o el papel que en ese orden institucional han venido ocupando ciertas posiciones profesionales, que siguen siendo relevantes para pensar la “Cultura de la Transición (CT)”, como el médico, el arquitecto, el ingeniero, el economista, el abogado, etc. (Nada más lejos de mi intención que vilipendiar saberes cruciales para nuestro sustento cotidiano, así como para abrir nuevos espacios de experimentación epistémica, sino rehusar ese gesto de desdén que algunas personas ponen en acto cuando practican de un modo tecnocrático su posición profesional o cuando reclaman pasivamente el advenimiento de la tecnocracia como solución a nuestros males).
 
(2) La segunda entrega, “¿El estallido de comunidades epistémicas experimentales?”, se planteó en la clave de la esperanza, intentando transmitir la sorpresa y gozo que debiéramos sentir ante la apertura o el corrimiento de tierras experimentales que se ha venido produciendo en nuestras prácticas epistémicas recientes. Hablaba del estallido reciente de lo que llamé “comunidades epistémicas experimentales”, que han venido dislocando o desplazando la práctica epistémica y política de los lugares e instituciones del saber y la gobernanza hasta ahora instituidos, generando nuevos dispositivos para pensar colectivamente, compartir herramientas y probar o ensayar formas de lo político; pero también intentaba poner el énfasis en la importancia de que estas experimentaciones han venido resquebrajando aún más la brecha entre expertos distanciados y sus cobayas (con o sin consentimiento informado). Me detenía, por tanto, en la hibridación de la cultura libre y el activismo encarnado que los estallidos post-15M han venido poniendo encima de la mesa con fuerza, por nombrar ámbitos de creación epistémica y política reciente que considero abren un lugar específico para “lo fuera de clase”.
 
Hablaba, sin embargo, de experimentación no sólo porque me guste ser juguetón con las palabras o simplemente por incorporar un vocablo cool del ámbito del arte, sino por la cercanía o vecindad de estos modos de producción de conocimiento con la práctica real de los laboratorios científicos (y no su visión mítica): porque en estos espacios se nos hace necesario explorar constantemente los afueras de nuestros modos convencionales de pensar y actuar; haciéndonos cargo de la materialidad cambiante y vibrante que nos constituye, en mundos complejos como los contemporáneos, donde nos des/componemos a través de nuestras relaciones con microbios y afecciones somáticas muy diversas, infraestructuras de comunicación, catástrofes climáticas, sistemas de vivienda, formatos de propiedad intelectual, etc. que posibilitan articular sociomaterialmente nuestra agencia; esto es, que permiten o interfieren en nuestras posibilidades de actuación particulares para hacernos cargo de lo que nos afecta. Y me regodeaba en el hecho de que el resultado que su unión ha producido una situación novedosa, que ha permitido a las antiguas cobayas de la razón tecnocrática explorar y experimentar con otras alternativas vitales y existenciales, buscando maneras para devenir algo así como “cobayas auto-gestionadas”, haciendo “la revolución de los cuerpos, desde los cuerpos, para los cuerpos, en los cuerpos…”, esto es, desde su diversidad radical.
 
Los posts de Adolfo Estalella y Luís Moreno Caballud, que interpelaron lo que aquí escribía, especificaron y mejoraron la propuesta para dar cuenta de ámbitos con los que dialogaba, pero no desarrollaba: hablaban de la importancia para el estallido de esta experimentación epistémica de un amplio tejido de prácticas culturales, que ha venido constituyendo un campo fértil de reflexiones sobre la creatividad y sus agujeros negros. Ambos textos colocaban el foco en las relaciones complicadas entre las nuevas prácticas epistémicas experimentales –que han saltado del ámbito de las profesiones creativas y se han diseminado con la aparición de fenómenos de hibridación epistémica, mencionando las mareas como un buen ejemplo de ello– con las innumerables formas de gestión del emprendizaje cultural. Unas formas de gestión a las que podríamos oponerles una reflexión sobre el “derecho a la experimentación”, así como sobre la vulnerabilidad relativa al carácter encarnado de la práctica cultural.

 Nurses and babies at the Infant Incubator Institute or “Infantorium” (1905)
 
Experimentar (con/desde) la vulnerabilidad

“Pensar la vulnerabilidad surge como una necesidad frente al omnipotente relato de autosuficiencia en el capitalismo contemporáneo. Aquel que afirma que la vida es un camino individual, no compartido. Pero también frente a la mercantilización de nuestra fragilidad. La búsqueda legítima del bienestar deviene suculento negocio acorde con la idea de que empeñándonos podemos lograr la plenitud” (Silvia L Gil)

 
Pero ¿qué fue aquellas caras frescas de hace tres años, que creían poder cambiar el mundo de cabo a rabo, experimentando en la calle, juntándose con gente que no conocía de nada, poniendo en marcha mil y un proyectos e iniciativas de todo tipo, sometiéndose a los rigores de otra nueva propuesta de micro-financiación colaborativa y transparente para poder seguir haciendo? El caso es que no paramos, y cada día nos faltan menos razones para seguir no-parando, pero mientras tanto el escenario de darwinismo social se extiende y, por el camino, nuestras vidas se nos muestran cada vez más fragilizadas. Tanto que, seguramente, “llevamos el cansancio en nuestra mirada”. El coste, como en todo buen darwinismo social que se precie, lo estamos pagando de diferentes maneras todos, pero quienes más sufren son quienes ya no pueden ni cuidarse o no pueden hacer otra cosa más que malcuidar y malcuidarse… Nuestra existencia es ontológicamente frágil, pero lo es más aún si no se cuida nuestra fragilidad para que ésta pueda ser una potencia. Y, por muchas razones, esa fuente de esperanza de las comunidades epistémicas experimentales no ha conseguido hasta ahora convertirse en una ecología de prácticas estable, sino en un tenue oasis acechado y cercado por todos los sitios (¿con la intención de que devenga, quizá, espejismo?).
 
De alguna manera, esa amalgama extraña que he venido llamando “razón tecnocrática” no sólo no ha ignorado toda la experimentación que hemos venido practicando, sino que la quiere convertir, más bien, al nuevo orden basado en la “innovación”, nuevo modo específico de “hacer vivir, dejar morir” (por utilizar los términos de Foucault) de nuestras contemporáneas élites extractivas. Observemos, si no, las recientes noticias sobre los tejemanejes de Telefónica en torno al Medialab-Prado y la lucha abierta por la iniciativa SaveTheLab para contrarrestarlos –intentando visibilizar lo mucho que ha hecho este espacio para abrir un lugar para la experimentación epistémica del cualquiera, para dar cabida y soportar el procomún, “eso que es de todos (y no es de nadie)”–. La razón tecnocrática se quiere plantear liderando la revolución del talento, situando en la lucha por la cúspide a todos aquellos que quieran competir con su creatividad, creando y generando nuevos formatos de mini-empleo competitivo y articulando formatos de evaluación donde se especula sobre el valor relativo de procesos de “emprendizaje” o “emprendeduría”, siempre cada vez menos institucionalizados o permanentes. Por citar alguna de las cuestiones que comentaba Luís Moreno Caballud en este espacio hace unos meses: “El capitalismo neoliberal ha aprendido a poner a trabajar a el ocio y las capacidades creativas de la gente, a usar en su beneficio todo el caudal inmenso de producción cultural que los nuevos públicos activos educados en la cultura de masas y ahora en la cultura digital canalizan cotidianamente”.
 
Frente a ese escenario de darwinismo social, creo tiene sentido intentar balbucear, enunciar, poner nombre a “eso” que la razón tecnocrática ha ignorado y que no es estrictamente el conocimiento (troceado y distribuido hasta el infinito como información) ni la creatividad (desfigurada y precarizada hasta la náusea por las políticas de innovación y emprendizaje), sino la experimentalidad de nuevas prácticas epistémicas y, más aún, la vulnerabilidad que sufren (porque toda práctica es vulnerable, en tanto requiere de un contexto específico para tener lugar, existir o mantenerse en el tiempo), pero que pudiera ser también lo que las alimenta y dota de potencia. Hablo de que las alimenta o dota de potencia porque la experimentación con la vulnerabilidad ha venido convirtiéndose recientemente en algo que blandimos para construir conocimiento juntas, desde lo que nos atañe, poniendo en valor nuestra singularidad, siempre de forma situada y, por ello, atendiendo a “la novedad”: porque es a partir de esa vulnerabilidad reconocida de nuestras prácticas y lo que las afecta que podemos comenzar una exploración de lo que la razón tecnocrática ignora, pudiendo llegar a “hacer ciencia con los desechos” (como bien expresa Antonio Lafuente al referirse a las rebeliones de enfermos, de colectivos de afectados que han venido vindicando, tramitando y construyendo conocimiento con aquellas evidencias o restos epistémicos que diferentes disciplinas habían dejado fuera del foco –su sufrimiento, los efectos secundarios de los fármacos, las enfermedades raras que nadie estudia, las posibilidades organizacionales y sanitarias más acogedoras con la diferencia, etc.–, empoderándose para construir otras relaciones con lo que les afecta, desde su fragilidad). Por tanto, si en el anterior post celebraba la importancia de la experimentalidad, creo que ahora necesitamos un desplazamiento de esa esperanza en la experimentación a una defensa del cuidado de la misma, como la mejor propuesta política que pudiéramos desarrollar para mantener con vida los espacios y conocimientos “fuera de clase”.
 
Sugiero llamar “mimo” a ese cuidado y atención cotidiana que requiere la experimentación con pasión; a ese buen hacer o a ese querer producir cosas o entornos para vivir mejor atendiendo a la vulnerabilidad de nuestras prácticas epistémicas experimentales. Lo que quisiera plantear aquí es el peligro atroz ante el que la razón tecnocrática nos sitúa; puesto que corremos el riesgo no ya solo de perecer o morir de hambre, sino de perder la capacidad de continuar experimentando ante esa gestión innovadora de la creatividad y el talento que nos matan de hambre… Es este olvido de la vulnerabilidad el que lleva a no considerar la propia vulnerabilidad inherente de nuestras “comunidades epistémicas experimentales”, la fragilidad constitutiva de sus prácticas: corporal, infraestructural, afectiva, epistémica. Y aunque nunca sepamos a ciencia cierta “cuánto puede un cuerpo colectivo” (razón por la que necesitamos seguir haciendo para experimentar en qué consiste prácticamente nuestra vulnerabilidad y nuestra potencia), este texto de cierre busca proponer el mimo como un imperativo, una tecnología política no necesariamente “estadocéntrica” que permita hacernos sensibles a los modos y elementos necesarios para seguir experimentando sin hacernos más vulnerables por el camino, para construir espacios y procesos más igualitarios. Esto es, más allá de los horizontes institucionales del paternalismo estatalista, la tecnocracia rampante y la precariedad absoluta.
 
