Hace un par de décadas los que teníamos a la ciencia como objeto de nuestros estudios históricos o sociales dedicábamos la mayor parte de nuestros esfuerzos a explicar que las relaciones entre ciencia y sociedad eran intensas, cotidianas y bidireccionales. Todavía se gastaba mucho tiempo en distinguir entre argumentos internalistas (p.ej. la actividad científica se explica por su propia dinámica interna) y externalistas (p.ej. la actividad científica se explica por su contexto social). Los segundos, los externalistas, eran propios de intelectuales que, según los internalistas, exageraban la importancia del contexto y cuestionaban la vigencia de esa línea imaginaria que separaba la academia de su afuera. Los más beatos necesitaban creer que esta frontera era estricta y, por ende, la circulación entre ambos espacios estaba severamente vigilada y defendida: de todo ello dependía, argumentaban, la autonomía de la actividad científica, algo necesario para su buen funcionamiento al margen de ideologías e intereses espúreos.
Los más críticos, sin embargo, nunca dejaron de argumentar que era imposible entender lo que ocurría en un laboratorio sin profundizar en las muchas mediaciones necesarias para que hubiera libros en los anaqueles, reactivos en las probetas, instrumentos en la sala, becarios en las bancadas, conceptos en los papers y datos en el servidor. Popper perdía la paciencia con tanta historia sobre la prioridad de los descubrimientos, el fraude en los resultados, los secretos en los contratos, las corruptelas en las atribuciones o los fallos en los arbitrajes. Tanto le irritaba, que llegó a decir que los sociólogos eran gentes que buscaban en el estercolero de la historia los argumentos con los que construir su responso por la ciencia. Fue un desencuentro muy sonado, e innecesario.
Por todo ello, en este texto quisiera profundizar en la ruptura de ese marco que dividía argumentos internalistas y externalistas, abogando por la necesidad de otras formas de estar en la ciencia, recogiendo sucesivamente las líneas o los itinerarios de diferentes prácticas de ciencias comprometida documentadas en nuestra historia reciente: las llevadas a cabo por amateurs, activistas y hackers.
El retorno de los amateurs
En el heterogéneo ámbito de los estudios de la ciencia y la tecnología (conocido en inglés por su acrónimo: STS) desde hace tiempo sabemos que para entender la empresa del conocimiento, el científico incluido, no basta con problematizar las nociones de “política científica” (porque la política es algo que va más allá de definir líneas de finaciación y programas marco), “descubrimiento individual” (dado el carácter eminentemente colectivo de toda empresa de conocimiento) o “publicación de resultados” (que no puede consistir sólo en publicar papers en revistas científicas o en difundir los conocimientos generados por los cuatro costados del mundo). No basta con meter en la probeta los valores y los conflictos, además de los reactivos y los conceptos. No basta con hacer mejor sociología de la ciencia. Necesitamos también incluir a los diferentes actores presentes en la escena del conocimiento más acá y más allá de las puertas de la institución: necesitamos desclasificar todo ese conocimiento de actores a veces desclasados, a veces inclasificables.
Los historiadores han construido un relato donde los personajes que cuentan desempeñan una actividad ante todo mental, un práctica entre profesionales y un trabajo formal. Pero quisiera plantear que cada día entendemos mejor cómo dicho cuadro se hace más para satisfacer los prejuicios de quienes lo pintaron que los numerosos hechos documentados.
Quisiera argumentar que el enorme esfuerzo dedicado a construir esta dualidad que escinde el ámbito del saber entre profesionales y amateurs se acerca a su fecha de caducidad. Dividir el mundo entre “los que saben” y “los que no saben” es una simplificación insostenible. Nadie acepta ya una política de comunicación de la ciencia (del conocimiento, en general) basada en el modelo del déficit (en tener que educar a sujetos inexpertos e incapaces de entender la ciencia). Y, desde luego, ha sido un obstáculo principal para comprender lo que hizo posible la ciencia.
Por ello, incluir a otros actores, como los amateurs en la escena del conocimiento, como también a las mujeres o a los criollos, no debiera ser sólo una cuestión de rigor historiográfico, sino también un deber de justicia social. Hoy decimos que la inclusión de sus respectivas miradas sobre el entorno, social o natural, impuso verdaderos procesos de modernización epistémica. Hay mucha literatura (véase un resumen aquí) desde la que argumentar que una parte significativa de la ciencia moderna sólo fue posible por su habilidad para atraer nuevos públicos que actuaron como cómplices antes que como espectadores. Pero hay más: Cada mirada nueva que se incorpora supone un ensanchamiento del espacio púbico y una oportunidad para hacerlo más inclusivo y hospitalario. Esto significa que la ciencia moderna es incomprensible si no la miramos como un proyecto público, urbano y popular antes que como una empresa exclusiva, palaciega y elitista.