Haciendo este giro quisiera resaltar la importancia de colocar en el centro del debate la vulnerabilidad de esos espacios y nuevas prácticas epistémicas experimentales. De las experiencias de vulnerabilidad y desamparo compartidas en los últimos años, quisiera haber aprendido que la esperanza, ese ejercicio constante de generación de posibles, es un trabajo crucial e ímprobo de abrir futuros. Un trabajo necesario, pero al que en no pocas veces nos sometemos colocando en la trastienda, olvidando nuestra vulnerabilidad constitutiva, eso que nos haría caer los brazos si siguiéramos haciendo en ciertas condiciones de precariedad. Si queremos abrir posibles no podemos olvidarnos de tratar “eso que nos permite experimentar”.
“De la Couveuse pour Infants” de Auvard (1883)

Responder al imperativo del mimo, sostener la experimentación del cualquiera
 

“Qué tipo de valor producen los encuentros, los cuerpos y los afectos, qué producimos en el ser-juntas de nuestros colectivos, cómo damos cuenta y hacemos cuentas de ese valor. Cómo se pone en común y cómo se generan cercamientos a esos saberes, valores y territorios de vida producidos colectivamente. ¿Cómo saltar de la productividad a la producción de territorios comunes de vida?” (esquizobarcelona)

 
Enunciar algo así como un “imperativo del mimo” aplicado a las prácticas de nuestras comunidades epistémicas experimentales nos invitaría a pensar en clave de cómo sostener la experimentación del cualquiera, yendo más allá de las declaraciones de intenciones sobre los parabienes de la cultura libre o el igualitarismo: hay que trabajar para permitir que los prototipos puedan mantenerse en ese estado permanentemente ß, pero sin olvidarnos de la continuidad necesaria para la implementación de estas ideas; evitando dejar de lado que las cosas nunca se hacen de una vez y para siempre, que el trabajo de traer algo a la existencia puede tirarse por la ventana si no se practica continuamente el mimo al que esa creación nos convoca; que por experiencia las cosas no duran, pero que no duran nunca de la misma manera y que tenemos que poder experimentar con lo que quiere decir la durabilidad en cada experimentación; que para que se mantengan las cosas en pie hay mucha gente e infraestructuras técnicas y afectivas implicadas, por lo que mejor no olvidarse nunca de la desigual distribución del trabajo que esto implica y la necesidad de un cierto mimo a la hora de pensar en evitar que nos dejemos a alguien fuera y que busquemos las mejores condiciones para el cualquiera siempre desde su diversidad; porque no sólo construimos con las ficciones, ideas y declaraciones de intenciones (cruciales para abrir lo posible), sino mimando nuestros terriblemente complejos arreglos sociomateriales, aprendiendo a “comprometernos” –en el sentido que le dota Marina Garcés a este término–, a explicitar que “el compromiso empieza en el hecho de reconocer que ya vivimos implicados, que ya vivimos en esas relaciones de interdependencia que nos vinculan los unos a los otros” y que comprometerse es ponerse en un compromiso, explorar las formas cambiantes de nuestra vulnerabilidad, compartiendo los problemas con los otros para poder ser más autónomos.
 
¿Cómo aprender, por tanto, a comprometernos, a sostener o, mejor, a institucionalizar este mimo, este cuidado de la experimentación que no puede sino ser experimental? Esa es la tarea colectiva que tenemos ante nosotras –y a la que quizá podamos ir contribuyendo desde este blog–, porque sostener y defender la experimentación del cualquiera, requiere pensar en instituciones que puedan mantener no sólo a las personas que experimentan o sus efectos, sino también las infraestructuras a partir de las que cualquiera pueda devenir experimentador, para que pueda seguir existiendo el conocimiento libre para que quien quiera pueda ponerse a experimentar con unas mínimas garantías. De hecho, algo parecido a esta reivindicación del mimo creo que se integra en recientes debates entre lo público y lo común (entre los formatos de gestión estatalizada o comunalizada, sus pros y sus contras).
 

Cómo hacer una incubadora casera (1944)

Experimentar con el mimo de la vulnerabilidad experimental para no vulnerabilizar la experimentación
 

“Internet permite que aquellos saberes que se consideraban informales, saberes comunes y corrientes pertenecientes a la vida cotidiana, competencias y pericias para desenvolverse en la realidad más mundana se transmitan, formalicen y compartan y, de esa manera, se revaloricen y cobren una relevancia que, de otra manera, quizás, hubiera pasado desapercibida […]. De lo que se trata, en el fondo, es de rescatar del olvido saberes valiosos para quien los necesite, de conceder cierta forma de reconocimiento comunitario a quien los comparte, de reivindicar la importancia de esos conocimientos supuestamente disminuidos frente a los conocimientos que la ciencia da por prevalentes” (A. Lafuente, A. Alonso & J. Rodríguez, ¡Todos sabios! Ciencia ciudadana y conocimiento expandido. Madrid, Cátedra, 2013: p. 53).

 
Dado que necesitamos aprender a mimar y encontrar modos y maneras de sostener nuestras comunidades epistémicas experimentales para que estas no sólo no se marchiten, sino que nos permitan seguir haciendo futuros mejores, quisiera sólo, proponer algunas vías de indagación a partir de las que pudiéramos dotar de contenido a esas instituciones que acogieran ese imperativo, así como  reconocer y mejorar como tales a esas instituciones que nos han venido ayudando a  sostener y dar sentido a nuestra experimentación desde el reconocimiento de su vulnerabilidad:
 
(a) ¿Qué modos de experimentación epistémica seremos capaces de producir con diferentes formatos incipientes o más desarrollados de institucionalidad?
(b) ¿Cómo articularemos, daremos voz y sitio en ellos a las vulnerabilidades (que no conocemos más que en la práctica o montando dispositivos para reconocerlas) de todo ejercicio experimental? ¿Cómo se podrá elaborar la conciencia de las mismas y de los modos de acometerlas, tomarlas en consideración?
(c) ¿Qué ejercicios de mimo se han venido ya planteando para sostenerlas o sortearlas, ya sea a partir de prácticas ad hoc o de ejercicios de construcción de un entorno sociomaterial (organizativo, técnico, económico, legal, etc.) acogedor para las mismas?
(d) ¿Cómo debieran ser, en suma, las instituciones que pudieran acoger ese mimo que permita la experimentación del cualquiera?
 
Quizá no sea suficiente la atención a la conservación de la diversidad epistémica mediante repositorios u otros formatos diagramáticos de documentación de nuestras prácticas de creación y experimentación archivando el conocimiento, haciendo la clasificación visible, permitiendo “su descarga para que no muera y siga vivo” (como no ha venido bastando en áreas como la biodiversidad o la diversidad cultural).
 
Quizá tampoco sirvan únicamente espacios proliferatorios o dinamizadores y potenciadores de las comunidades epistémicas experimentales, ayudando a hacer propuestas de mundos posibles, germen de millares de nuevas sociedades, formatos de relaciones y dispositivos de pensamiento…
 
Quizá debemos refundar o luchar por nuevos formatos de institucionalidad para nuestras prácticas epistémicas experimentales, pensados para que el cualquiera pueda venir a poblarlos, atentos a todas las voces que quedan fuera; y eso no lo podremos hacer sin cuidar de la experimentación epistémica: porque siempre necesitaremos de otros arreglos o de arreglos cada vez más específicos, sin los cuales nuestra vida no sólo sería menos interesante, sino en ocasiones inviable. La experimentación será crucial para pensar espacios pensados desde la vulnerabilidad y la necesidad de un cuidado emancipador e igualitario, desde la promoción la igualdad de oportunidades, el desarrollo colectivo de las singularidades y la diferencia.
 
Quizá necesitemos, por tanto, montar o refundar mimatorios, donde estas prácticas experimentales tengan cobijo, pero no como las fallidas incubadoras neoliberales (esos viveros de iniciativas de negocio), que no nos dan más que un cascarón vacío en el que sólo quedan los restos de la experimentación con olor a huevo podrido. Pienso más bien en espacios auto-gestionados por construir donde poder llevar a cabo nuestros quehaceres experimentales, donde poder controlar nuestro sostén, manteniendo vivos nuestros saberes de la experimentación y su relación particular con materiales, prácticas, ideas, herramientas, etc. Pero también espacios donde se mimen estas prácticas para que redunden en un buen hacer, donde se prueben y se experimenten formatos para dotarlas de condiciones mínimas de subsistencia y remuneración.
 
Necesitamos espacios donde experimentar con el mimo de la vulnerabilidad experimental para no vulnerabilizar la experimentación, porque en momentos aciagos como éste nos va la vida en ello…
 
- Tomás Sánchez Criado
 

[Dedicado a toda la gente linda con la que he venido aprendiendo a reconocer la vulnerabilidad, así como la necesidad de mimar la experimentación en diferentes espacios experimentales: como los que he venido compartiendo con lxs colegas de En torno a la silla y la OVI de Barcelona, EXPDEM y la Red esCTS, Fuera de Clase y TEO.
Agradezco especialmente a Adolfo Estalella su lectura atenta de este texto y sus sugerencias con alguna de las partes más oscuras del mismo, y también a Blanca Callén, con quien he venido en los últimos meses dando algunas cuantas vueltas a este problema de la vulnerabilidad y la experimentación]

Dado que se trata de escritos largos también podéis descargar cada uno de los post de la trilogía completa en PDF en los siguientes enlaces
(1) ¿Del doctor como el mejor gobernador?
(2) ¿El estallido de comunidades epistémicas experimentales?
(3) Vulnerabilidad y mimo de la experimentación del cualquiera

10 de Mar 2014
Fuera de Clase

 

Hace un par de años, cuando aún no se habían apagado los ecos de la controversia sobre la asignatura de Educación para la Ciudadanía implantada en 2006, el actual gobierno de España la sustituyó por una Educación Cívica y Constitucional que dio lugar a una nueva controversia. Dejando a un lado los argumentos de la discusión, me gustaría plantear una reflexión general sobre este tipo de asignaturas. Se trata de materias que formalizan aspectos de la educación informal, en el sentido de que sistematizan e introducen en el curriculum escolar prácticas socioculturales mediante las cuales ciertos valores se in-corporan en cada individuo.
 
En Occidente, desde el siglo XIX los Estados han venido controlando directa o indirectamente la educación formal e intentado que cada individuo se sintiera parte de una comunidad que va más allá de familia extensa y la parroquia. La enseñanza ha sido el vehículo principal para transmitir los hábitos de convivencia correspondientes, ajustados a un modelo de ciudadado responsable, autogobernado, cuyas virtudes se deben a la interiorización de valores relativos a la cohesión social, el progreso, el orden, el trabajo, la ley, etc. (con diferentes énfasis según formas de gobierno liberales, fascistas o comunistas).
 
Aunque la sistematización y registro de las técnicas de socialización no es un fenómeno históricamente reciente, sí lo es el hecho de que tales técnicas se ensamblen con la educación formal y la producción de ciudadanos. En Europa existían tratados para la formación de los hijos de los nobles y manuales de civilidad y cortesía (más orientados estos últimos a la burguesía), pero no fue hasta el siglo XIX cuando se desarrolló la educación en urbanidad y buenas maneras hasta el punto de incluirse en los sistemas educativos regulados por el Estado con la pretensión, además, de que recayera sobre toda la población y no sobre una sola clase social. En el caso de España, hasta los años 40 del siglo pasado la urbanidad representó la sistematización oficial de las técnicas de socialización, inseparable de la formación moral o religiosa (y normalmente de ambas juntas). La urbanidad fue desplazada por la educación cívica franquista, plasmada en la Formación del Espíritu Nacional. Posteriormente, desde el inicio de la segunda restauración borbónica hasta la implantación de la Educación para la Ciudadanía, una función similar la cumplieron asignaturas como Ética o Religión y materias de las llamadas transversales.
 
En la época dorada de la urbanidad, la ideología que estaba detrás de su apoyo y su inclusión en el curriculum escolar se basaba en que el aprendizaje de buenas maneras era igual o más importante que el de contenidos. A veces se distinguía entre educación e instrucción. La primera tenía que ver justamente con el saber estar. Equivalía a la “buena educación”. Por su parte, la instrucción tenía que ver con materias como la historia o la geografía y con destrezas concretas como leer y escribir o hacer cuentas. Lo interesante es que la educación, entendida en ese sentido, se ponía por delante de la instrucción porque se suponía que a las clases bajas las beneficiaría saber comportarse (según el modelo burgués) y se daba por supuesto que, ya que de todos modos no iban a acceder a unos niveles de instrucción muy altos, al menos contarían con una mínima urbanidad que hiciera el trato con sus miembros más soportable y les permitiera una mínima participación en el juego social. Si no iban a salir de pobres, por lo menos que se codearan con los ricos sin mancharles demasiado la alfombra. En la edición de 1920 del Resumen de urbanidad para las niñas de Pilar Pascual de Sanjuán leemos lo siguiente: “- ¿Las gentes de humilde cuna tienen obligación de observar las reglas de urbanidad? - Sí, y tanto que muchas veces no tienen mejor recomendación para sus superiores que sus buenos modales” (el estilo catequético era frecuente en estas obras).
 
En definitiva, los pobres -y esto en el mejor de los casos- sólo poseían una instrucción elemental, una simple alfabetización, pero se les pretendía educar en valores, mientras las clases altas accedían a una instrucción superior, es decir, a conocimientos y no sólo a valores. Obviamente, y más por falsa conciencia que por hipocresía, no encontraremos en los libros de urbanidad declaraciones explícitas afirmando que los niños pobres deben permanecer en la ignorancia. Lo único que se dice es que la buena educación puede compensar la falta de instrucción. Desde luego, no se piensa que un pobre bien educado vaya a llegar a director de banco (para eso hace falta una instrucción de calidad, aparte del correspondiente capital cultural y social, sin descontar el capital económico familiar que permite el acceso a un buen colegio y a la universidad). Pero sí se piensa que la sociedad será más armónica y menos conflictiva si el aspecto externo de las clases populares -su comportamiento y apariencia- se asemeja al de la burguesía. La idea subyacente es que, merced a las buenas maneras, las diferencias sociales se  atenúan, o por lo menos se tapan un poco.
 
Las clases acomodadas poseían recursos materiales y culturales para que sus hijos adquiriesen conocimientos que les ayudasen a la hora de ocupar puestos altos en la política, el funcionariado, la industria o los negocios. Con la expansión de la denominada sociedad de masas, con la reducción del analfabetismo y con la extensión de la enseñanza pública, avanzado el siglo XX la clase media fue actuando de pantalla sobre la cual se difuminaba la diferencia entre educación e instrucción. Por una parte, la urbanidad se democratizó de forma tal que los modales de la burguesía se volvieron más relajados (sobre todo con la buena imagen que adquirieron la naturalidad y la espontaneidad desde los años 60 o 70) y los hábitos de amplias capas de campesinos y obreros pudieron contar con las condiciones materiales para cumplir ciertos estándares de aseo personal (gracias al saneamiento de muchos barrios o a la construcción de baños domésticos) y de “refinamiento” (debido a la homogeneización de costumbres que impulsaban los medios de comunicación y al propio acceso a niveles elementales de enseñanza, que obviamente no sólo transmiten contenidos). Por otra parte, los niveles de instrucción de las clases bajas también ascendieron, especialmente si los comparamos con la situación de hace cien años.
 
Sin embargo, es evidente que las desigualdades sociales han seguido existiendo. El acceso a la enseñanza universitaria, y no digamos a instituciones de enseñanza elitistas, sigue sesgado en favor de quienes disfrutan de un mayor desahogo económico y cuentan con un mayor capital cultural. De hecho, la instrucción de las clases altas sigue siendo superior. La pregunta, entonces, es hasta qué punto la insistencia en la educación en valores -o sea, lo que tradicionalmente era educación más que instrucción- no refuerza dicho sesgo. La celebérrima LOGSE, que revolucionó la enseñanza española a partir de 1990, enfatizaba precisamente ese tipo de educación. No a través de las antiguas buenas maneras, desde luego, pero sí a través de unos “temas transversales” que vinieron a concentrarse, dieciséis años más tarde, en la Educación para la Ciudadanía. Los contenidos (la instrucción) se asociaban, no sin parte de razón, a la vieja enseñanza memorística. En cambio, los procedimientos y actitudes cobraban un protagonismo que hacía las delicias del poder psicopedagógico.
 
Sin duda, es imposible separar nítidamente educación e instrucción y, se quiera o no, la enseñanza transmite valores, aparte de constituir en sí misma un factor de reproducción de desigualdades sociales. Sin embargo, cabría preguntarse si dedicar tanta energía a la formación de ciudadanos y a las controversias que ello genera -para el caso, tanto da que se pretendan individuos progresistas que reciclen la basura o individuos emprendedores que hagan avanzar la economía- no conduce a olvidar que, en general, los hijos de las clases altas van a seguir adquiriendo unas destrezas de lectura y expresión oral y escrita superiores, van a seguir sabiendo más historia y más geografía y van a seguir teniendo más formación cultural. Por supuesto, no todo es cuestión de instrucción, pero relegarla puede ser fatídico. Los expertos de hace cien años pensaban de los integrantes de las clase bajas que, ya que no iban a salir de pobres, al menos deberían lucir buenos modales. Algunos dispositivos de enseñanza contemporáneos quizá contribuyen a la existencia de efectos análogos. De acuerdo con el modelo neoliberal, quienes no sean capaces de interiorizar los valores del emprendedorismo quedarán invisibilizados como meros trabajadores en precario. El discurso que a menudo se opone a ese modelo se traduce en que, ya que los trabajadores no van a convertirse en emprendedores, al menos que sean ciudadanos virtuosos.

- José Carlos Loredo Narciandi

28 de Nov 2013
Fuera de Clase

A propósito de ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista, de Carolina del Olmo García (Clave Intelectual, 2013)

 

 

Cuando compramos una aspiradora leemos el manual de instrucciones. Cuando tenemos un bebé leemos Duérmete niño, de Eduard Estivill, o Bésame mucho, de Carlos González. Estos dos libros reflejan las dos tendencias en pugna por dominar la crianza infantil: la adultocéntrica y la niñocéntrica, respectivamente. La primera es la dura: ve al niño como un ser salvaje que debe ser disciplinado. La segunda es la blanda o “natural”, ligada a la “crianza con apego”: cultiva una imagen rousseauniana del niño como un ser bondadoso capaz de expresar sus necesidades y guiarnos a la hora de satisfacerlas. Ambas tendencias se hallan respaldadas por expertos –médicos y psicólogos– cuyos consejos pretenden basarse en evidencias científicas.

La espléndida novedad de la obra que ha publicado Carolina del Olmo García radica en que no es un manual de consejos más, sino una reflexión profunda y extraordinariamente bien escrita acerca de la crianza en la sociedad occidental contemporánea. Es un ensayo divulgativo, lo cual no sólo no le resta potencia, sino que hace pensar en la poca que poseen tantos ladrillos académicos insulsos y pedantes. Sin ocultar sus simpatías por la perspectiva niñocéntrica, que a ella y a mí nos parece preferible por razones éticas antes que científicas, Del Olmo cuestiona el discurso de los expertos subrayando que en materia de cuidado infantil las técnicas son inseparables de valores. Por eso abre el foco de la crianza y la relaciona con las condiciones reales del cuidado y la vulnerabilidad –no sólo infantil– en el mundo actual, caracterizado por la precarización del trabajo y el dominio del neoliberalismo. De modo que, aparte de interesar a padres y madres recientes, el libro interpela a cualquiera que se sienta afectado por la cuestión del cuidado. Es decir, a cualquiera, pues todos hemos sido, somos o seremos dependientes.