Para hablar de la ciencia es imprescindible hablar de sus públicos y, desde luego, de sus amantes. Los amateurs de la ciencia forman parte del largo séquito de los perdedores de la modernidad. Tanto que de estar por todas partes en los siglos XVII y XVIII, pasaron a ser tratados de diletantes, intrusos o criminales. Hoy, sin embargo, estamos asistiendo a un renacimiento de las culturas de amateurs. No es sólo que reconozcamos la naturaleza informal de la mayor parte de lo que sabemos, sino que los necesitamos para remontar las crisis de la representación, la que encarnan los políticos (los electos) y la que encarnan los expertos (los selectos). Abundan los textos que glosan las excelencias del crowdsourcing y que nos animan a pensar que, sin incorporar la inteligencia de las masas (el saber profano), nuestro mundo no encontrará soluciones sostenibles para los problemas que enfrenta.
La vecindad con el activismo científico
Nada explica mejor el éxito de la ciencia que su ubicuidad. Hoy se habla de pesticidas en los mercados, de cambio climático en las playas, de dopaje en los cafés, de alergias en la peluquería y de espionaje electrónico en los aeropuertos. Nuestra vida ordinaria está atravesada por un sinfín de sustancias, radiaciones, códigos y dispositivos que cada vez nos cuesta más ignorar. No sólo nos modulan, sino que a veces nos determinan. Todos conocemos ya a gentes con alergias severas, con padecimientos crónicos y con movilidades reducidas. De hecho, ya no sabemos lo que significa “ser normal”. Ser “normal” es cada vez más raro. O dicho de otra manera: cada vez más, lo normal es ser más raro.
Los objetos de laboratorio son asuntos de la incumbencia de los científicos hasta que desbordan sus paredes y andan sueltos por las plazas, los juzgados, los platós y los parlamentos. No son pocos, ni banales. Que si la lluvia ácida o las vacas locas, que si los disruptores endocrinos o el anisakis, que si el maíz terminator, el agua fluorada, la gripe aviar, la salud de las abejas, el humo de tabaco, los tornados de Oklahoma y las tormentas solares. Todo lo esperamos de la ciencia, pero no siempre nos llega como maná: a veces, toma la forma de una pesadilla. Lo saben los herederos de Sócrates, Franskestein y Oppenheimer.
La cuestión es que la ciencia anda en boca de todos. Y no hay contradicción en que la tengamos como panacea para todos los males y que, simultáneamente, la percibamos a veces como una amenaza. Hay abundante documentación sobre los muchos abusos de que es y ha sido objeto. Un ejemplo típico son algunos de esos científicos que trabajan para grandes corporaciones y privilegian los intereses particulares a los generales. También sobran ejemplos de gentes, bien o mal intencionadas, que anteponen sus convicciones personales (ideológicas, morales o religiosas) mientras aparentan un compromiso con la ciencia. Los partidarios del diseño inteligente o los defensores de la Deep Ecology, por sólo citar un par de ejemplos, dejaron de escuchar a los trabajadores de la prueba, como felizmente llamó Bachelard a la inmensa mayoría de los científicos que nunca ganarán un Nobel ni darán su nombre a un teorema.
No puede sorprendernos que regrese con fuerza el activismo científico (distinto en algunos puntos del activismo de los científicos para defender su empresa). Falsadas o falseadas, hay muchas amenazas que mueven a los ciudadanos a convertirse en activistas. Numerosos científicos se quejan también de que sus criterios contrastados nunca llegan a las leyes y de que siempre son troquelados en los momentos decisivos: ahora tienen la oportunidad de abrir un blog o de encontrar en las redes sociales a otros colegas que quieran militar por su causa. Tenemos ejemplos de activismo para todos los gustos. Baste un botón de muestra: sabemos que se manipularon los datos sobre los efectos del humo de tabaco para proteger a las grandes tabaqueras, como también que fueron adulterados por alguna ONG para provocar un vuelco de la población a favor de la causa antitabaquista. Algunos escándalos en los debates sobre el cambio climático, el llamado ClimateGate y el no menos bochornoso FakeGate también pertenecen a este capítulo lamentable de las controversias tecnopolíticas o cientocráticas. El activismo no es contrario a la objetividad, pero muchas formas de militancia han sido más leales a los fines que a los medios. La consecuencia es que los científicos que han tomado esta deriva, además de arruinar su reputación, han empantanado también la propia ciencia, una empresa demasiado vulnerable frente los acosos de los grandes lobbies, empresariales, políticos o religiosos.