Carolina del Olmo denuncia que los manuales al uso individualizan la crianza restringiéndola a la familia nuclear e incluso a la pura relación madre-hijo. Esto oculta las circunstancias socioeconómicas y culturales que la rodean, las cuales son cualquier cosa menos favorables al cuidado esmerado de los niños. Paradójicamente, cuanto más se promueve ese esmero por parte de los expertos, más difícil es disponer de tiempo y energías para esmerarse. Aparte de los interminables horarios de trabajo y la precariedad laboral, sufrimos la cultura de la productividad y el individualismo competitivo. En esta situación, las tareas del cuidado constituyen por definición un estorbo, a pesar de ser imprescindibles para que todo el tinglado socioeconómico funcione. Criar un niño es en sí mismo improductivo y socava nuestra empleabilidad. En el fondo, la única justificación que le queda al sujeto neoliberal arquetípico que desee reproducirse es la relativa a la búsqueda de una nueva experiencia en la cual proyectar su yo. Claro que esa experiencia, a diferencia de las que se consiguen en el mercado a través del consumo, es irreversible. Es decir, compromete. Y es desde esta concepción del compromiso desde donde la autora del libro sugiere que la experiencia de la crianza nos sitúa en un observatorio privilegiado para identificar las miserias de la sociedad capitalista de nuestros días. Una sugerencia, por cierto, que choca con gran parte de la tradición feminista, proclive a contemplar la maternidad (al menos la heteronormativa) como un obstáculo para la liberación de las mujeres.

Contrariamente a lo que ocurre en las novelas de detectives, pues, descubrir quién es el culpable no exige llegar a las últimas páginas. El culpable es el capitalismo, ligado a la ideología neoliberal. Se trata de una realidad socioeconómica que ha destruido los lazos comunitarios que antaño permitían aligerar las labores de la crianza infantil compartiéndolas con miembros de la familia extensa o el vecindario. Hoy, en cambio, la manera de aligerar esas labores consiste, cada vez más, en externalizarlas y pagar por ellas recurriendo a guarderías o cuidadoras. Lo que dependía de compromisos ahora se basa en contratos.

Enganchándome a esa concepción del capitalismo, certera y clásica (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), voy a expresar a continuación algunas inquietudes que me han surgido leyendo el libro. Son inquietudes que atañen a la arquitectura conceptual que soporta su argumento. Por lo tanto, puede ser que haya sobreinterpretado algunas cuestiones. Me arriesgo a la reprimenda.

Así pues, la cuestión del capitalismo. El filósofo Richard Rorty ironizaba en alguna ocasión sobre los izquierdistas que consideraban el capitalismo La Gran Cosa Mala, causante de todas las calamidades. Se diría que necesitamos buscar un agente demoniaco al que atribuir nuestros sufrimientos, en este caso los que afectan a la crianza y los cuidados. No es infrecuente escuchar discursos en los cuales, implícita o explícitamente, se afirma que el capitalismo va en contra de la naturaleza humana, por razones que tienen que ver con la ruptura de los lazos sociales, la mercantilización de la vida o la presión ecológica sobre el planeta. Carolina del Olmo escribe que “las relaciones económicas dominantes en nuestra sociedad parecen incompatibles con pautas de crianza que se han mantenido más o menos inmutables durante miles de años. O, dicho al revés, los distintos modelos de organización social y familiar compatibles con el capitalismo –incluidos algunos componentes igualitarios y liberadores– parecen contradecir algunas realidades duraderas de la naturaleza humana” (págs. 67-68).

Mi inquietud aquí remite a dos problemas. En primer lugar, la concepción abstracta del capitalismo que subyace a la cita anterior. En vez del recurso a una categoría que, a lo sumo, tenía sentido como contrafigura del comunismo, me interesaría más bien la constatación de prácticas económicas y políticas concretas que condicionan unas u otras formas de vida. En segundo lugar, me sorprende la suposición de que existe una cosa tal como la naturaleza humana. En el libro parece asumirse que criticar las políticas socioeconómicas neoliberales exige oponerles una norma antropológica violada por ellas, una suerte de universal biológico o psicológico contra el que atentaría el capitalismo. Sin embargo, algunos consideramos imprescindible tener en cuenta las aportaciones del pensamiento posmoderno y desconfiar por sistema de cualquier búsqueda de fundamentos últimos, incluyendo los fundamentos últimos de una política de izquierdas. Decía Hannah Arendt que, si existiera la naturaleza humana, sólo Dios la conocería.

No en casual que en el capítulo 4 del libro encontremos reservas contra lo que suele llamarse construccionismo social, uno de los productos intelectuales de la posmodernidad. Aunque se haya reprobado la autosuficiencia del discurso de los expertos, no se cuestiona que la ciencia sea capaz de mostrar la existencia de alguna base biológica para el instinto maternal. Es verdad que Del Olmo introduce en esto numerosos matices, y además lo hace con una lucidez que ya quisieran para sí muchos textos de divulgación científica e incluso académicos. No obstante, afirma cosas como la siguiente: “Dudo mucho que estos argumentos [los del construccionismo social feminista] cuestionen realmente la existencia de una base biológica de algo que podemos llamar amor maternal o instinto materno. […] Aunque no somos capaces de describir esa naturaleza maternal con precisión, la existencia de una respuesta cuidadora innata ante una cría constituye una de las hipótesis de adaptación evolutiva más verosímiles que se han formulado jamás” (pág. 193). En esta parte del libro se recurre a la idea del continuum: hay un polo biológico y otro sociocultural implicados en los comportamientos que dirigimos a nuestros hijos, sin que tenga sentido olvidar ninguno de los dos polos. Ahora bien, este tipo de planteamientos, por muy sensatos que sean contra el habitual reduccionismo biológico, olvidan dos cosas. Primero, que las ciencias no descubren una realidad exterior a nosotros, sino que consisten en prácticas mediante las cuales se produce el mundo humano y material. Segundo, que la concepción de lo biológico en términos de una base sobre la cual se van yuxtaponiendo condicionantes socioculturales no es la única disponible. También cabe pensar los objetos construidos por la ciencia –como los genes o las neuronas– en términos de componentes que se relacionan horizontalmente con otros dando lugar a articulaciones entre ellos y con nuestras propias acciones. Los genes o las neuronas no son más que componentes de esas relaciones, y por tanto no son ni pueden ser causas de nada. No dictan comportamientos. Nuestros comportamientos no dependen de causas, sino de límites y condiciones de posibilidad. Entre tales límites figuran los factores biológicos al lado de otros muchos que los modulan en virtud de las relaciones que establecen con ellos. Así, las supuestas respuestas cuidadoras innatas ante las crías pueden darse o no en función de innumerables circunstancias que actúan de mediadoras y son imposibles de eliminar. La denominada psicología evolucionista, que parece darse por buena en la cita, no es la única opción teórica existente para pensar la relación entre biología y comportamiento.

De acuerdo con mi lectura, es la distancia que Carolina del Olmo toma con respecto a las versiones más construccionistas del feminismo –según las cuales la maternidad es una pura construcción social que dificulta la emancipación de las mujeres– lo que hace que otorgue credibilidad a la suposición de que existe una norma antropológica o una base natural que justifica los afectos movilizados por las relaciones de maternidad. Según esto, si cabe sugerir que la crianza constituye un bastión contra las agresiones del sistema socioeconómico que padecemos, entonces ese bastión se refuerza cuando lo apuntalamos con una concepción no relativista del ser humano. A esta concepción, además, la acompaña la idea de la socialidad como algo opuesto al individualismo. El subtítulo del libro ya lo deja claro: “maternidad y crianza en una sociedad individualista”. En las antípodas del individualismo, la crianza sería una actividad que pone en juego relaciones sociales densas, basadas en el don –el intercambio desinteresado de ayudas mutuas– y no en contratos como los de las escuelas infantiles o el servicio doméstico.

Uno de los ejes teóricos del libro, pues, es el que gira en torno al par individuo/sociedad, donde lo individual recibe la carga negativa y lo social recibe la carga positiva. Sin duda, nuestra sociedad es individualista. No hay más que ver el predicamento que ha adquirido la figura del emprendedor, una especie de llanero solitario que busca la fuerza interior de su yo más auténtico para triunfar. Y, sin duda, el individualismo actual, basado en el cálculo racional y la mercantilización de las emociones, posee un vínculo muy estrecho con políticas que socavan derechos sociales y desmontan estructuras que permitían cierto grado de justicia social e igualdad. Ahora bien, el fenómeno del individualismo moderno es mucho más amplio y complejo. De entrada, las formas de individuación y socialización son diversas y no siempre suponen que lo positivo (altruismo y solidaridad) cae del lado de lo social mientras lo negativo (egoísmo e insolidaridad) cae del lado de lo individual. Las prácticas de socialización tradicionales, precapitalistas, albergaban multitud de relaciones de dominación, humillación, chantaje emocional, marginación, exclusión, etc. En realidad, individuo y sociedad no se oponen entre sí. Constituyen una dualidad que es inespecífica respecto a las formas concretas que histórica y culturalmente adquieren las relaciones entre las personas. El propio neoliberalismo, aunque se suele tomar como ejemplo de individualismo extremo, incluye sus propios modos de socialidad, nos gusten o no. El sujeto neoliberal no tiene menos relaciones sociales que cualquier otro sujeto. Simplemente las tiene de otra manera: son apoyos para el crecimiento de su yo, experiencias que le enriquecen, colaboraciones necesarias para llevar adelante determinados proyectos laborales en grupo que le permiten desarrollar su carrera profesional, etc.