No hagamos más concesiones. Hay muchos ejemplos que dignifican el papel de los activistas. Con independencia de la radicalidad de sus manifestaciones públicas, todos marcharían bajo la bandera del “nada sobre nosotros sin nosotros”, popularizado por el Movimiento por la Vida Independiente, que incluiría desde los pacientes crónicos a todos los que viven sus desplazamiento como una carrera de obstáculos. A mi los ejemplos que más me gustan, lo admito, se nombran rápido: la movilización de los enfermos del SIDA, el empoderamiento de los electrosensibles, las luchas contra el cáncer de mama, las acciones globales en defensa de las ballenas y la rebelión de los enfermos mentales. Aunque muy distintos entre sí, todos tienen en común que quieren lograr o han logrado disputarle a los expertos el monopolio sobre el discurso científico que define el ámbito que les compete o les afecta.
La llegada de los hackers
Quienes lucharon por la democratización de la experticia (peritaje, evaluación) nunca imaginaron que llegaría nada comparable al movimiento hacker. Originariamente eran unos cuantos programadores que se negaron a permitir que una empresa pudiera patentar el código, algo que para ellos era tan absurdo como privatizar las leyes de Newton, los teoremas matemáticos o el genoma humano. No se pueden reclamar derechos sobre los descubrimientos, incluidos los anónimos, como es el caso de la lengua, el folklore o las semillas. Todos son bienes heredados que debemos legar intactos a nuestros hijos. Inicialmente la resistencia era para defender el conocimiento de su apropiación corporativa. Pero no tardaron en mostrarse ecos en muchos ámbitos del saber. Wikipedia, sin duda, es un hermoso ejemplo de cómo preservar el conocimiento para todos y, lo mejor, entre todos.
La cultura hacker pronto resonó con la cultura punk. Ambas daban forma a los anhelos anticonsumistas, antimonopolistas y antielitistas. Ambas representaban una apuesta por la cultura del DIY, las formas cooperativas, las prácticas de garaje y la innovación maker. Hace ya cinco décadas que su presencia no deja de contagiar el mundo de los negocios, la política y la ciencia. Las nociones de software libre, open access y creative commons son tan conocidas como el navegador Firefox y el milagro de Wikipedia. Y es que las culturas hacker adoptan muchas formas, desde las que se concentran en la tarea de hacer accesible el conocimiento a las que luchan por liberarlo y, entre medias, todos las actitudes que se resisten a creer que las cosas son lo que son y nada más. Ningún hacker termina su perorata afirmando eso tan común en nuestros días del “es lo que hay”.
Pero la categoría es mucho más amplia: Son hackers quienes desmontan un coche para tunearlo o quienes hacer una remezcla de sonidos que busca otras armonías y diferentes maneras de compartirlas; también pertenecen a esta plural tribu quienes comparten el coche para ir a trabajo, luchan a favor de la agricultura de proximidad, niegan el derecho a la propiedad intelectual sobre tests genéticos diferenciales y no le hacen ascos a la cultura del remiendo, el reuso, la reparación y el reciclado. En sus formas más blandas los hackers disfrutan haciendo las cosas con sus propias manos, mientras que su rostro más duro se manifiesta cuando hacen públicos documentos que prueban que necesitamos otras formas de gobernanza menos cínicas y mayor transparencia en la vida pública y empresarial.
Los hackers disfrutan maliciosamente cuando argumentan que la ciencia moderna siempre fue hacker: libre, abierta, pública, accesible, autogestionaria, desinteresada, horizontal y cosmopolita. No es necesario estar de acuerdo al cien por cien con estos calificativos para reconocer que hay algo de paradigmático, virtuoso y urgente en la cultura hacker. Su presencia en los grandes debates de nuestro mundo estaría más que justificada por recordarnos que las cosas podrían ser de otro modo. Pero hay más. Lo mejor, sin embargo, es que los hackers no son el último rostro del buenismo, sino que son excelentes ingenieros, campesinos esforzados, gestores transparentes, críticos honestos, investigadores militantes, mecánicos divertidos y artesanos honrados. La cultura hacker no es un asunto de artilugios, asaltos y penumbras, sino una deriva que reclama lo humano, lo colaborativo y lo abierto.
Antonio Lafuente
Blog “Aprendizajes Comunes”
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[*] El texto es una nueva versión editada para Fuera de Clase del texto aparecido en el blog “Aprendizajes comunes”.