De hecho, hay una dimensión del individualismo moderno que actualmente consideramos irrenunciable: la autonomía. Aun reconociéndonos vulnerables e interdependientes, queremos ser autónomos. En el fondo, si las labores de crianza nos dan tantos quebraderos de cabeza no es sólo porque las condiciones socioeconómicas del capitalismo actual las dificulten, sino también porque pretendemos vidas libres y autónomas. A nuestras abuelas, al menos si eran de clase baja, la crianza les parecían simplemente una tarea más de entre las muchas que les venían dadas. No imaginaban una biografía protagonizada por ellas mismas. Tal vez en el libro se pasa por alto el complejo proceso de subjetivación que ha afectado sobre todo a las clases medias y medias-altas occidentales durante las últimas décadas, en virtud del cual los sentimientos sobre nuestros hijos se expresan de una manera que incluye conflictos entre el (supuesto) instinto maternal y la aspiración a la autonomía y a relaciones igualitarias y no jerárquicas. Hoy no todo está dado por la tradición –hay valores diversos en competencia– y aspiramos a una vida autogobernada. Lo cual, capitalismo aparte, es difícil de conciliar con los cuidados que exige una criatura. A ello se añade que ese mismo sujeto que aspira a una vida autogobernada aspira asimismo a que sus descendientes aspiren a ella. De ahí la preocupación por atesorar técnicas de crianza que se la garanticen. En rigor, ya no es posible un regreso a las prácticas de crianza tradicionales, basadas en unas relaciones familiares y sociales jerárquicas presididas por valores que ahora nos resultarían insoportables. Por lo demás, las técnicas tradicionales tampoco eran del todo espontáneas, naturales ni surgidas de la sabiduría popular. Estaban influenciadas por los consejos expertos de su tiempo.

La externalización de los cuidados, al margen de lo que pueda conllevar de explotación laboral, es posible que implique una cierta descarga de la densidad que encierran las relaciones personales basadas en el don, a veces opresiva. Cuando las relaciones se igualan contractualmente, su viscosidad emocional tiende a diluirse. Y es que los vínculos afectivos, a la vez que se suponen desinteresados, llevan en su seno posibilidades de coacción. Comparativamente, el contrato quizá permite –al menos en ciertas circunstancias– una ruptura de compromisos que no siempre son moralmente constructivos. A este respecto me viene a la mente la figura del asistente personal, reivindicada por un movimiento tan interesante como el Foro de Vida Independiente. El asistente personal es una especie de empleado cuyo jefe es, gracias a él, más autónomo. De paso, he aquí un excelente ejemplo de cómo la interdependencia y la vulnerabilidad no se oponen a la autonomía, la interdependencia o la libertad.

En general, no veo claro de qué modo se justifica en el libro la bondad del compromiso. Por supuesto, si lo contraponemos al egoísmo y pensamos que éste consiste en hacer la puñeta al prójimo, tenemos garantizado que alberga connotaciones positivas. Sin embargo, hay muchas clases de compromiso, no todas tan dignas de encomio. A la postre, el que hoy nos suele parecer aceptable es precisamente el que se acerca más a un contrato que a un don, es decir, aquel que se adquiere libremente. Lo ideal es que además contenga una cláusula de rescisión, como el matrimonio. Y por eso es problemático el compromiso que acarrea la crianza, ya que los bebés no se pueden devolver al remitente. En todo caso, elevar el compromiso a imperativo moral ensombrece la pluralidad de sus formas y los conflictos que genera. Desde al menos el siglo XIX existen incluso tipos de subjetividad basadas en la elusión sistemática del compromiso, como la de los dandis, los hedonistas, los militantes del movimiento childfree o los solitarios clientes de los neko cafés japoneses. ¿Tiene sentido condenar esas formas de ser sujeto por ser poco comprometidas?

Carolina del Olmo habla en ocasiones de la “vida buena” como marco normativo de la crianza. La hace consistir en una vida comunitaria fundada en el compromiso y en un determinado modelo de subjetividad que actúa de causa final: “Nuestra identidad se va estableciendo en el propio proceso de ir negociando entre nuestras elecciones a corto plazo y aquellas otras que tienen que ver con la clase de persona que nos gustaría ser. / En la medida en que somos seres dependientes –que dependemos de otros y de los que dependen otros– esta dinámica se extiende más allá de los individuos. Existe una comunidad de intereses que precede a cualquier conflicto individual. Una red de reciprocidad de la que todos dependemos y que exige nuestro compromiso” (págs. 116-117). Confieso que leyendo esto me asaltan algunos fantasmas: los de la idealización de la comunidad y el retorno del sujeto clásico, kantiano, con un proyecto de vida coherente subordinado a reglas morales compartidas e interiorizadas. Incluso estoy tentado de decir que, en cierto modo, el concepto de vida buena es propio de espíritus cultivados. A la mayoría de la gente nos basta con ir tirando.

Para terminar, quizá el libro se queda en cierto estado de indefinición respecto al tipo de tribu –esto es, de ámbito de crianza y socialización– que se considera deseable o alternativo al desamparo en que nos ha dejado el capitalismo. A mí sólo se me ocurren tres posibilidades, que obviamente tampoco son incompatibles entre sí. La primera y más evidente es el ámbito de socialización primaria tradicional: la familia. La segunda, mucho menos visible a lo largo de la historia, es la que se fundamenta en relaciones de amistad y lo que hoy se llama “crianza compartida”, una práctica minoritaria, testimonial. La tercera opción nos lleva mucho más allá de la socialización primaria: es el desacreditado Estado del bienestar. Cada una de estas tres opciones aparece en el libro y de cada una de ellas se resaltan los inconvenientes con la agudeza de la que siempre hace gala la autora. En cuanto a la familia, no es en absoluto ingenua respecto al lado oscuro de la sociedad tradicional, que permitía compartir la crianza porque sometía a las mujeres a relaciones de explotación. En cuanto a las redes de amistad, en el capítulo 2 se refiere el caso de una persona que habla con cierto desencanto de su experiencia de crianza compartida con amigos: a diferencia de instituciones tradicionales como la familia, la red de amigos no garantiza un compromiso de ayuda estable. Por último, en cuanto al Estado del bienestar, para Carolina del Olmo las políticas sectoriales de conciliación de la vida familiar y laboral y las ayudas a la natalidad parecen ser, en el mejor de los casos, un mal menor: en realidad constituyen un parche que esconde la aceptación de los valores neoliberales de la realización personal a través del trabajo y del individualismo competitivo. Así las cosas, permanece en el aire el tipo de horizonte comunitario por el que se apuesta. Salvo que ese horizonte sea el de una revolución que derroque el capitalismo, claro está. Si fuera así, pienso que la ingenuidad consistiría en creer que los efectos de una eventual revolución anticapitalista serían previsibles y además afectarían a la crianza y los cuidados en la dirección deseada.

* José Carlos Loredo Narciandi

11 de Nov 2013
Fuera de Clase

“Las preguntas, como cualquier otra cosa, se fabrican. Y si no os dejan fabricar vuestras preguntas, con elementos tomados de aquí y de allí, si os las “plantean”, poco tenéis que decir. El arte de construir un problema es muy importante: antes de encontrar una solución, se inventa un problema, una posición de problema”
– Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos (2004 [1977]: p.5).

Desde mi anterior post he estado reflexionando cómo continuar y, sobre todo, cómo conseguir explicar un título tan rimbombante. He pensado probar una cosa, contar una anécdota para ver si sirve. Aquí voy: Un día del pasado mes de julio aparecí de rebote, a media tarde y sin saber lo que iba a encontrar, por el Campo de Cebada. Para mi sorpresa, dando una vuelta alrededor del campo de fútbol, me fijé en esa especie de ágora construida con palés que hay en el medio del asunto y vi que bajo una carpa de sábanas con emblemas de los hospitales madrileños (residuos quizá de alguna marea, reconvertidos en toldo para evitar la tórrida puesta de sol), había gente dando una charla con un micrófono. Iba con un colega, hacía un calor espantoso y cogimos una cerveza. Mientras estábamos en la barra, empezamos a prestar más atención. Parecía una charla académica, pero en un escenario que no acababa de pegar. Al ir adentrándonos en el asunto vimos un cartel. Tate, nos habíamos topado con la I Universidad Popular de Verano: Campus de Cebada  funcionando a pleno rendimiento: en aquel lugar había casi 50 personas yendo y viniendo y escuchando charlas de todo tipo con una pasión desenfrenada por el saber que sólo he visto en algunos espacios restringidos, una libido sciendi que creía en extinción, o limitada a algunos, muy pocos, ámbitos circunscritos. ¡La gente se lo pasaba bien y estaba encantada!
 
Últimamente cada vez que vuelvo por Madrid me pasa un poco igual: no paro de encontrarme con estallidos colectivos de gente discutiendo así, apasionadamente, interesándose por las cosas más peregrinas, por las rayadas más interesantes… y siempre acabo con la piel de gallina. Hedonista como estaba aquella tarde-noche, allí acabé sentado, con sonrisa de idiota… Y fui encontrándome a algunxs amigxs que, quizá como yo se lo habían topado, y también lo estaban pasando en grande. En algún momento tuve una intuición, cogí el móvil y tome una instantánea en mitad de una interesantísima charla sobre el graffiti y la historia de la ciudad. Necesitaba pensar en ello más adelante y necesitaba algún documento que me ayudara a recordar. ¡Aquello  era como un hackeo de un curso de verano de una universidad, con un micrófono que a veces no podía evitar sonar como un megáfono de manifestación! ¡Era como un curso de verano-protesta! Pero lo que más me alucinó, lo que en verdad me puso la piel de gallina (y todavía lo hace) fue darme cuenta de que ¡estaba a petar de gente! Y no dejé de darle vueltas en los días subsiguientes: ¿será porque es gratis, porque es en abierto? El caso es que todo el mundo parecía interesado en aprender y saber de una gran infinidad de cosas y temas, difícilmente abarcables desde una única unidad temática…
 
No pude evitar ponerme nostálgico al verlo terminar porque uno no quería que eso acabase. Si tuviera los recursos literarios apropiados, intentaría algo como la crónica cronopiesca hecha por Cortázar del concierto de Louis Armstrong, pero esto se lo dejo más bien a nuestra experta musical Marta Morgade. El caso es que ¡ojalá hubiera algo así en cada plaza cada fin de semana, tan bien trabajado y preparado, pero tan natural, ameno y divertido que quedaba el sabor de boca de pensar que quizá si quisiéramos podríamos hacerlo siempre que podamos! Y sobre este tipo de cosas quisiera charlar en este post: me gustaría recuperar algo que, a riesgo de sonar nostálgico y de reificar algo que fue totalmente inasible, muchxs de nosotrxs hemos podido experimentar con cierta asiduidad desde que tuviera lugar aquel delirio performativo que, para entendernos, solemos denominar “lo 15M”: Un verdadero estallido de organizaciones y grupos que debaten a pie de calle con un tempo y un ritmo académico, pero sobre un cartón. Quizá, de hecho, en ellos resida la esperanza para-académica de lo que algún día pudo ser la actividad universitaria. Y quizá por eso hayan sido tan potentes los actos de sacar la universidad a la calle
 
Pero igual no sabes de qué te hablo: Si en los últimos tres años no has vivido en una cueva afgana soportando bombardeos salvajes de drones, estimadx conciudadanx, no puedo creer que no hayas topado al menos con alguno de estos innumerables grupos o colectivos que buscan las más innumerables maneras de intentar articular teórica y prácticamente “quiénes somos”, “qué nos está pasando”, de discutir “sobre la que se nos ha venido encima” y “qué podemos hacer con ello”. Experiencias difusas y en nebulosa, a veces temporales y momentáneas de “gente normal que hace cosas”, pero consciente de su precariedad y del esfuerzo que requiere poder mantener estas cosas con vida, porque las vive en sus propias carnes. Grupúsculos o grandes masas que se montan sus propios ambientes para crear conocimiento, que se afanan en crear climas de debate y discusión, con una gran hospitalidad para con lo extraño. Toda una verdadera “ecología de las prácticas colectivas” que requeriría de nuestro mejor talento como naturalistas para intentar dar cuenta de ello, para sacarle todo su jugo. De hecho, quizá el mejor inventario sea el que Bernardo Gutiérrez ha venido desarrollando en su intento por catalogar lo que llama “micro-utopías en red” (acerca de lo que ha publicado estas dos entradas: 1 | 2).
 
Pero pongamos algunos ejemplos: La PAH y las mareas se han configurado en los últimos años como verdaderas plataformas de gestión de conocimientos compartidos, pero no podemos olvidar también el horizonte casi infinito de otros espacios institucionales híbridos como –tirando de los que me vienen a la memoria a bote pronto- Medialab-Prado o Intermediae, colectivos como Zemos98, ColaBoraBora, Nociones comunes, observatorios metropolitanos como los de Madrid y Barcelona o lugares mágicos como el Ateneu Candela, por no hablar de los innumerables colectivos de arquitectura participativa que han brotado como las setas en los últimos años. Y, claro, nadie niega las conexiones y la larga herencia de prácticas de auto-formación, con una dilatada trayectoria en numerosos centros autogestionados, casas ocupadas y grupos activistas (me viene a la memoria, por ejemplo, la Agencia de Asuntos Precarios Todas a Zien; aunque también pudiera detenerme para ejemplificarlo en esta reflexión de Antonio Centeno sobre la experiencia práctica del Foro de Vida Independiente y Divertad como “red de construcción de conocimiento emancipador”, por no hablar de la unión de los dos anteriores colectivos en el precioso experimento “Cojos y precarias haciendo vidas que importan”). Pero el catálogo sería inagotable con sólo pensar en otras tantas experiencias con mucho predicamento en el ámbito del anarquismo (siguiendo quizá la estela de la Escuela Moderna, esa perla inventada en el entorno del controvertido Francesc Ferrer i Guàrdia), pero también en escuelas populares de barrio, asociaciones de vecinos o movimientos de renovación pedagógica… (Gracias a Pilar Cucalón por echar un cable con algunos enlaces en este mar gigantesco).
 
Pero creo que el estallido reciente y creciente de este tipo de prácticas grupales de conocimiento de las que hablo hay algo específico, que no sólo responde a una necesidad de “formarse o educarse en un curriculum que el estado no quiere que uno tenga”, ni a un juicio sobre la “todavía-no o la lamentablemente-ya-no institucionalización de ciertas prácticas educativas” en escuelas e instituciones públicas (bien porque no existen o porque “ya no nos educan en lo relevante para el mundo actual”, haciéndose “necesario” llevar a las criaturas a que hagan kárate mientras se convierten en makers que hablan inglés y chino imprimiendo sus juguetes DIY con una impresora de extrusión de plástico), sino que creo responde a una crisis más fuerte. O, mejor dicho, que no son sino una respuesta a la conciencia clarividente de una crisis de legitimidad de todas estas instituciones que "no sabían" que esto podía pasar, que "no podían" hacer nada para evitarlo, que "no predecían" lo que iba a ocurrir o que "no querían" contarnos que se lucraban (con el boom crediticio, con la privatización de servicios estatales y ahora con el “decrecimiento económico”). Una crisis de legitimidad que pudiera estar levantando el pavimento de muchas de nuestras actuales instituciones del saber, a las que quizá nos cueste seguir dotando de legitimidad como hasta ahora.
 
Una crisis que nos lleva a plantear algo así como un “¿y si no me lo creo?”, habida cuenta de la importancia de todo un conjunto de saberes y prácticas que se nos han impuesto en los últimos años al modo silencioso del “discurso experto”: un discurso supuestamente neutral e imparcial, pero cuya vertiente tecnocrática e interesada no hemos dejado de sufrir desde que hemos venido admirando con cara de idiotas la gestión de eso que se ha llamado “crisis” y que ha justificado olvidar la burbuja inmobiliaria, pero también no cuestionar el delirio de formatos de saberes y prácticas de esa otra revolución (la del “Spanish Neocon”) que ha venido rigiendo nuestro diseño urbano, nuestra economía y la gestión de nuestra salud en los últimos años, por no hablar de la educación. Una crisis que nos lleva a sentir que “necesitamos saber” de otros modos para conocer e implicarnos de mejor manera en un mundo cambiante, de límites borrosos, cuyo destino es ampliamente incierto, para articular, por ejemplo, otros modelos de salud, otros modelos de economía, otros modelos de arquitectura o de componer la ciudad… (no hay más que echar un vistazo a otros blogs que comparten espacio con este, como el de la Fundación de los Comunes).
 
En suma, a mí estas situaciones, estas experiencias recientes de auto-formación, de juntarse a conversar y hacer, me hablan de algo más: algo que resuena con ese “poder de los ignorantes” sobre el que meditaba Rancière. Cosas como las que presencié aquella tarde-noche en el Campo de Cebada pudieran hacernos pensar en otros formatos, otros modos de relacionarnos con el conocimiento, no desde su cerrazón y gesto altivo, sino desde una actitud experimental, consciente de sus vulnerabilidades y del cuidado ingente que requiere poder mantener en marcha este tipo de estallidos, este tipo de prácticas. Nos habla quizá de una distancia con la Razón tecnocrática, pero de una creciente implicación con los saberes, con la construcción de un conocimiento riguroso aunque experimental y frágil; de toda una serie de gestos menores hechos no para refundar las divisiones y las desigualdades, sino para ponerse a prueba de mil y un modos buscando construir espacios más igualitarios. Nos habla quizá de un aprendizaje del cualquiera, pero del que se siente concernido para emprender otro camino, para ponerse a prueba porque existen cosas ante las cuales no puede permanecer impávido, porque necesita pensar y actuar de otro modo, desde otro eje… Y no me refiero sólo a un aprendizaje puramente intelectual, porque este aprendizaje experimental del cualquiera supone asimismo una puesta en práctica, una articulación de modos y maneras, una experimentación con las pequeñas infraestructuras a través de las que vivimos. Nos hablan, en suma, de la necesidad de una suerte de “descolonización interior” de nuestras propias aberraciones institucionales educativas (como ha venido planteando Mafe repetidas veces en en este blog) disfrazadas de conocimiento válido, que en muchas ocasiones nos impiden abrir nuevos espacios, romper con determinados formatos y prácticas…
 
Mi intuición, quizá un poco salvaje, es que esta “nueva Ilustración”, por expresarlo al modo de Antonio Lafuente, no sólo la necesitan algunas prácticas de la universidad que acaban con la vida académica fecunda y apasionante que ella alberga (la hay, y mucha, pero podría haber aún más), sino también numerosas otras prácticas dentro de los movimientos sociales que acaban con la experimentación política y la someten al ejercicio estéril de las consignas, como le ocurre a gran parte de la vieja guardia, tan mal equipada para entender, hacerse relevante, actuar y responder ante lo que se nos ha venido encima como esos saberes expertos que nos miran por encima del hombro mientras nos llevan al abismo. Porque esta necesidad de formarnos y de saber no responde al rollo JASP que vuelve (y quizá nos revuelve) continuamente para hablar de “la generación mejor preparada de la historia”, ni a la horrorosa idea de talento asociada, a pesar de que lo mejor que podemos hacer es formarnos, aprender y prepararnos, por ejemplo, para hablar en público (relaxing cup of café con leche mediante). Porque esto no es ni por asomo una cuestión de querer convertir metonímicamente las glorias individuales en orgullo patrio. Sí, necesitamos valorarnos más y conceder más importancia a nuestras aptitudes, pero no de cualquier manera, ni con el modelo de los deportistas de élite: necesitamos valorarnos para saber que podemos enseñarnos unos a otros, que podemos quizá construir colectivamente otros espacios para el saber, otros formatos de sociedad más justa.
 
Más bien diría que necesitamos entender mejor e insuflar vida a estas experiencias, a estos grupos… A estas, ¿cómo llamarlas? ¿Comunidades de práctica (Lave & Wenger)? ¿Comunidades epistémicas (Akrich)? Aunque creo que quizá pudiéramos darle un nombre que respondiera orgánicamente al timbre, a las propias razones y motivaciones que han llevado a este estallido incontrolado, o tan incontrolable por necesario: ¿por qué no llamarlas, por tanto, comunidades epistémicas experimentales? Experimentales porque la construcción colectiva del conocimiento tiene un carácter “experiencial”, encarnado o basado en lo que nos afecta; pero también experimentales por el afán de experimentación con el qué y cómo podemos pensar, por su estatuto “experimental” y frágil, su carácter en abierto, no constreñido por límites disciplinares o institucionales, prestando atención a esos efectos no previstos que se nos aparecen al montar situaciones que nos interpelan, que crean verdaderos acontecimientos epistémicos colectivos: articulando mecanismos y medios para dotarnos del “poder de hablar de otra manera” (por usar la noción de experimento empleada por la filósofa de la ciencia Isabelle Stengers); experimentales, en fin, porque a través de ellas nos convertimos en “sujetos experimentales” con y sobre los que se prueba, pero no tanto al modo salvaje de ciertas prácticas de laboratorio al estilo Mengele o de las prácticas económicas neoliberales del shock, sino que quizá a través de ellas podamos aspirar a ser una suerte de “cobayas auto-gestionadas” (cuyo caso quizá más claro lo han venido mostrando diferentes trabajos sobre los movimientos de pacientes con SIDA o el activismo trans), ensayando en nuestras carnes las posibilidades y límites de nuevos formatos colectivos y más liberadores de pensar y hacer.
 
Lo que pudiéramos extraer de todo esto y que se me hizo tan vívido aquella tarde-noche en el Campo de Cebada es que necesitamos, ahora más que nunca (en estos tiempos donde todo son choques de expertos alineados y déficits de democracia de origen tecnocrático), seguir construyendo, haciendo proliferar y continuar mimando este tipo de formatos experimentales de conocimiento colectivo “fuera de clase”: esas comunidades epistémicas experimentales que buscan salir de ciertos límites institucionales o morales que nos hemos impuesto, que buscan descolonizar el conocimiento sin perder la potencialidad de construir saberes con rigor para generar mundos mejores. Pero haciendo todo esto sin olvidar la gran cantidad de dificultades que las acechan e intentando, por tanto, articular nuevos formatos de cuidado y mimo para sostener este gran archipiélago de conocimiento que la Razón tecnocrática ignora y que, al hacerlo, lo pone en un grave peligro, revelando nuestra vulnerabilidad…

(Continuará, aunque sólo una vez más…)
 
*Tomás Sánchez Criado

16 de Sep 2013
Fuera de Clase

NOTA: Este texto nace a partir de la invitación realizada por Jara Rocha a fijar para en el blog Fuera de Clase algunas reflexiones y contenidos surgidos en el contexto del Seminario Euraca de poesía, que en la presentación de su programa DOS [María Salgado y Patricia Esteban Cadáveres y niñxs] nos emplazaba - a los que andábamos euracados - a pensar desde un lugar sociohistóricamente situado, una posición que no se define por ningún dentro o interior sino por un exterior: la intemperie, la precariedad, la confusión, la afasia. Durante el mes de mayo de 2013 tuvieron lugar dos sesiones que trataron el tema de la infancia, el pueblo, el analfabetismo y la poesía en las cuales se abordaron distintos materiales, entre ellos la experiencia de Deligny y de las comunidades anarcopoéticas en las que participaba. Se publican algunas notas en este blog, como aportación a la reflexión y a la pregunta sobre los procesos de aprendizaje y las experiencias compartidas en torno a la educación en los márgenes y las pedagogías críticas.

 

 

Nuestra única patria,
nuestros años de infancia.

Rilke-Heráclito grafitado en las calles de Atenas,
al tiempo que los niños eran asesinados por la policía.

Fue en diciembre. En el año dos mil ocho.

 

¿Dónde están las palabras, dónde la casa,
dónde mis antepasados, dónde están mis amores,
dónde mis amigos?

No existen, mi niño. Todo está por construir.
Debes construir la lengua que habitarás y debes
encontrar los antepasados que te hagan más libre.
Debes construir la casa donde ya no vivirás solo. Y
debes construir la nueva educación sentimental
mediante la que amarás de nuevo. Y todo esto lo
edificarás sobre la hostilidad general, porque los
que se han despertado son la pesadilla de aquellos
que todavía duermen.

Llamamiento y otros fogonazos.
Anónimo.

 

No todo es neghrura y apocalipse
hay niños que saben ir por el mundo
y nombrar las cosas.

Luz
Pichel

 

Hablamos de un encuentro [1].
 

De un lado, los niños difíciles: niños chusma, niños racaille, niños retrasados, autistas, delincuentes. Niños pobres. Analfabetos. Niños y niñas aparte. Una imagen para estos niños: semillas de crápula, de cardo, cizaña. La mala yerba que crece, se extiende y que se ha de arrancar. Condenados por las instituciones del Estado: incurables, insoportables, invivibles. La sociedad tiene previsto un lugar para ellos. Todo poder comienza con el poder sobre los niñxs.

Del otro lado: un grupo de personas adultas, de trabajadores y trabajadoras, quizá también algún poeta. Adultos, en ocasiones, también perdidos, evadidos de aquí y allá. Nada de pedagogos, nada de psicólogos. Nada de profesionales o especialistas del alfabetismo y la enfermedad mental. Fernand Deligny conocía bien el lugar que la sociedad tiene previsto para los niños difíciles pues antes de la guerra había tenido que trabajar en ellos, cuando se propone, junto con otros y otras, tan poco especialistas como él; sembrar todo un campo de cizaña.

Y resulta que los lados se atienden. Buscan sus trazos los unos en los otros. Se cruzan. Se mezclan.
Hablamos de un encuentro.
Se callaron para ver.

No queremos amarles, sino ayudarles. Hacer mella en lo instituido haciendo frente común con estos niños y tratar de evitarles el sufrimiento; la cárcel, el hospital, el psiquiátrico. Lo importante no serían sus “derechos”– cuyos defensores acostumbran a acoger la palabra del otro sólo para disimular la inhumanidad de nuestro tiempo- sino la imprecisión que estas formas de vida aparte instauran sobre el estatuto de persona. Estos niños, podrían ser postes indicadores del problema de lo común.

No reducir entonces el “carácter extraño” de estos niños. Confiar en esta impropiedad, y no en su adiestramiento, como una posibilidad para otra cosa. Estos niños son restos fabricados por la economía, por la norma, y sin embargo se nos aparecen como hallazgos: la aparición de otra cosa, la aparición de otro modo de hacer, la aparición quizá del otro mismo, de lo que importa en una vida, y con ello quizá la capacidad de fundar una nueva experiencia colectiva.

Así lo cuenta Emile Copfermann -una alberguista “ex educadora” que acompañó con otros a Deligny durante la posguerra en el proyecto de fundar redes de acogida en tratamiento libre, redes de ayuda mutua y albergues de juventud para niños inadaptados, perdularios y toda clase de chusma infantil- en el prólogo a Los vagabundos eficaces:

 

                                                      

 

1936. 1941. 1943. 1948. Armentières. Nogent. Lille. Las experiencias con los niños difíciles se suceden. La gran cordada. Una hilera de hombres anudados entre sí: la supervivencia compartida. Y la expresión mediante el dibujo, el juego con mímica, el alfabeto-gesto, el relato improvisado colectivamente: dar un habla, que no sea forzosamente palabra, a quienes están totalmente desprovistos de ella. Ese será su impulso, que tratará de coser –sólo al comienzo- con la institución, proponiendo un enfoque educativo y ya no represivo. Pero hasta entonces esta condición (de ausencia) del lenguaje, no es condición de organización. No es aún la condición colectiva que nos interroga por un comunismo distinto al de la propaganda y la protección social, aún encallado aún en los márgenes del síntoma y la terapia, en los márgenes de la psicología y el psicoanálisis, también más tarde, en la clínica La Borde, invitado por Guattari y Oury, donde Deligny no sabrá más que retirarse a la parte de atrás, a hacer marionetas, imprimir octavillas y proyectar películas militantes. En la cabeza de Deligny, quizá, un comunismo cada vez más “etológico”, que se propone buscar los medios, construir las condiciones y explorar las circunstancias de una vida en común. 1966.

 

 

¿Lo común es un problema del lenguaje?
 

¿Y cuando no hay lenguaje? ¿y cuando el espacio que habría de ocupar el lenguaje se encuentra vacante, no por rechazo, sino porque se hace posible la presencia libre de esa ausencia? Pueden expresarse mediante toda clase de onomatopeyas. Ni siquiera están obligados a usar las palabras tal y como son. Entonces ¿de qué fiarse cuando el lenguaje falta? O mejor formulado ¿de qué fiarse cuando el lenguaje ausente no falta? Esa es la circunstancia “impropia” que traen los niños difíciles al grupo.
 

Janmari es autista. Cizaña. Cardo. Amapola. Incapaz de relacionarse con el otro, encéfalopata profundo, dicen. Janmari no comunica, no dice. Gira y gira como un trompo, y se balancea, de un lado a otro, sobre sí, aunque en apariencia no cuente con un “sí mismo” en torno al que girar o balancearse. Es zahorí. Vibra con el agua, con las circulaciones. ¿Sin lenguaje no hay esclavitud? ¿domesticación? ¿orden? y sin embargo la cooperación se organiza, y el grupo, la balsa, la red de acogida, decide organizarse a partir de ahí y de esa proximidad extraña. Definirse a partir de eso que hace pero que no dice, que no habla, organizarse a partir del modo de ser fuera del lenguaje. Entonces, la cuestión es conseguir darse los medios para continuar juntxs. Con él. Con ellxs. Y al fin y al cabo con nosotros. La búsqueda de un lugar común: no trataron en absoluto de saber lo que ellos tenían. De qué estaban afectados ellos, sino que trataron de ponerse en búsqueda de lo que podía faltarnos a nosotros. Hacernos falta a nosotros.
 

El trabajo (de estar juntxs)
 

Là, ahí, en la balsa, se trata sobre todo de reconocer un territorio -¡territorializar!-, de un conjunto de casas y talleres, junto al río, entre las montañas de Monoblet y Saint Hippolite du Fort, en la región de Les Cévennes, al sur de Francia. Y a esta vacante del lenguaje el grupo le da -¿paradójicamente?- nuevas imágenes y un nuevo vocabulario. No es posible ya, en ausencia del lenguaje, confiar en las palabras o aspirar a la transparencia de los signos y el discurso, pero tampoco quizá sea posible situarse fuera del lenguaje para comprenderlo. No hay devenir autista como podría entenderse, sino experiencia en compañía próxima de eso. No es un medio de vida recreado para ellos, sino un medio de vida (para todos) creado de acuerdo a su percepción. Entonces atender primero a la topología y a los movimientos que nos contienen y al territorio colectivo que somos capaces de construir a partir del rastro y los rastros de unos en los otros y luego, tratar si acaso de decir desde ahí. Superponiendo. Extranjerando lo más próximo. El estar-juntos sólo puede quizá ser construido, reproducido, montado, ensamblado. Idear una especie de trazo, de dibujo o escritura que no sea generado por ninguna intención, ni voluntad de representación. Tomar partido a favor de las cosas, a favor de la poesía, en lugar del discurso.

 

                                                             

Nosotros es mediación siempre. Aprendizaje de los decires que efectivamente nos dicen a cada momento. Mapas. Estancias. Soleras. Líneas del errar. Unas formas y unas palabras que permitan atendernos, atender a las circunvalaciones, a los rodeos, a la inmutabilidad de las costumbres de estos niños y con ello poder reconocer los encuentros y los desencuentros. Las palabras, de haberlas, no ayudarán sólo ya a comprender sino que permitirán nombrar el mundo que de verdad habitamos, pues el hecho de que exista este silencio, esta mudez, excluye que el lenguaje pueda presentarse a sí mismo como totalidad y verdad, pero este silencio infantil, a su vez, es el voto que compromete al hombre con la palabra y la verdad. De modo que nombrar este mundo en poema, en trazo, en película, en formas que se resistan a la concentración de poderes e identidades... No hay rechazo o renuncia al habla, a la escritura, a la palabra o la imagen, sino un cambio de posición, de valor si cabe, del habla misma, del valor de las palabras y las imágenes. Lo importante es desahuciar al signo de su violencia, desahuciar los gestos de su síntoma, desahuciar la desigualdad de nuestra copresencia.

 

Una posibilidad entonces. Una posibilidad menor. Más pequeña que una tesis o una hipótesis:
 

Ahí: formas de vida infantiles, fuera del lenguaje, quizá ajenas a la angustia de la muerte, pero emplazadas por “lo social” a soportar una vida tan dolorosa como la supuesta incapacidad que se les atribuye.

En medio: un trabajo material organizado a partir de ese afuera. El trabajo de atender a lo que calla, a lo que no sabe, a lo que no dice. Y darse los medios para continuar ahí: que resulta que son medios de escritura, de dibujo, de imagen. Se requiere poesía -el silencio, la distancia y la verdad de la poesía podríamos decir- para poder habitar esta vacante. Este es un trabajo poético, sin duda. Poesía que transporta la potencia de volverse decididamente mundana.

Entonces: La potencia del pueblo, de la comunidad, del lugar que se sabe habitado colectivamente, la potencia del nosotrxs y la atención a todo lo que venimos siendo juntxs.

 

Aquí se trata, cierto es de comunidades bastante jipis; hacen pan, cortan madera, transportan el agua, aún existían los ríos… pero no hay retorno filosófico a la “buena naturaleza”, si cabe tan sólo a las condiciones básicas para la vida. Entonces ¿no hay nada que pueda volverse colectivo en la experiencia extraña y remota que tuvo lugar en los montes de Monoblet? ¿No siguen naciendo ,sin habla, hoy los niños? ¿no nacen enmudecidos, infantiles, cada vez? y una pregunta más acuciante aún si cabe, no ignorada por la comunidad: este nosotros conjugado ¿existe también para estos niñxs?

                                                 

En los mapas, al ritmo de los ires y venires, florecen flores negras cuando algo sucede, algo balancea, murmulla o grita. No se trata de la aparición del lenguaje sino de su escollo; expresiones de este “para nada” encarnado y movido por estos niños. Y Deligny confía en estas flores negras: los trayectos fijados en los calcos-mapas se superponen, los unos a los otros, y se solapan a veces los trayectos, se intersecan los gestos. Janmari-zahorí señala el agua a la comunidad y la transporta a veces. Colabora en la fabricación del pan. Y en la película Ce gamin, là vemos cómo las flores negras comienzan a desaparecer, o quizá tan sólo dejan de ser un asunto a percibir, cuando se afirma: ese chico es de los nuestros.
 

Podría ser que este chico vaya a saber qué palabra hay que pensar.
 

 

Infans. Los que no hablan [2].
 

Aquello que en el hombre está antes del lenguaje, antes del sujeto del lenguaje es la infancia. La infancia transporta un sentido mudo, inefable, inaproximable. Quizá como la lengua del “siempreniño” Janmari. Su silencio, su mudez, su singularidad, son autismo, sí -no podemos obviarlo y tampoco el dolor y el sufrimiento que esto supone tantas veces- pero también podrían ser tan sólo los rasgos eternos de una infancia como límite que el lenguaje señala. El sujeto que dice “yo”, que reconoce en el decir una subjetividad, que se ha constituido como fundamento de la experiencia y el conocimiento modernos (modernidad que dejó la experiencia común hecha una escoba rota, como ya sabíamos con Benjamin) es el marco no aplicable en el caso de los niños, difíciles o no. Niños que parecen vueltos hacia el misterio de sí y que podrían ser ejemplo de ese límite de lo humano que los situaría en un paisaje de pura lengua, sin rupturas, ahistóricos, fonéticos (el arte de significar sin significado). Entonces la tarea de la comunidad anarcopoética sería la de abrirse, igualmente, más allá del tragaluz de sí mismos. Imaginar una infancia que permitiría fundar un nuevo concepto de experiencia común, liberado del condicionamiento del sujeto y de cualquier sustrato psicológico y psicologizante. Entonces quizá podríamos reconocer aquí, el paisaje de Les Cévennes, el trabajo de la comunidad, yendo y viniendo, el cántaro en el río, las manos en la masa del pan…

Que la humanidad no haya sido desde siempre hablante y que haya sido y sea todavía infante, eso es la experiencia, afirma Agamben. En este marco teórico, Janmarí habitaría el medio puro de la lengua, la experiencia originaria (del individuo innato, diría posiblemente Deligny) que no sabe de interrupciones ni fracturas trascendentales que emplacen a un proceso de subjetivación. Para hablar, la humanidad ha de despojarse de la infancia, y entra en el sistema de signos transformándolo necesariamente: de la lengua infantil -balbuceadora, regalada con el mundo- al habla humana, de lo semiótico –el signo que se reconoce- a lo semántico – el discurso que se comprende-, de la lengua al habla… y en esta diferencia, en esta doble significación, en esta discontinuidad dice Agamben que encuentra su fundamento la historicidad del ser humano: ese tránsito infantil de la pura lengua al discurso, ese instante es la historia, afirma el filósofo, en tanto que momento diferenciador que introduce en la naturaleza del hombre una discontinuidad, una ruptura. Y era 1968, al tiempo que se levantaban las barricadas, cuando Deligny se encontraba levantando redes comunales junto a Janmari, un niño que no había dicho más que mammm….mammm…. y antes, 1940, cuando las propiedades de los colaboracionistas eran transformadas en centros de acogida en tratamiento libre, de la mano de un conjunto de educadores tan extraños como los niñxs a los que acompañaban.
 

La historia ha de ser algo más que el progreso continuo de la comunidad que forman aquellos que ya han comenzado a hablar, que tienen ya, definitivamente, una voz “propia”. Aquel balbuceo es para Deligny  una apertura a todas las circunstancias, que puede llenarse de seres vivos y estar siempre abierto a lo imprevisto hasta el extremo. Experiencia y apertura sita en la ruptura. Nunca sabremos hasta que punto Deligny es arponeado por la historia, por sus discontinuidades, en tanto que se mantuvo siempre del lado del gesto menor, o en tanto esa cercanía a la infancia le expuso a una experiencia de ruptura fundamental con el orden de lo instituido; Deligny, siempre inactual, siempre a contrapelo, testimonio del margen de las guerras y posguerras infantiles… En cualquier caso, lo que se da es una voluntad que trata de habitar esa falla, esa discontinuidad, ese intervalo: el silencio, la infancia. Ya no se tratará de vivir determinada historia, sino de avanzar con la ruptura que la hace posible, y lo harán dándose un trabajo: escribirán, poetizarán, porque llegado el momento quizá no sea posible superar la fractura histórica que supone salir, definitivamente, de la infancia. Pero seguirán ahí,
 

por la presencia ahí de unos niños que no

 

tienen historia

 

              nosotros la recomenzamos

 

                           sin cesar

 

                 la historia

 

                           de cero.

 

Rafael Sánchez-Mateos Paniagua
Sierra de Guadarrama, Agosto 2013.

 


[1] En los siguientes párrafos, citamos a Deligny y sus Vagabundos eficaces (Estela, Barcelona, 1971). También el texto de la película Ce gamin, là (Ese chico de ahí, Deligny-Renaud) publicado en el maravilloso catálogo PERMITIR TRAZAR VER de la exposición en torno a Deligny que tuvo lugar en el MACBA (2009) a cargo de Sandra Álvarez de Toledo, que a día de hoy podría decirse es la investigadora y editora que mejor conoce la experiencia de Deligny y por ello, por facilitar y divulgar además esta experiencia, la estamos muy agradecidos. También citamos un texto de Anne Querrien: Fernand Deligny, imager le commun, editado en la Revista Multitudes (Nº24, 2007). Si bien no lo utilizamos en las citas internas del texto, es muy interesante leer también Fernand Deligny: pedagogía y nomadismo en la educación de las “otras infancias” del profesor Jordi Planella.

[2] En estos párrafos, seguimos las reflexiones de Agamben en su libro Infancia e Historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia. Adriana Hidalgo editora. 2007.

Fuera de clase

Somos un grupo heterogéneo de personas que habita tanto los dentros como los fueras de clase. Nuestra intención es acercarnos de modo crítico y transformador a los procesos de aprendizaje en un sentido amplio. No nos interesa desarrollar un conocimiento experto y sí facilitar la formación de una comunidad de aprendizajes no unidireccionales en la que las prácticas, las ideas y las metodologías sean situadas, abiertas, liberadoras y resistentes. El blog que ensayamos tiene vocación de ser un laboratorio común en el que se ponen en juego diferentes lenguajes y conexiones entre lo local y lo global, lo de dentro y lo de fuera, lo viejo y lo joven, lo de arriba y lo de abajo, el norte y el sur. Nos gusta soñar con una educación desplegada, crítica, inclusiva y anticapitalista.
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